Cantinela reeleccionista: la Curva de Laffer, en su expresión política
En tanto la Presidente de la Nación aplica un asfixiante torniquete financiero sobre los gobernadores de provincia, persiste en el fogoneo de un operativo clamor para quedarse con el poder más allá de 2015. Pero la intentona ya comienza a devolver resultados negativos.
Los economistas suelen echar mano de la Curva de Arthur Laffer para intentar explicar los modos en que el contribuyente pendula a partir de la aplicación de una presión impositiva de mayor o menor calibre, -claro está- por parte del Estado: a mayor tributación exigida, más caerá la recaudación. Hasta llegar a cero.
En otros órdenes, la reconocida gráfica -acaso por curiosa coincidencia- remite a la campana de Gauss y a ciertos esquemas derivados del análisis del ciclo de vida de los productos, que siempre acusan una curva descendente a medida que avanza la línea de tiempo. Sin importar se hable aquí del fenómeno de la entropía (Teoría General de los Sistemas) o del principio que hace a la Segunda Ley de la Termodinámica, los hombres de letras a veces recurrimos a ellos para concluír, en la práctica, que todo -eventualmente- llega a término. Ley de Gravedad -le llamarán algunos-. Teoría de los Rendimientos Decrecientes, citarán otros. Al final del día, seguramente no será mala idea aconsejarle a Cristina Fernández Wilhelm que -alguna vez- invierta tiempo en el estudio de estos conceptos, puesto que las conclusiones podrían llegar a interesarle.
Acaso en el momentum socioeconómico más delicado que le toca vivir al kirchnerismo/cristinismo, la primera mandataria ha decidido ajustar las tuercas sobre la voluntad política de la vereda del Frente Para la Victoria y -por qué no- de la opuesta (representada por ciertos gobernadores de provincia). El objetivo no remite a secretos: se trata de las presiones ejercidas desde Balcarce 50 y la Residencia de Olivos para que todo mundo -incluyendo a miembros de la autoflagelada Corte Suprema de Justicia- se pronuncien en favor de permitirle quedarse con el poder, más allá de 2015. Semejante prerrogativa sacudiría los mismísimos cimientos institucionales en cualquier nación medianamente civilizada del orbe occidental pero -como ya se ha visto- la Argentina subsiste a base del tristemente célebre "Que se doble, pero que no se rompa".
En rigor, la efervescencia reeleccionista suele partir, en oleadas, desde las bases del FPV (legisladores venidos a menos, "luchadores sociales" con respaldo social no consolidado, jóvenes e inexpertos militantes con demasiado tiempo libre o alcaldes de conurbano en control de distritos cuyos parajes nada tienen que envidiarle a ciertos suburbios de Managua o Bangkok). No obstante, el costumbrismo oficialista de "igualar hacia abajo" (refiriéndonos, por cierto, a la calidad institucional) conduce a una problemática fundamental: son ahora los gobernadores quienes aplauden la plausible perpetuidad del régimen. Lo que importa, en este caso, es la prenda. Solo un subsistema político como el cristinismo podría empatar -en el mismo escalón devaluatorio- a Miguel Galuccio (reputado petrolero) con cualquier piquetero sonoramente comprometido en causas por narcotráfico. Tal como lo señaláramos en reiteradas oportunidades, ha sido esa sobreexplotación de la prenda la faena más acabada y brillante que empuñaran la Viuda y sus acólitos. Desambiguación que -valga, otra vez, la ironía- conducirá a la revalorización de los dirigentes honestos que puedan permanecer de pie luego del desastre. A mitad de camino de este repaso, el lector puede permitirse una autofelicitación: si las presentes líneas le recuerdan a Fausto o a recapitulaciones teatrales que versan sobre pactos con el diablo, es porque tiene las sensaciones correctas.
Es también lícito colegir que, en medio de su aspiración re-reelectiva, Cristina Elisabet está logrando un efecto contrario al buscado. De otro modo, sería difícil explicar la manera en que dignatarios del mal llamado interior del país hayan comenzado a operar sobre la base del "perdido por perdido". En tanto advierten que la genuflexión eterna los depositará -hagan lo que hagan- a las puertas de su propio cadalso, un número específico de gobernadores ha dado inicio al reclamo de fondos coparticipables (jamás remitidos desde Nación) ante la Corte Suprema de Eugenio Zaffaroni y Ricardo Lorenzetti. El detalle no será menor, pues este escenario no solo se esbozaba en ruidosamente indeseable para la Casa Rosada, sino en particular para los magistrados que dan forma al Alto Tribunal. Se verá en poco tiempo que el oxidado teorema de "arrojar la pelota hacia adelante" nunca paga. Contaminados por su otrora excesivo apego a los dictados del gobierno federal, jueces y funcionarios se perciben hoy arrinconados y sin otra alternativa que reaccionar, acaso para salvaguardar su propia supervivencia y/o carrera. La asfixia financiera que condujo a la imposibilidad de hacer frente al pago de salarios en la función pública es solo una de las piedras basales para la constitución de una masa crítica que ahora se atreve a levantar cabeza. Esperable repunte que habrá que agradecerle a lo que se corporiza en el error definitivo de la Presidente: su Administración se ha enfocado con tanto celo en la propaganda, que ha abandonado por completo la gestión. La adquisición de voluntad política, opinión favorable y boca a boca son, desde luego, manufacturas sustentadas en un cortoplacismo intelectual que aleja al funcionario del contacto con la realidad. Si, en el futuro, la Casa Rosada termina haciendo frente a una suerte de Primavera Latinoamericana o a un escenario de manifestaciones ciudadanas de corte violento, no deberá sorprender que sus personeros no tengan idea de qué fue lo que los golpeó. Y, acaso para dotar de justicia al análisis, recuérdese que este fenómeno fue padecido -aunque en diferente magnitud- por Raúl Alfonsín, Carlos Saúl Menem y Fernando De la Rúa. Ninguno de los próceres citados llegó a comprender bien por qué su popularidad se estrelló contra el espejo, quebrándolo en mil pedazos. A la vez, todos ellos sufrieron lo que algunos expertos en psicología profunda denominan "imagen distorsionada del self".
A la postre, se dirá que el Gobierno Nacional retroalimenta su agenda política y subsistencia a partir del miedo compartido hacia afuera y hacia adentro de su círculo. Pero muchos deberán notificarse de que el temor, per se, es incapaz de producir daño. Así, por ejemplo, puede corroborarse que no son los cánidos de la AFIP los que detectan el paquete de cincuenta mil dólares ocultos entre la ropa: es el miedo a ser capturado lo que delata al individuo. Finalmente, existen solo dos clases de temor: en primer término, está aquel que nutre a la persona y la motiva para dar el próximo paso hacia el crecimiento. Luego, está el miedo que paraliza y que solo sirve para detener cualquier proceso de construcción personal o grupal. La Argentina actual solo conoce esta segunda categoría: la del repliegue y la autoprotección. Y sobre esta tipología de miedo es que el cristinismo consolida sus objetivos tan publicitados. Aquí reside el único justificativo para explicar su continuidad a largo plazo, a raíz de que el gerenciamiento correcto y a consciencia de las emociones del oponente constituye siempre la herramienta más poderosa de que se dispone para vencerlo.
La contrarrespuesta generada por un creciente núcleo de gobernadores e intendentes podría -en tiempo y oportunidad- constituírse en la cabecera de playa que sirva para horadar una construcción oficialista alimentada por el temor. Este procedimiento, luego de perfeccionarse, podría terminar descubriendo que, del otro lado, no había mucho. Pero la principal motivación para la reacción en cadena no debería dirimirse en la idea de que el cristinismo es la más reverberante encarnación del Mal.
Tal vez, el alimento para aquella respuesta opositora debiera ser bastante más básico y nutritivo, esto es, basarse simplemente en el hecho de que cualquier República que se precie de serlo necesita recuperar el libre juego de su oferta política. Con la garantización del funcionamiento de sus instituciones y la auténtica persecución de la mejora de la calidad de vida de sus ciudadanos por objetivos.
Porque -existe consenso para declamarlo- no existe otro camino que la reformulación y el perfeccionamiento del sistema democrático.
Matías E. Ruiz, Editor
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