Demoliciones: Juan Pablo II, el comunismo, Francisco I y el eje bolivariano
"Coincidencia es el término que empleamos cuando no podemos ver las palancas y las poleas" (Emma Bull, escritora estadounidense)
Conmoción. Este concepto resume -a falta de eufemismos algo más ilustrativos- el estado de ánimo detectado en el seno del subsistema cristinista, apenas conocida la noticia de la designación de Jorge Mario Bergoglio como nueva cabeza de la Iglesia Católica en el planeta.
Las mentes más limitadas a la hora de prestar buen ojo al análisis de eventos internacionales de importancia -la Presidente Cristina Fernández Wilhelm entre ellas- se confabularon para despotricar contra una supuesta conspiración montada por manos anónimas con el objeto de promocionar a un cardenal por momentos calificado como acérrimo enemigo del kirchnerismo y sus postulados. Otros referentes del oficialismo -bastante más cautos- se ocuparon de atenuar su preocupación ante el público, por cuanto el problema surgido del nombramiento de Francisco remite ya a inapelables comparaciones entre el actual contexto regional y al rol observado por el en su momento Papa Juan Pablo II en el combate del comunismo ateo encarnado por la ex Unión Soviética y sus satélites.
Quizás pueda presumirse exagerado plantear paralelismos entre la bien aceitada ingeniería global pergeñada oportunamente por la ex URSS y el presente ideario bolivariano de órbita latinoamericana del que la Argentina forma parte junto a Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Pero, de tanto en tanto, las comparaciones -aunque odiosas, conforme reza el dicho popular- se presentan inevitables.
Así las cosas, ahora muchos podrán reflotar la aparente doble intencionalidad que exhibiera el cónclave vaticano de 1978 que entronizara a Karol Wojtyla, a la sazón, Juan Pablo II. La Polonia de la ex Cortina de Hierro no representaba per se una buffer zone -por cuanto limitaba al este con la también comunista Alemania Oriental-. En tal sentido, no pocos fueron los argumentos que invitaron entonces a preguntarse por los motivos reales que condujeron a la elección de un papa polaco: el mundo libre estaba sembrando la semilla de la demolición del bloque soviético en su mismísimo núcleo. Wojtyla contaba con, apenas, diecinueve años de edad cuando la Alemania Nazi invadió Polonia en 1939; el régimen nacionalsocialista de Berlín lo forzó, junto a muchos otros, a tomar parte en el poco confortable mundillo de los trabajos forzados, primero destinado en una cantera y finalmente como operario en una planta química. Pero Wojtyla fue conocido por su férrea resistencia a la propaganda nazi. Formó parte de UNIA, el brazo armado de un movimiento de resistencia que tenía por objetivo rescatar a judíos cuyo destino era convertirse en futuras víctimas del Holocausto. Más tarde, participó de seminarios clandestinos que propugnaban sobre la dignidad humana y la libertad; espacio underground en donde tomaría contacto con su nuevo mentor, Adam Sapieha, Arzobispo de Cracovia. Para 1963, Karol Wojtyla heredaría esa arquidiócesis, y desde su seno comenzó a horadar la llegada del ideario comunista entre los polacos, siempre bajo la promoción de las bondades del humanismo cristiano, en contraposición a la captura de mentes y corazones puesta en práctica por el aparato comunista. El seguimiento de las actividades del futuro papa era monitoreado de cerca por la UB, la policía secreta polaca; pero las virtudes de Wojtyla fueron, en mucho, subestimadas: un reporte secreto datado en 1967 y hecho público recién a fines de los años ochenta, rezaba: "Puede decirse que Wojtyla es uno de los pocos intelectuales en el Episcopado Polaco. Es un hábil conciliador de la religiosidad popular y el catolicismo intelectual (...) Hasta ahora, no se ha visto involucrado en actividades abiertas contra el Estado. Parece ser que la política es su punto débil; está sobre-intelectualizado (...) y carece de habilidades organizativas y de liderazgo".
Muy poco tiempo después de ser nombrado como cabeza de la Iglesia Católica, Wojtyla -ya empleando el nombre papal Juan Pablo II-, visitó Polonia en 1979. A consecuencia de ese periplo, el entonces electricista desempleado Lech Walesa se vio dotado de la inspiración necesaria, dando forma y constitución al conocido movimiento sindical de alcance nacional, Solidarność (Solidaridad). La popularidad del sindicato preocupó de tal forma a Moscú, que desde la cumbre se planeó una intervención militar del Pacto de Varsovia para detener a su plana principal. Pero Juan Pablo II intervino: al tiempo que respaldaba a Walesa y a su movimiento, advirtió al premier soviético Leonid Brezhnev sobre las consecuencias negativas que acarrearía una iniciativa semejante. El precedente fijado por la advertencia papal surtió efecto; la represión en Polonia había dejado de ser una opción. El estado terminaría viéndose obligado a negociar con el sindicato. En simultáneo, la influencia de Juan Pablo II se extendía cual reguero de pólvora a la totalidad de los países de la órbita comunista. El cardenal Frantisek Tomasek tomó la posta de Wojtyla, y la empleó para combatir furiosamente al régimen establecido por Moscú en la ex Checoslovaquia (hoy República Checa). El efecto dominó propiciado por Juan Pablo II y el Vaticano fue clave en los primeros pasos que fogonearon el derrumbe de la Cortina de Hierro y, más tarde, el comunismo. Con toda su energía y celo puestos en la carrera armamentista con los Estados Unidos de América, la Unión de Repúblicas Socialistas soviéticas terminó sucumbiendo ante lo que más venía desatendiendo, esto es, las consecuencias compartidas por el vacío espiritual y la destrucción individual que representaban la columna vertebral de su propia propaganda. Desde luego, conjugado este factor con la miseria económica con que ya Moscú venía sometiendo a los millones de ciudadanos del bloque.
A la luz de la recapitulación histórica, no conlleva rasgos excepcionales de originalidad el hecho de que, por estos días, numerosos analistas dediquen tiempo a hallar sanas coincidencias entre Juan Pablo II y Francisco. Ambos se anotan probados antecedentes en la lucha contra la represión de las libertades individuales, la injusticia y la discriminación (el flamante papa argentino también observa contactos bien nutridos con la colectividad judía argentina, hoy estigmatizada por el acuerdo de impunidad de Cristina Fernández Wilhelm de Kirchner con Teherán). En los albores de su pastoral, Juan Pablo II fue catalogado de revolucionario y, ahora, el mismo calificativo le es adjudicado a la figura de Jorge Mario Bergoglio. Con la única salvedad que hace al aggiornamiento y al reajuste de las agendas que sobreviene con el cambio de los tiempos: Bergoglio se ha posicionado en forma ruidosamente contestataria ante el populismo hoy de moda en la América Latina. Herramienta de que -como es de público conocimiento- echa mano, por ejemplo, la dirigencia argentina a la hora de someter a sus votantes de base por la vía del narcotráfico, la delincuencia y la siempre lucrativa perpetuación de la marginalidad con fines puramente electoralistas.
El contexto geopolítico -como ya el lector se habrá percatado- también acusa incómodas coincidencias para muchos hoy a cargo del poder. Como en las postrimerías de la Guerra Fría en el este de Europa, Moscú se vio forzado a asistir a la convivencia entre su quiebre económico-financiero y la popularidad creciente de un papa. En los tiempos actuales, la reciente desaparición física de Hugo Chávez Frías en Venezuela (o Cuba, en su momento se hará saber) está conduciendo a la rápida implosión del sistema contable del eje bolivariano, comprometiendo su proyección regional y haciendo añicos el futuro de sus emblemas ALBA y UNASUR.
El ideario bolivariano de las Américas -para peor- se encuentra bastante lejos de exhibir la perfección de la maquinaria comunista que, en su momento, acompañó la plenitud de su control con un sólido sistema transnacional de espionaje y lavado de dinero, una fulgurante industrialización, una penetración ideológica hilvanada e implementada durante décadas y una habilísima diplomacia. Demasiado prematuramente, el enclave del ALBA asiste al peor instante de su ciclo de vida, en gran parte debido a la centralización excesiva de su propaganda en unas pocas figuras individuales y al fracaso a la hora de obsequiarle a sus rehenes societarios un mejor estilo de vida. Ahora, debe lidiar con su propia supervivencia económica, y con un papado potencialmente peligroso para su agenda, que recobra vigor y que ha envalentonado de la noche a la mañana a sus cientos de millones de seguidores a lo largo de la región. En 1989, el comunismo soviético terminó llevándose la peor parte en lo que el planeta prefiguró como una batalla del Bien contra el Mal. Hoy, el eje neosocialista latinoamericano corre idéntico riesgo. Y deberá confrontar con una institución con miles de años de protagonismo.
En el remate, será imperativo reposar en coincidencias que difícilmente pueden caracterizarse como tales. Consideración en donde cabe contabilizar la reverberante algarabía del Arzobispo de Nueva York, Tim Dolan, apenas conocida la designación de Jorge Bergoglio -a quien el conglomerado de cardenales estadounidenses otorgó su voto-; la colorida congratulación de Barack Hussein Obama al papa argentino, y el curioso momento elegido por el gobierno de la República Popular China para promocionar la asunción de su flamante presidente, Xi Jinping... mientras el globo enfocaba su atención en la televisión vaticana.