La contemplación de nuestra agonía
Ella lo admiraba. Tomada de su mano cartilaginosa, ella logró escalar todas las posiciones que puede llegar a desear, alguna vez, la torva ceguera de un metabolismo femenino enfermo… cuando es excitado por la voluptuosidad del poder...
En lugar de ponerle una boutique, en lugar de inundarla con las cosas que la mujer pide “para sentirse realizada”, lo que hizo el difunto fue darle un bastón de mando. Repujado por el platero Pallarols.
Se lo había prometido. Pero no como una meta demasiado costosa sino, inversamente, como una sencilla y cabal demostración. Bajo un secreto sentimiento de desprecio y resquemor por la gente, inspirada en aquello de que “En el país de los ciegos...” era casi un juego de niños para él, ser el Rey. Y que ella fuese la Reina. Pagó el regalo... comprándole los votos.
La boutique que al fin le puso, somos todos nosotros. Nuestras vidas, nuestros proyectos y nuestros hijos. El país, pues, se maneja del mismo modo. Y con el mismo desdén con que se le puede cambiar el aspecto a la vidriera de un negocio de ropa mujer.
Frente a tal marco de burla conmovedora, existe un dato que parece clínico: es probable que los argentinos nos encontremos, ahora mismo, gravemente enfermos de perplejidad. Contaminados por un virus resistente. Un silencioso virus que suele atacar a las repúblicas derrotadas.
Ese virus -por algún extraño mecanismo- se inserta en el torrente sanguíneo de la ciudadanía y, en muy poco tiempo, la deja convertida en un rígido conjunto de seres absortos. Algo así como una multitud de esfinges, mudas y silenciosas, que ni siquiera atinan a pestañear por algo atroz que se presente ante sus ojos. Una comarca de perplejos.
De otro modo, no es posible explicar de forma razonable, cómo es posible que veamos lo que vemos y que oigamos lo que oímos, sin que a nadie se le mueva un pelo.
El hartazgo no parece ser, casualmente, una convicción personal que debamos temer en esta comarca. Al contrario: el argentino medio puede reaccionar como un asesino al volante. Puede incluso crisparse hasta límites delirantes de violencia en medio minuto, sólo por alguien que se atreva a cruzarle otro vehículo en alguna maniobra imprudente. Menos que eso: sólo porque alguien lo mire mal.
Pero, raramente, el virus lo mantiene con su semblante impávido. Aún si lo toman por idiota todos los días.
Aún acaso si lo humillan reiteradamente, mintiéndole, falseándole todos los parámetros de la vida y obligándolo a vivir en una especie de jungla de inseguridad. Pese al enorme salvajismo impositivo al que lo someten.
Frente a lo que resulta noble y verdadero, frente a la agonía de las metas ideales, frente al peligro de las carencias de proyecto… en cien argentinos pueden hallarse, seguramente, unos 98 impertérritos y acaso los otros dos que prefieren abandonarse a la pulsión más fuerte. A la conveniencia, al temor… y a lo que, a la larga, los hace abdicar en su misión.
Pero resulta curioso: nadie ignora ni desconoce los escenarios que irritan los ojos de indignación. El problema grave es la tendencia a carecer de arrojo para enfrentar el grave peligro de la mediocridad. El problema es la miopía para distinguir los paradigmas. Los modelos que escoge nuestra sociedad y que mira con bastante envidia son, a menudo, monstruos de vulgaridad.
El colapso del coraje. El egoísmo, sin la menor inquietud.
Existe una superpoblación que no distingue nada entre aquello que merece la pena por sí mismo y lo que tiene carácter de fin. Lo que, una vez alcanzado, da algo bastante parecido a la felicidad y la perfección. De lo íntegro, de lo bien hecho, a lo que no le sobra ni le falta nada… lo que está completo y casi perfecto dentro de sus límites y fines, físicos o morales. De las claves de la victoria… por sobre la vulgaridad.
En toda la historia universal, han existido gobernantes que hicieron lo que se les antojó, incluyendo -por supuesto- atrocidades de todo estilo.
No interesa mucho aquí si fueron dictadores o si acaso fueron demócratas convertidos en déspotas. De hecho, todos conocemos mil ejemplos. Pero siempre se llegaba un límite naturalmente traumático.
Ellos mismos, como montoneros, decidieron ponerle un límite al gobierno democrático de su propio líder.
Nuestro caso, en este país de fantasía, es verdaderamente singular. Aquí, con la mayor naturalidad, se desarrollan en forma contínua y a cielo abierto, por parte del gobierno, la mayor cantidad de irresponsabilidades y extravagancias por minuto de todo el mundo occidental.
Hay casi una competencia del oficialismo por despedazar la lógica simple de la vida en común, la naturaleza… y la verdad noble de las cosas elementales del ser.
Cuales depredadores ingénitos, arrasan cada mañana hasta con la racionalidad de quienes, de buena fe, se esfuerzan por interpretarlos.
Y, frente a esa enorme cadena de conductas tributarias del capricho más inentendible, dinamitando lo que les aparezca en el camino, resulta imposible hallar el motivo que los ha inspirado o el objeto que se han propuesto.
Todo luce, aquí, absurdo. Sin rumbo, extemporáneo, triste y teñido de una especie de esoterismo básicamente irresponsable.
Frente a todo ello, los argentinos nos encontramos enfermos de impavidez, y abandonados por completo al oleaje de los déspotas. Aceptamos navegar al garete entre las contorsiones de esta caterva de punguistas.
La aceptamos a ella, enroscada en volutas ascendentes de histeria.
Pero aceptamos más que eso: su incoherencia en línea con una perfección hipócrita insuperable. Su pérdida iridiscente de la noción de prójimo. Su irrefrenable vicio por el boato y el despliegue de gastos en un país que se revuelve en la miseria.
Su inadmisible pasión por el enriquecimiento ilícito.
Estamos todos, con infinita abnegación, atravesados de lado a lado por una inexplicable vocación trágica de contemplar, en un espejo, nuestra propia agonía.
Lic. Gustavo Adolfo Bunse, para El Ojo Digital Sociedad
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