En el pináculo del odio
La República no se repondrá -sino hasta dentro de varias décadas- de la impresionante fractura social que le ha sido infligida... y que está sufriendo en este momento.
La República no se repondrá -sino hasta dentro de varias décadas- de la impresionante fractura social que le ha sido infligida... y que está sufriendo en este momento.
Ni siquiera hubo una fractura parecida en la década posterior a la de 1950, en donde se llegó a los "fusilamientos preventivos" en los basurales de José León Suárez y de la Penitenciaría Nacional, sin sumario, sin juicio y sin firmas de nadie. Y, mucho menos en los hechos de la "década infame", que fue la que siguió al golpe contra Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930. Y que se extendería hasta junio de 1943.
El odio no es sólo el enojo, la antipatía o la aversión hacia alguien. Se trata, además de eso, de una escala superior que no deja allí las cosas, sino que le agrega un deseo activo de perjuicio al odiado. Trátase de un sentimiento negativo que desea el mal para el sujeto u objeto que se odia. Se desata, en verdad, un deseo de daño a otro.
Y el odio está vinculado a la enemistad y la repulsión. Las personas que odian, entonces, tratan de destruir aquello que odian. En el caso del odio hacia otro ser humano, este sentimiento puede reflejarse a través de insultos, agresiones físicas o daños concretos realizados, cabalmente, para producirle sufrimiento.
El odio no siempre es irracional. Es normal odiar a quien nos hace sufrir o a aquel que amenaza nuestra existencia. Pero es también normal el reflujo del odio, que es odiar a quien nos destina sus sentimientos negativos. La violencia suele ser siempre una de las primeras consecuencias del odio. Cuando un Estado está a punto de declarar una guerra, suele promover el odio hacia el enemigo entre los ciudadanos y los soldados. De esta manera, las acciones violentas aparecen como justificadas y no generan rechazo o sentimientos encontrados en la sociedad.
Así como Erzebet Bathory mantenía a todas sus sometidas en varios calabozos, nuestra reina de luto tiene a su ejército de arrastrados en un escenario parecido al infierno del Dante. Es un lugar donde existen verdaderas cloacas de la sumisión. Hombres, mujeres, periodistas, profesionales, legisladores, jueces... todos flotan en esa cloaca, o bien se hallan en ese lugar sumergidos del mismo modo que Tántalo. Pero sin un solo árbol de frutos para desear. Algunos ya están literalmente muertos, aún cuando respiran. Ni siquiera parecen haberse enterado de la dimensión de su óbito. Grupos de cadáveres políticos de toda laya flotan, sin remedio, allí. Despanzurrados entre las heces y los sargazos. La descripción que llevo a cabo no se encuentra lejos de aquella visión de Virgilio en el infierno narrado por Dante Alighieri en 'La Divina Comedia'.
Una hilera de siervos de la gleba observan desde la costa, portando enormes lanzas y redes, bien sea para alejar de las orillas a quienes quieran huir, o bien para capturar a quien la reina necesite para cualquier fin como que, de vez en cuando, renueva la vigencia de alguno de esos servilismos convertidos en beca.
Cada advenedizo de esta fauna -pletórica de reptantes- sabe muy bien que, en el epicentro del poder, se encuentra ella. La reina de luto.
El especial favoritismo hacia un lacayo es, precisamente, el pago a su vocación de premiosa esclavitud, frente a los intereses que lo demandan por doquier. Bajo juramento, son capaces de renunciar -otra vez más- a su dignidad, sabiendo que, en cualquier examen de esta mujer, ella prefiere el oblicuo al recto. Prefiere el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre.
Toda su cáfila de corruptos o envilecidos saben bien -para renovar su ticket vencido- que la corruptela moral, para ser serviles de la Corona, antepone ahora, más que nunca, el valimiento al mérito. Por cuanto, sin dudas, son sólo ellos los verdaderos arquetipos primarios del arrastramiento individual. Y, con tal arduo entrenamiento, han de ser absolutamente capaces de adaptar su impresionante insolvencia moral a cualquier mandato nuevo imaginado por ellos... para la misma monarca.
Inversamente, debe saber ella muy bien que la lealtad de los siervos sólo es sostenible con el pago -riguroso y oportuno- de todas las alícuotas de los planes y subsidios del progresismo popular. La famosa Caja de nuestros impuestos... que ya se agota. El progresismo populista vitoreado por los "unos" suele durar hasta que se acaba el dinero arrancado, con tributos, a los “otros”.
Exonerar a un felpudo humano, apretarlo y/o colapsarle los pagos, equivale a exponerse a que se venda -de inmediato- al otro bando. O, peor aún, a que revele los secretos que se le han confiado y también a que se convierta en un enemigo extorsionador. El mensaje de "amor" a las puertas de Itatí pretende tener, pues, una receptiva bienvenida en su gran piara de cambiadores de camisetas, cuyo número resultará una función directa del superávit de la caja. Y cuya fuerza desplegada ha de ser inmedible en su formidable e imprevista volatilidad. Porque trasuntará la más rechiflada hipocresía. Porque chorreará insinceridad, y porque no será creíble ni siquiera para el obediente y laxo oído de los propios siervos. Allí radica ese concepto complejo que ella ha forjado dividiendo a la sociedad... entre los propios y los excluídos: el odio.
Y allí yacen, sobre un colchón barato -totalmente ensangrentado- los despojos de una oposición que se ha empeñado en llevar el ridículo hasta el paroxismo, subiéndose al podio para saludar con su rostro pálido, absolutamente magullado.
Todas nuestras familias, nuestros amigos, nuestra gente querida y conocida dialogan con un abierto temor ("Mejor, no hablemos de política"). O bien caen en un enfrentamiento feroz, por tratar de quitar a alguien de las aguas cloacales del oficialismo. Y, allí, se desata un odio tan terrible que no tiene retorno. Porque el que se halla dentro de ese infierno habla en un lenguaje tan absurdo y con argumentos tan ridículos que parece transitar por el mundo con una fantasía anómalamente atrofiada. Y en eso consiste todo su infame destino.
Es incapaz de representarse su propio futuro. Mira al porvenir -aún al más inmediato- y no ve nada. Por eso, carece de vocación. La vocación -el argumento de nuestra existencia- es, en verdad, una trama tejida por su imaginación o su conveniencia. Pero esa misma incapacidad para representarse el porvenir le impide que se desarrollen los frenos a su compulsividad, la cual, abandonada a sí misma... crece. La luz de la virtud lo deja ciego. Y explota en odio hacia lo distinto. Es fotofóbico a la virtud. Al mérito. A la nobleza. Y a la dignidad humana. No reflexiona, por cuanto reflexionar no es sino imaginar con detalle el futuro... vivir de antemano.
La inescrupulosidad del oficialismo y su enorme odio radial proceden, en buena medida, de sus propias trampas. De sus propios cepos que ya no sabe desarmar y sólo atina a profundizar.
En el pináculo del odio, reina ella... en soledad. Ella, que viaja montada en el odio... hacia la nada. Y, en ese viaje hacia la nada -en ese odio- nos lleva tragados a todos.