El terror blanco y la tilinguería extrema
Los pobres rusos han tenido —y tienen— una historia bastante triste, por cierto. Primero, la prepotencia de los zares y zarinas, cuya policía secreta aterrorizaba a disidentes y oprimía a todos los que no fueran de la nobleza con castigos inhumanos. Luego, el terror rojo, con sus Gulag y matanzas seriales de cien millones de muertos de 1917 a 1989. Ahora, las mafias que corrompen todo lo que está a su alcance, promocionando una democracia inexistente.
* El autor es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
Los pobres rusos han tenido —y tienen— una historia bastante triste, por cierto. Primero, la prepotencia de los zares y zarinas, cuya policía secreta aterrorizaba a disidentes y oprimía a todos los que no fueran de la nobleza con castigos inhumanos. Luego, el terror rojo, con sus Gulag y matanzas seriales de cien millones de muertos de 1917 a 1989. Ahora, las mafias que corrompen todo lo que está a su alcance, promocionando una democracia inexistente.
Muchos fueron los distraídos que aplaudieron a Gorbachov sin tomarse la molestia de leer sus trabajos en los que proclamaba a los cuatro vientos la imposición del “verdadero socialismo”, y manteniendo la abolición de la propiedad de los medios de producción conforme su perestroika.
Gari Kasparov —el celebrado ajedrecista, abandonó tempranamente el comunismo al recapacitar sobre lo nefasto del sistema— consignó que el actual jerarca Vladimir Putin celebra permanentemente la historia de la truculenta KGB, glorifica al totalitario Lenin y al asesino Felix Dzerhinsky, todo lo cual explica que, lamentablemente, está presente en textos de la Universidad de Moscú junto a loas a las invasiones de Hungría y de la entonces Checoslovaquia. Esto tiene lugar en el contexto de simulacros de elecciones y en medio de usurpaciones que favorecen a la antigua nomenklatura, disfrazada de empresarios y con el apoyo de instituciones nefastas como el Fondo Monetario Internacional, tal como es descripto en los escritos de Yuri Y. Agaev y de Vladimir Bukovsky.
Pero, en esta nota periodística, quiero destacar el peculiar correlato de dos secuencias históricas más o menos contemporáneas. La primera surgió a raíz de un libro que me recomendó Eduardo Stordeur intitulado Los exiliados Románticos, de Edward H. Carr (traducción por Alfaguara, Barcelona, 1969/2010). No me voy a detener en los detalles de la trama de esa obra, ni en el estupendo manejo de los tiempos del autor en cuanto a sus recorridos para adelante, hacia atrás y su detención en círculos y de su magnífico juego con los narradores en segunda y tercera persona. Es preciso ir al eje del asunto. Se trata de familias rusas exiliadas en la época de Nicolás I, principal aunque no exclusivamente en París, donde se encuentran con anarquistas de izquierda, con cuya filosofía alimentan su fastidio visceral al régimen imperante en su país natal y, a su vez, nutren con jugosos estipendios a los revolucionarios para que pudieran proseguir con sus tareas de difusión. Esta inclinación fue de a ratos matizada con esperanzas de algún vestigio constitucional durante el reinado de Alejandro II; ilusiones que, naturalmente, no fueron compartidas por los seguidores de pensadores socialistas como Bakunin.
No está en modo alguno justificada aquella tendencia, pero sí es comprensible el socialismo activo de la época, puesto que consideraban que la institución de la propiedad privada era una consecuencia necesaria del privilegio y la prebenda otorgada por la banda gobernante a los amigos del poder. Este era el caso precisamente de autores como Tolstoi, en sus escritos menos conocidos como Confessions y en The Kindom of God is Within You (y también se nota en el segundo apéndice de La guerra y la paz). En esos trabajos, decimos, resulta patente el rechazo de Tolstoi a cualquier manifestación del uso de la fuerza agresiva y, consiguientemente, a toda manifestación de poder. Sin embargo, se declara comunista por las razones antes apuntadas, a lo que cabe agregar su desconocimiento de economía (lo cual no era el caso de todos los escritores rusos de la época, por ejemplo, Dostoyesvki, especialmente en la célebre parrafeada de la distribución de la capa en Crimen y Castigo).
Salvo excepciones como la señalada y, con anterioridad, en el siglo XVIII, dos excelentes becados a la cátedra de Adam Smith en Glasgow (Ivan Trethyakov y Semyon Desnitsky) quienes, a su vuelta, fueron expulsados de la Universidad de Moscú, no se entendían las enormes ventajas de la institución de la propiedad privada en cuanto a la asignación eficiente de los siempre escasos recursos según el uso de cada cual para atender las demandas del prójimo (y la única manera de contar con precios al efecto de llevar la contabilidad de lo que ocurre).
En un artículo de esta naturaleza, no puede uno explayarse más allá de lo prudente, por lo que paso a la segunda manifestación anunciada. Se trata de otros exiliados, esta vez circunstanciales y voluntarios sin ninguna violencia parida en su lugar de origen. Me refiero a no pocos argentinos asiduos visitantes de París para “tirar manteca al techo”, tal como bautizó el hecho uno sus más entusiastas y tristemente célebres ejecutores.
Estos tilingos remataron fortunas y, sobre todo, liquidaron la sensatez, abandonando las tradiciones de sus ancestros que habían sido pioneros en emprendimientos de diversas envergaduras y muchos estudiosos de los valores y principios de la sociedad abierta, en línea con el pensamiento alberdiano que hizo de la Argentina uno de los países más prósperos del planeta desde el punto de vista moral y material. Los inmigrantes iban a la Argentina a “hacerse la América” debido a que los salarios en términos reales de los peones rurales y los obreros de la incipiente industria eran superiores a los de Suiza, Alemania, Francia, Italia y España. Todo esto, antes de arribar el abandono de la igualdad ante la ley para descargar la pretendida y desastrosa igualdad populista. Tal como ha escrito Victoria Ocampo, “Para concebir igualdad es preciso estar dispuesto a la injusticia. Para hacer justicia es preciso concebir la desigualdad”.
Aquellos tilingos de la Argentina opulenta consideraron que, por el solo hecho de ostentar apellidos tradicionales, todo estaba garantizado. Como ha escrito Tocqueville, en el momento en que se estima que la situación próspera está garantizada, comienza la declinación, ya que los lugares serán ocupados por otras ideas, que fue lo que fatalmente ocurrió con los resultados lamentables que están a la vista. Tiraron manteca al techo hasta que se acabaron la manteca y el techo. Ni siquiera buscaron otros refugios intelectuales independientemente de su filiación. No tenían posibilidad alguna de refugio de este tipo, puesto que eran personas completamente vacías.
Hoy en día, siguen algunos distraídos que, en lugar de elegir París, se movilizan hacia Punta del Este, aunque el cuadro de situación es básicamente el mismo. La diferencia es que hay menos manteca. No consideran hacer un alto en el camino y contribuir a que respeten a sus congéneres y a ellos mismos; solo piensan en arbitrajes y, a veces, se quejan, pero siempre intercalando nimiedades mientras se internan en la gimnasia ritual de algún frívolo cocktail.
Lo que se describe en el libro de marras respecto a las oleadas de inmigrantes rusos a París y otras partes de Europa y América, aún extraviados intelectualmente, por lo menos tenían la preocupación y la ocupación de invertir tiempo y recursos más allá del baile y el tartamudeo de una incesante y vacua vida social.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (Argentina) el 27 de diciembre de 2012.