Bengasi: un interminable trago amargo para Barack Obama
La remoción de Al Qaeda de los memos sobre Bengasi (Libia) y su correlación con la tambaleante proyección de la Administración Obama de cara a los próximos cuatro años.
El presidente estadounidense Barack Hussein Obama tuvo poco tiempo para el brindis reeleccionista. Conforme ya se había explicitado desde la presente columna, el carácter pírrico de la victoria del jefe de estado -rubricada el próximo-pasado martes 6 de noviembre- comienza a cobrar forma, debido a la rápida reaparición de sonoros desbarajustes surgidos de la Casa Blanca en materia de seguridad, con el Caso Bengasi como eje central.
En tal sentido, se desprendió de la rendición de cuentas esbozada por el general David Petraeus (autoseparado de la conducción de la CIA a raíz de un affaire del corazón) ante la Comisión de Inteligencia del Senado, que Langley hizo los deberes conforme su mandato: los memos de seguridad relativos al consulado estadounidense en Libia abarcaron una serie de recomendaciones para poner en debido foco a la actividad de células de Al Qaeda en la zona. No obstante -y aquí reposa lo interesante-, el contenido del escrito terminó siendo modificado por manos anónimas, trocándose la mención al grupo fundamentalista por la etiqueta de simples 'extremistas'. Diferencia que, a los efectos prácticos, compromete severamente al edificio blanco de Avenida Pennsylvania 1600, pues el desmadre surgido de la omisión tuvo un rol fundamental en el lamentable deceso del funcionario del servicio exterior Chris Stevens y de otras tres personas. En una suerte de complementarización del equívoco, la embajadora norteamericana ante Naciones Unidas, Susan Rice, había suscripto hasta el cansancio la prerrogativa obamista de que los ataques en perjuicio de la sede en Libia se habían visto motivados por 'demostraciones espontáneas', motorizadas por un video difamatorio del islamismo y sus preceptos.
Por desgracia para el presidente, la exposición de Petraeus a puertas cerradas en Capitol Hill durante la pasada semana tuvo un efecto devastador sobre la reputación de gobierno federal en el concierto de las relaciones internacionales. No solo los hechos han demostrado taxativamente una concatenación de peligrosas contradicciones en el seno del Departamento de Estado y la propia Administración, sino que ellas derivaron en una sinergia negativa que remató con la muerte de cuatro conciudadanos. Washington exhibió una incapacidad supina para proteger a su propio personal destacado en el exterior, al tiempo que su imagen global ya acusa daños: ¿cómo podría Estados Unidos intervenir activamente en conflictos alejados de su territorio continental, si no puede brindar cobijo a su propia diplomacia? Este es el dilema al que ahora se enfrentan muchos analistas en el Distrito de Columbia y sus extramuros: la problemática excedió al control de daños. Ahora, es menester ahondar en la búsqueda de los responsables y de poner en marcha un mecanismo que conduzca a un sincero mea culpa. La declamatoria proselitista de los sueños y la esperanza deberán ceder espacio al realpolitik. El primer paso parece haber sido dado, por cuanto el Director Nacional de Inteligencia James Clapper (a pesar de haber brindado un compendio de declaraciones dubitativas) ya declaró desconocer quién manipuló el memo, pero que tal acción fue llevada a cabo fuera de la comunidad de inteligencia y que trabajará tiempo completo para descubrir a los responsables.
Para colmo (y en momentos en que todas las preguntas se concentran en la identidad de aquellos que modificaron el memo de la discordia), los desperfectos de Bengasi han colaborado para ensombrecer el cierre de la gestión de Hillary Rodham Clinton en el Departamento de Estado. La ironía no será menor si se tiene en cuenta que Barack Obama evaluaba su reemplazo por Susan Rice. Y, desde luego, los columnistas especializados de los mass media locales podrían acertar si acaso concluyen que el estadounidense promedio está pagando hoy un precio muy elevado por su consabido desinterés en las problemáticas de orden internacional.
Finalmente, la sinergia negativa a la que hacíamos mención previamente contabiliza otros elementos de interés. Los ecos de la desaparición física del embajador Stevens y las carencias a la hora de proveer de seguridad a la sede en Libia se añaden a la iniciativa gubernamental promocionada como 'secuestro de la Defensa' (en inglés, Defense Sequestration, y que remite al recorte de más de US$500 mil millones para el rubro, durante la próxima década) y a la preocupación blanqueada por las fuerzas militares estadounidenses destacadas en Irak y Afganistán en el sentido de que el creciente papeleo y la burocracia interpuestos por la Administración para lidiar en el terreno contra el elemento rebelde están siendo aprovechados por este último para fortalecer su posición. Al menos, así lo destaca el Navy Seal Mark Owen en No Easy Day; recapitulación contextualizada bajo nombre de fantasía por razones obvias de seguridad y que detalla una serie de operativos ejecutados por aquélla fuerza de élite, como el que sirvió -por ejemplo- para neutralizar al ícono y líder terrorista Usama Bin Laden (UBL).
Así las cosas, el presidente Barack Obama tampoco tendrá días fáciles. El 'detrás de escena' de los desperfectos de Libia probablemente jamás se conozca en profundidad pero, para un ahora reverberante espectro de estadounidenses preocupados, subsiste la pregunta: ¿cómo se sobrepondrá la Administración a los desperfectos hoy bajo análisis, durante los cuatro años del recientemente obtenido segundo período?