La contorsión de la desmesura
Deseo que, al fondo del túnel, haya un calabozo para ella. Lo que le corresponde: la ergástula para los rastreros del mal.
La Comarca está postrada
Y a nadie le importa un cuerno;
El futuro es un enfermo
Y la ley no vale nada
Pues, aquí, opinar se paga
Y te lo cobra el gobierno;
Todo parece un infierno
Pues, disentir, es delito
El Congreso es un garito
Y su jefa está en la entrada
(G. A. Bunse | Poemas de la Argentina Trágica)
Deseo que, al fondo del túnel, haya un calabozo para ella. Lo que le corresponde: la ergástula para los rastreros del mal. Que sea juzgada por la estricta letra de la Constitución. Por jueces de verdad. Y que -alguna vez en la vida- tenga andamiento la vindicta pública en esta comarca de ovejas.
Sólo por haber imaginado, y luego puesto en práctica, que puede callar a quien quiera expresar libremente sus ideas, se constituyó en la peor lacra de las instituciones republicanas.
El Estado -base augusta y genética del contrato social, estatuto supremo que consagra un catálogo de instituciones y mecanismos de control- tiene justamente confiado a ella el gobierno. MAS NO EL USO PERSONAL.
Esta mujer, antes de que regrese debajo de la piedra de donde ha salido, deberá aprender que no puede usar un organismo -ni siquiera un fragmento de organismo- para dirigirlo en contra de un particular.
La canallada de mencionar en Cadena Nacional que investigó a un ciudadano (así este haya cometido cien infracciones), avisando que a los que opinen les pasará lo mismo, es exactamente igual que destinar un escuadrón de la Gendarmería Nacional para que le corte el pasto en El Calafate.
Es igual (sin exageración) que haga uso del Ministerio de Turismo para que imprima folletos consagrando el Mausoleo de Keops -que construyó para su marido- como lugar de paseo obligado para los visitantes extranjeros.
Cualquier extravagancia del uso de un mecanismo del Estado contra un particular es de una desproporción tan monstruosa, que resulta como aplicar la totalidad abrumadora del terrible poder coercitivo indiscriminado de esa maquinaria contra un pobre tipo atado y amordazado.
Si tuviera un mínimo de moral, nos diría -a través de esa misma Cadena Nacional- quiénes son los dueños de Ciccone Calcográfica y The Old Fund. Y que la razón por la que no le exige que pague ganancias es porque los papeles no existen.
Pero, no. Elige a un minúsculo ciudadano, que ni siquiera tiene contra ella el derecho a réplica.
Extrapolando este mecanismo hasta el punto de la muerte de alguna persona, el terrorismo de Estado es lo mismo.
Ella, haciendo lo que ha hecho con este ciudadano, provoca asco a simple vista. Aunque sea un evasor, infractor, mal padre, mal hijo. Lo que usted quiera. Sólo por opinar, no se le pueden reclamar esas faltas. Ni siquiera a través de la justicia. Se le pueden reclamar sólo como consecuencia de la justicia formal.
Y, aquí, la repugnancia parece insuficiente como reacción fisiológica.
Todo es un formidable montaje realmente infamante y de una artificialidad tan elemental, que insulta a la inteligencia de cualquiera. Y parecemos todos cómplices frenéticos de la más explícita delincuencia.
Pero hay algo muchísimo más grave que esta terrible desmesura: LOS COMPLICES. Acuso aquí, en primer lugar, a la Corte Suprema de Justicia, que debería zamarrear a esta delirante y recordarle la letra de la ley, junto con el significado del Estado y de la República.
Pero, no. Aquélla permanece absolutamente muda. Esa Corte Suprema que tiene la comarca tomada por algunos como el supuesto paradigma de la independencia de poderes, no parece ser más que otra enorme cueva de complicidad. Y del mayor desdén antirrepublicano.
De los legisladores y la oposición, olvidémonos ya: son ellos los que cometen los actos más simples de una brutal cohonestación rastrera hacia cualquier voluntad extravagante de la Corona. Todos son parásitos de la misma escoria social, sin ninguna excepción.
En este estado sin Estado, en esta república sin República, ningún funcionario va preso ni por estafa colectiva. Ningún gobernante es destituído por manipulación social en concurso real con la falsificación flagrante de su gestión. Por eso, todo da asco.
Ella hizo una crucifixión obligada a ser vista y ser oída en toda la comarca. Si lo hubiese hecho con el peor de los delincuentes del país, hubiese cometido idéntico delito. Y -repito la pregunta-: ¿los impuestos de Ciccone?
Ella es la autora no sólo de eso, sino de toda esta bacanal. Pues lo único que constan aquí son el fraude moral y la estafa política.
Ella necesita ser atacada, y para eso ha diseñado un juego de cámaras en primer plano que la hacen aparecer con sus mil gestos, desde los ojos llorosos hasta la sonrisa oblicua y burlona, para finalizar luego su propia representación. Debiendo, luego, aclarar que se encuentra en estado de emoción por el extraordinario amor que siente hacia todo el pueblo.
Algo verdaderamente conmovedor a lo que habría que prestar atención, por cuanto se trata de un espectáculo de detalles singularísimos y de unos efectos especiales arrancados, a pedazos, de la vida de Eurípides. ¿Cómo contener la repugnancia?
Una persona hipócrita no ignora que está diciendo algo que no piensa ni siente. Sabe perfectamente cuándo y cómo engaña a la gente con sus actos y con cada una de sus palabras. Con un vestigio mínimo de moral, suele sentir el regusto amargo de saber que se la reconoce y se la aplaude por lo que, en rigor, no es. Sueña con poder ser, alguna vez, aquello por lo que recibe efectivamente la adulación o el reconocimiento social. Pero es en vano. Se desespera en la intimidad por la certeza de que eso jamás ha de ocurrir.
El gran miedo y la mutilación moral convertían a todo ese espectáculo impresionante del ágora en un paisaje de clamor ortopédico. Un enorme sofisma popular de expresión pública condicionada, vigilada y mañosamente construída sólo para el placer de la emperadora y para el efecto de su panóptico criminal. Para lograr un aplauso esencialmente falso, transido de vapores de terror, de escarmiento y de esa extorsión. Propalada impunemente por Cadena. El conformismo social, la catalepsia de las metas, el gran miedo de los subsumidos y la conmovedora obsesión por el igualitarismo. Y ese infierno -del que parece que jamás saldremos- que para ella es un incentivo de adhesión al escape y nunca de una mirada al mérito.
Sólo esa contorsión permanente de su desmesura puebla la fantasía de los ilusos en todos los cuales están igualmente proscriptos la dignidad y los ideales. La opinión guillotinada, mutilada y despanzurrada por ella.
Un diseño a medida de los inválidos morales y de los mercenarios. Una alfombra de cuerpos humanos, bajo cuya superficie ella ha barrido una y mil cosas que alcanzarían para estremecernos.
Lic. Gustavo Adolfo Bunse, para El Ojo Digital Política
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