Reforma constitucional: "¡Te van a quitar la casa, pelotudo!"
Esto que están tramando no es nuevo. La ultraizquierda lo intentó en 1990 en la provincia de Buenos Aires y lo intentará siempre, porque su objetivo, su gran sueño dorado es terminar con la Constitución histórica que es el límite jurídico a sus locuras revolucionarias. Ahora, el pretexto es la re-reelección presidencial, pero en esta oportunidad, como nunca antes, tienen a su favor un contexto ideológico único y un gobierno sin escrúpulos capaz de hacer cualquier cosa por mantenerse en el poder.
Esto que están tramando no es nuevo.
La ultraizquierda lo intentó en 1990 en la provincia de Buenos Aires y lo intentará siempre, porque su objetivo, su gran sueño dorado es terminar con la Constitución histórica, que es el límite jurídico a sus locuras revolucionarias. Ahora el pretexto es la re-reelección presidencial, pero en esta oportunidad, como nunca antes, tienen a su favor un contexto ideológico único y un gobierno sin escrúpulos capaz de hacer cualquier cosa por mantenerse en el poder.
En 1990, Antonio Cafiero era gobernador de la provincia de Buenos Aires y no tenía reelección. Entonces, convocó a un plebiscito para que la ciudadanía decidiera por SI o por NO sobre un proyecto de reforma constitucional que contenía, además de la reelección, nada menos que noventa y ocho enmiendas.
Ahí estaba la trampa.
El proyecto contenía reformas que ponían los pelos de punta. Por ejemplo: un artículo determinaba que la provincia de Buenos Aires era un “Estado autónomo” y otro ordenaba que “Todo habitante está obligado a organizarse en defensa del orden institucional de la provincia”. Pero, curiosamente, en el proyecto se conservaban verdaderas antiguallas, como la que decía que el gobernador es el comandante en jefe de las fuerzas armadas provinciales, quedando facultado para movilizar milicias y nombrar oficiales hasta el grado de teniente coronel. Si uno mezclaba lo nuevo con lo obsoleto que inexplicablemente se conservaba, obtenía un explosivo cocktail con sabor a separación, nacionalismo regional, milicias populares y hasta el sueño en alguna cabecita loca de una guerra de secesión contra la República Argentina.
Pero lo más grave era que muchas enmiendas se habían tomado de la Constitución cubana de 1976. Una establecía que el trabajo es un derecho, pero al mismo tiempo un deber social. Se sabe que en Cuba (por lo menos en ese tiempo, ignoro la situación actual) quien no aceptaba el trabajo que le asignaba el Estado (por ejemplo, un arquitecto disidente que era enviado a destapar las cloacas), se lo calificaba de “vago social” y se lo mandaba a la cárcel para su reeducación. Y aunque cueste creerlo, a esta indignidad el “peronista” Antonio Cafiero la llamaba “el moderno constitucionalismo social de los países más avanzados del mundo”.
El nuevo proyecto
Establecía que “la propiedad privada es inviolable dentro del marco de su función social”, lo cual implicaba claramente que fuera de ese marco, la propiedad era pasible de confiscación.
Recuerdo que en ese tiempo yo escribía mucho y hablaba con todo el mundo con la intención de inducir el voto negativo, pero observaba que la gente común se aburría y comenzaba a bostezar. No entendían el asunto, y en el fondo les importaba un rábano. Hasta que un día, conversando con un amigo adormilado que, ante mis advertencias abstractas, hacía esfuerzos por cambiar de tema, le grité: “¡Te van a quitar la casa, pelotudo!”. Dio un respingo, se le pasó la modorra, abrió grande los ojos y hasta se puso pálido. “¡Eh, che…! ¿Es para tanto?”, preguntó, repentinamente preocupado.
Yo había logrado que se interesara por la gravedad del intento de reforma constitucional. Le expliqué que eso ya se vivió en los países comunistas: una vivienda desocupada o de veraneo era confiscada y entregada a una familia sin techo; un terreno baldío ofendía la justa causa de la igualdad social y era entregado a quien lo necesitara; una casa grande, con muchas habitaciones, debía ser compartida con otras familias sin hogar, donde la comuna designaba un comisario político que decidía cómo se distribuían las comodidades y los horarios para el uso de la cocina, los baños, etc. Basta leer la novela Doctor Zhivago de Boris Pasternak (o ver la película, con Omar Sharif y Geraldine Chaplin) para estremecerse con la descripción de esas prácticas iniciales de la revolución soviética.
Lo dejé groggy, realmente asustado, y desde ese momento fue un obsesivo divulgador del NO. Repetía a todo el mundo: “Estos tipos nos van a quitar la casa”. Me di cuenta entonces que las personas, sobre todo las mujeres que se engancharon increíblemente, si poseen el título de propiedad de aunque sea una miserable choza, cuando advierten el menor peligro de perderla salen en defensa de su propiedad con uñas y dientes.
La gente, en términos generales, no asimila conceptos abstractos, no se interesa por la política ni entiende los galimatías legales y filosóficos; tienen la cabeza en otras preocupaciones menores. Pero si les tocan el bolsillo o les amenazan el terrenito o la casita que pudieron escriturar con esfuerzo, ahí sí muestran los dientes como perro al que le quieren quitar el hueso.
La estratagema de alertar a los pequeños propietarios se difundió espontánea y exitosamente por toda la provincia. El 5 de agosto de 1990, la gente le dijo NO a la reforma de Cafiero. Fue un rechazo abrumador. Muchas cosas sumaron para lograr esa decisión popular histórica, pero lo que se había metido en la cabeza de la gente era una fijación extremadamente sencilla: “NOS QUIEREN QUITAR LA CASA”.
Pues bien, los ideólogos que redactaron las frustradas enmiendas de Cafiero son los mismos que ahora nos quieren cambiar la Constitución Nacional. Sus propósitos ideológicos revolucionarios son muy claros: van por la Declaración de Derechos y Garantías, la parte dogmática de nuestra Constitución histórica, la que le debemos al genio de Juan Bautista Alberdi. Quieren, entre muchas otras cosas, transformar el derecho de propiedad en un derecho relativo, sujeto a una ambigua función social y pasible de expropiación siempre en nombre del pueblo y de la justa distribución de la riqueza (ajena).
Ya lograron, sin necesidad de reformar nada, intervenir y confiscar empresas privadas, cerrar el mercado de cambio, limitar gravemente la libertad de prensa y de expresión de los ciudadanos y prohibirnos en la práctica comprar y vender inmuebles en dólares. Y ni siquiera podríamos irnos del país, porque hoy nadie es dueño de llevarse su patrimonio al exterior.
El peligro
Es, esta vez, mucho más grave que en la provincia de Buenos Aires de 1990, pero hoy -igual que entonces- observo que la gente no se interesa por nada, está distraída con otros asuntos, con el torneo Evita Capitana, con el Bailando de Tinelli, a ver "si puedo cambiar el auto", las próximas vacaciones, etc. Igual que antes, veo que mis interlocutores no pueden mantener la atención cuando les hablo del peligro que amenaza a nuestras libertades ciudadanas.
El mismo aburrimiento, la misma somnolencia, idéntica despreocupación por las cuestiones para ellos abstractas e incomprensibles. Otra vez, entonces, tendremos que meterles en la cabeza el concepto sencillo y demoledor, el único que entienden.
Empecemos desde ahora: evitemos los laberintos filosóficos y las abstracciones soporíferas. Digamos solamente lo que el pequeño propietario puede asimilar y grabar indeleblemente en su cabeza: “¡TE VAN A QUITAR LA CASA, PELOTUDO!”.