Seamos realistas: hagamos lo imposible
“Desabroche su cerebro tan a menudo como su bragueta” (Graffiti pintado en París, durante mayo de 1968)
La semana que terminó estuvo marcada, sin lugar a dudas, por la guerra desatada por la Señora Presidente de la Nación nada menos que contra el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. En medio del campo de esa batalla, están los ciudadanos de a pie, que contemplan, azorados, como los mandatarios se tiran con el país por la cabeza, haciendo caso omiso de las reales preocupaciones y necesidades concretas de la ciudadanía, y con profundo desprecio por todas las instituciones de la República.
Ya que el escenario político nacional nos lo impone por su cuasi desertificación, sigámosle la corriente y ocupémoslo, con propuestas casi imposibles de concretar hoy con esta materia prima humana pero que, de lograr convertirse en realidad, nos permitirían recuperar un país que, así como va, desaparecerá inexorablemente de la faz de la tierra como entidad jurídica.
Le sugiero que no deje de leer la indispensable nota de hoy, en La Nación, firmada por Carlos Pagni (http://www.lanacion.com.ar/
¿Seguiremos mirando para otro lado entonces? ¿De qué madera estamos hechos como para contemplar, sin reaccionar de modo alguno, cómo se profundiza nuestra decadencia desde hace tanto tiempo? ¿Cómo hemos tolerado, sin protestar, habernos quedado sin país? La inflación nos come el hígado y, a los más pobres, hasta el cerebro, incapacitado de alimentarse adecuadamente en los primeros años de vida. La inseguridad y el delito nos encierran en nuestras casas cuando el sol se pone, mientras las horas diurnas ya se están convirtiendo en zona de peligro. La corrupción generalizada, que permite que tantos dineros vayan a parar a bolsillos oficiales y privados, nos ha dejado sin infraestructura y, día a día, hace que cada vez más personas mueran en rutas imposibles, o deba paralizarse la industria en días fríos. El tráfico de drogas, tan vinculado a la inseguridad, a la violencia y a la corrupción, se ha enseñoreado en nuestras ciudades y está arrasando con generaciones enteras. No hay ninguna universidad argentina entre las primeras 500 del mundo, ni entre las 100 mejores de Latinoamérica. Nuestro Poder Judicial ha dejado de ser la garantía para los ciudadanos de a pie para convertirse en un mero instrumento que usan los poderosos de turno para ocultar sus crímenes. Carecemos de fuerzas armadas capaces de defender nuestra soberanía, y la Gendarmería y la Prefectura han sido obligadas a abandonar su específico objetivo de custodiar nuestras fronteras terrestres y marítimas. Mientras tanto, entre el poder central y las provincias, a contramano del mandato constitucional, rige el unitarismo impuesto por la caja, y la republicana división de poderes se ha transformado en un mito. El gasto público continúa creciendo por encima del altísimo nivel de inflación, y ya no quedan cajas estatales o privadas por saquear. Sin embargo, contemplamos impertérritos cómo nuestros mandatarios se tiran con munición gruesa por personalismos políticos que sólo a ellos interesan, con prescindencia de que todos debamos pagar los costos. Tampoco parece preocuparnos demasiado el avance permanente sobre nuestras libertades individuales, recortadas a diario por funcionarios incapaces, tanto por su formación cuanto por sus facultades legales. O la perdurable destrucción de todas nuestras instituciones republicanas, de las estadísticas oficiales y de todos los organismos de control. Y, menos aún, hace mella en nuestro espíritu la guerra que el Gobierno ha declarado, con la falsa y fracasada invocación a la necesidad de cuidar el empleo argentino, a todos los países del mundo, con excepción, claro, de aquéllos que, como Angola o Azerbaiyán, pero también como Venezuela o Ecuador, pisotean impunemente los derechos humanos de sus pueblos. No reniego de la culpa que cada uno de nosotros tiene en esta decadencia que, como sociedad, hoy padecemos. Quienes, por posibilidades y por formación, hubiéramos debido ser quienes estuvieran en primera fila para evitarla, combatiendo ferozmente contra cada avance de quienes han conducido nuestros destinos por el tobogán de la historia, hemos preferido la deserción en la lucha, la comodidad personal, el beneficio del asentimiento, el lucro que la asociación con ellos nos ha generado. Como dijo Lugones, “… Hemos adquirido un confortable tejido adiposo, pero nos hemos empequeñecido de corazón …”. ¿Éste es el país que queremos dejar a nuestros hijos y nietos? Creo, por todas esas razones y por todas las que Ud. mismo pueda agregar, que debemos juntar nuestras voluntades, una a una, para cambiar nuestro destino, para torcer el rumbo y evitar el desastre final. Todavía, pese a que Dios ha dejado hace mucho de ser argentino, estamos a tiempo de hacerlo. Por eso, seamos realistas y hagamos lo imposible. Hace tiempo –en febrero, concretamente, que aquí parece una eternidad- propuse, en una nota a la que titulé “La Argentina que quiero”, (http://egavogadro.blogspot. Será una tarea para titanes, porque un enorme porcentaje de los habitantes de esta tierra tienen, después de nueve años de inédito crecimiento, problemas mucho más urgentes, vinculados con la mera supervivencia. Pero hay que empezar, y hacerlo ya mismo, porque se avecina una crisis de magnitud inimaginable y, si no estamos preparados para el día después, el fin habrá llegado. Tato Bores, entonces, se habrá convertido en un profeta con su personaje del científico alemán del futuro que buscaba un país que, según decían antiguos tratadistas, se había llamado Argentina. En el Día de la Independencia, juremos hacer, todos juntos, que la Patria viva.