La ingenuidad acerca de un Estado con poder ilimitado
Al movimiento a favor de un gobierno más limitado le debe estar yendo bien, considerando todos los ataques que ha generado recientemente. Los periodistas, tanto en Atenas como en Albany, Nueva York, denuncian la “austeridad” y los “recortes” del gasto público.
Al movimiento a favor de un gobierno más limitado le debe estar yendo bien, considerando todos los ataques que ha generado recientemente. Los periodistas, tanto en Atenas como en Albany, Nueva York, denuncian la “austeridad” y los “recortes” del gasto público. El presidente Barack Obama parece pensar que él está compitiendo con personas que quisieran que (como él lo dijo) “todos tuviesen su propio servicio de bomberos”. Y ahora dos libros nuevos, de un conocido columnista de Washington y un conjunto de profesores de universidades élite, están valientemente defendiendo un Estado activo en esta era de “fundamentalismo de libre mercado” y de una “forma radical de individualismo que…denigra el papel del Estado”.
Todo esto mientras que el Estado ha venido marchando alegremente. El gasto federal se ha duplicado durante la última década y la deuda nacional se ha triplicado. La Corte Suprema acaba de aprobar una gigantesca expansión del control federal sobre la salud. Washington está trabajando sobretiempo para inscribir más beneficiarios de cupones de alimentos y de hecho se ha convertido en dueño de las que una vez fueron empresas que nos enorgullecían como General Motors y AIG.
Usted pensaría que el Estado grande no necesitaría mucha defensa. Es una señal alentadora que sus partidarios piensen lo contrario.
E.J. Dionne Jr. es un pilar del establishment en Washington —otrora reportero para el New York Times, es columnista desde hace mucho en el Washington Post, académico titular de la Brookings Institution y profesor del Instituto de Políticas Públicas de Georgetown University. Él sabe mucho acerca de la historia y la política de EE.UU. Ha estado siguiéndole la pista al libertarismo desde hace mucho. En su libro de 1991 ¿Por qué los estadounidenses odian la política? (Why Americans Hate Politics), Dionne escribió, “La resurgencia del libertarismo fue uno de los sucesos menos reconocidos pero más importantes de los últimos años. Durante la década de los setenta y de los ochenta, las actitudes anti-guerra, anti-autoritarismo, anti-Estado, y anti-impuestos se juntaron para revivir una tendencia política que había estado estancada desde hace mucho”. En Nuestro corazón político dividido: La batalla por la idea estadounidense en una era de descontento (Our Divided Political Heart: The Batle for the American Idea in an Age of Discontent), Dionne menciona a los libertarios solamente de manera intermitente, pero el individualismo que él dice que se ha vuelto el credo de un creciente segmento de los estadounidenses tiene características esencialmente libertarias. La idea libertaria ha crecido más allá de un movimiento definido con bastante precisión.
Los conservadores frecuentemente se quejan de que los libros de texto de historia de EE.UU. antes celebraban la grandeza y el progreso de EE.UU., pero ahora le enseñan a los niños solamente los pecados del Tío Sam. Bueno, ellos deberían amar estos dos libros, ambos relatan historias en gran medida triunfalistas de cómo el gobierno federal ha pasado de una intervención exitosa a otra. Dionne se enfoca en la “tensión incontenible y continua” en la historia estadounidense “entre dos valores centrales: nuestro amor por el individualismo y nuestra reverencia a la comunidad”. Él se entusiasma acerca de la expansión de la envergadura del gobierno federal y del poder que diseñaron Alexander Hamilton, Henry Clay, Abraham Lincoln, Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt, Lyndon B. Johnson, Barack Obama, y los dos Bush, padre e hijo.
Steven Conn y los académicos que él reúne en Para promover el bienestar general: El argumento a favor de un Estado grande (To Promote the General Welfare: The Case for Big Government) rellenan los detalles, contando la historia de un “EE.UU. dickensiano” que languidece en el “semi-barbarismo” hasta que el gobierno federal asumió la responsabilidad de sacarnos de los pantanos y llevarnos a la vida civilizada. En transportación, educación, banca, seguridad del ingreso, atención médica y comunicaciones, el Estado en todos sus niveles ha estado presente en cada paso del camino. No debería sorprender, considerando el subtítulo, que el Estado aquí nunca se equivoca. Si ha venido aquí para leer acerca de la prohibición del alcohol, de las leyes Jim Crow, o de la guerra en Vietnam, usted ha venido al lugar equivocado.
¿Qué tan sólido es este argumento a favor de un Estado grande? En base a una mirada superficial, relativamente contundente. EE.UU. no tenía forma y estaba vacío, parecen decir los libros, y el gobierno federal dijo, “Que se haga la luz —y los ferrocarriles, y las escuelas, y la banca estable, y la vivienda decente, y la oficina de correos, y el Internet”, etc. La acumulación incesante de gloriosas “cosas que el Estado hizo” debilita la resistencia.
Pero hay problemas con este relato. Para empezar está la confusión de la sociedad con el Estado, confusión recientemente evidente en Obama y su anterior asesora económica Elizabeth Warren. Los partidarios de un Estado grande piensan que están ganando un punto diciéndonos que ningún hombre es una isla, que existimos en una sociedad que no creamos. Dionne cita al sociólogo Robert Bellah: “Es solamente en relación a la sociedad que el individuo se puede satisfacer así mismo”.
Es cierto que todos nacimos en un mundo que no creamos y que todos nos beneficiamos del complejo y productivo ecosistema humano que ha sido posibilitado por la interacción social. Pero gran parte de estos éxitos, como gran parte de la sociedad, está organizada de manera espontánea: Usted establece unas pocas reglas acerca de la propiedad, los contratos, y el intercambio en los mercados, y luego la gente puede crear, construir, y comerciar sin ninguna dirección central. El resultado es la fabulosa riqueza de nuestro mundo moderno. No solamente riqueza para los Mitt Romneys y Mark Suckerbergs, pero una calidad de vida para el estadounidense o europeo promedio que excede cualquier precedente en la historia.
Nosotros creamos el Estado, idealmente, para que desempeñe ciertas funciones, que principalmente tienen que ver con la protección de nuestra vida, nuestra libertad y nuestra propiedad. Pero no somos el Estado. Los autores no están de acuerdo, viendo un conflicto entre el individualismo y la comunidad, y partiendo de la equivocada presunción de que cualquier cosa que sea demasiado grande para que un individuo la logre requiere de dirección estatal.
Conn y sus colegas se esfuerzan para explicar cómo el Estado nos dio todo desde la Oficina Postal hasta la transportación intercontinental. Es difícil, por supuesto, imaginarse una historia alternativa. ¿Qué hubiera pasado si el gobierno no hubiese creado el servicio postal o donado tierras para los ferrocarriles? ¿Nos hubiésemos quedado sentados en nuestras casas, sin capacidad de viajar o siquiera de comunicarnos con otros? No lo creo; la evidencia tanto de la historia como de la teoría económica es que en un mercado los empresarios encuentran maneras de proveer servicios valiosos. ¿Hubiésemos tenido precisamente los mismos sistemas de transportación y comunicación? No, pero no probamos el camino alternativo.
Pero hay una alternativa que de hecho podemos ver: En muchos países la radio y la televisión empezaron como monopolios de Estado. Los profesores británicos o escandinavos entonces proclamarían que se necesitó que el Estado trajera las transmisiones de radio y televisión a la gente. Pero resulta que EE.UU. tomó un camino distinto: los empresarios lanzaron estaciones y desarrollaron nuevas plataformas de publicidad y así surgió una industria robusta de radio y televisión.
Gran parte del argumento a favor de un Estado grande se basa en ignorar la lección de Frédéric Bastiat de lo que se ve y lo que no se ve. Vemos lo que existe. Vemos que el gobierno construyó carreteras, subsidió los documentales de Ken Burns, rescató a Chrysler (dos veces) y administra las escuelas. No vemos cómo todo el dinero gastado en dichos esfuerzos hubiera podido ser utilizado si hubiese permanecido en las manos de quienes lo produjeron. ¿Hubiese sido utilizado de manera más eficiente y efectiva el dinero en el sector competitivo de la economía, para satisfacer más necesidades humanas y producir más crecimiento económico con los recursos disponibles? La teoría económica sugiere que si y el análisis empírico consistentemente demuestra que los países que dependen más completamente de los derechos de propiedad y de los intercambios de mercado superan con creces el desempeño de las economías dirigidas por el Estado.
Detrás de muchos de estos argumentos está lo que podríamos llamar la falacia del dinero mágico. La gente parece creer que el dinero del gobierno federal sale de la nada. De hecho, los recursos deben venir de algún lugar. Pueden venir de impuestos cobrados al sector privado productivo. Pueden ser prestados al sector productivo para ser utilizados en el sector coaccionado/no-competitivo y ser pagados después con dinero recaudado vía impuestos. O la Reserva Federal simplemente puede crear dinero de la nada —escriba “$1 billón” en un pedazo de papel, produciendo así inflación.
No solamente es que el dinero no es gratis, sino que frecuentemente es desviado a propósitos seleccionados con criterio político. Esa es la realidad que estos libros pasan por alto entre frases opacas acerca de la “comunidad” y “la intervención económica del Estado en nombre del bien común o nacional”. Como es conocido que ha escrito el economista Thomas Sowell, “La primera lección de la economía es la escasez: Nunca hay suficiente de cualquier cosa para satisfacer a todos aquellos que lo desean. La primera lección de política es desconocer la primera lección de economía”.
Algunos de los logros del Estado citados en estos libros recuerdan el mensaje del fundador de la Fundación para Educación Económica, Lawrence Reed: “¿Alguna vez se ha percatado de que los estatistas están constantemente ‘reformando’ su propio trabajo? La reforma educativa. La reforma de la salud. La reforma de las prestaciones sociales. La reforma tributaria. El mismo hecho de que siempre están ocupados ‘reformando’ es una admisión implícita que no le atinaron en los primeros 50 intentos”.
Así que el gobierno es alabado por acabar con la esclavitud y con las leyes Jim Crow, pero la duradera ejecución de esas leyes represivas es pasada por alto. En el último capítulo de Para promover el bienestar general, Paul Light de la Universidad de Nueva York identifica los más grandes logros del gobierno federal entre 1945 y 2000. Varios de hecho involucran remover la carga o reducir el poder del Estado —devolverle responsabilidad a los gobiernos a nivel de los estados, liberalizar el comercio, limitar las armas nucleares, reformar las operaciones del Estado, hacer que el Estado sea más transparente, desregular sectores de la economía, reformar las prestaciones sociales, reducir los impuestos, incluso restringiendo el gasto. Es difícilmente un triunfo del Estado grande que el Estado corrija sus antiguos errores.
Hay una visión ingenua del poder estatal en la defensa izquierdista de la centralización. Un Estado con el poder de establecer, supervisar, subsidiar, o regular la educación, el transporte, las comunicaciones, el dinero, la salud, y la vivienda tiene suficiente poder para hacer mucho daño. No hay consideración en estos libros acerca de la manera vergonzosa en que el gobierno federal trató a los indios. Tampoco nos enteramos en ellos acerca del encarcelamiento de japoneses-estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Tampoco se habla allí acerca del rol que tuvieron la Reserva Federal y las agencias reguladoras del Estado en la creación y profundización de la Gran Depresión y la Gran Recesión. Mientras que ambos libros alaban a los progresistas que condujeron a muchos de los avances del Estado, ninguno de ellos reconoce las actitudes desagradables de los progresistas acerca de la raza y la eugenesia, tampoco acerca de sus desastres gemelos: la prohibición del alcohol y de las drogas. Cualquier relato honesto de si el Estado grande promueve el bienestar general debe en algún momento abordar la cuestión de los errores asesinos del Estado grande.
Por ejemplo, la guerra. La Primera Guerra Mundial puede que haya sido el desastre más grande en la historia. No solamente cobró 16 millones de vidas, pero como Jim Powell lo describió en el título de un libro suyo, “el gran error de Woodrow Wilson condujo a Hitler, Stalin y la Segunda Guerra Mundial” (Wilson's War: How Woodrow Wilson’s Great Blunder Led to Hitler, Stalin, and World War II). Aún así no encontrará una discusión de la Primera Guerra Mundial en Para promover el bienestar general. Dionne si la menciona, en gran medida para lamentar que “desencadenó un gran cinismo acerca de la vida pública y las grandes aspiraciones”. Como debió ser. La Segunda Guerra Mundial, que se derivó del gran error del progresista Wilson y costó 60 millones de vidas, pasa desapercibida de igual forma.
La verdadero conflicto en la teoría política, contrario a lo que dicen estos autores, no es entre el individualismo y la comunidad. Es entre la asociación voluntaria y la asociación coaccionada. El argumento a favor del Estado grande debería ser evaluado observando los costos así como también los beneficios, los riesgos así como también los logros, lo no se ve junto con lo que se ve, y los repetidos horrores que se han derivado de dejar ilimitado al poder estatal. Con razón que los estatistas se están poniendo nerviosos.
* El autor es Vicepresidente Ejecutivo del Cato Institute.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Reason (EE.UU.), edición de noviembre de 2012.