Por un sistema financiero con pilares sanos
Desde la ruptura de Bretton Woods, los medios de pago que utiliza Occidente se basan fundamentalmente en deudas: deudas del gobierno (dólares, euros, yenes, libras…) y deudas de los bancos (mal llamados “depósitos a la vista”, aunque también podríamos añadir depósitos a plazo, pasivos de fondos monetarios, etc.).
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Desde la ruptura de Bretton Woods, los medios de pago que utiliza Occidente se basan fundamentalmente en deudas: deudas del gobierno (dólares, euros, yenes, libras…) y deudas de los bancos (mal llamados “depósitos a la vista”, aunque también podríamos añadir depósitos a plazo, pasivos de fondos monetarios, etc.). Cuando todos pagan sus deudas, el sistema parece funcionar a las mil maravillas: todo el mundo está cómodo siendo acreedor de alguna institución solvente que, muy probablemente, incluso llegue a abonarte intereses. Los problemas, en cambio, se desatan cuando esos compromisos financieros comienzan a flaquear, esto es, cuando los deudores de los bancos comienzan a entrar en default y cuando, en consecuencia, las entidades financieras también solicitan el concurso de acreedores.
En tales casos, el público desconcertado pasa, o bien a reclamar que el Estado rescate a los bancos (para evitar que sus ahorros, inmovilizados en promesas bancarias, se volatilicen) o bien a pensar en guardar sus ahorros “debajo del colchón”: es decir, el público, desengañado de las incumplidas promesas de pago de los bancos, procede a solicitar al Estado que sustituya esas deficientes promesas de pago privadas por las más sólidas y fiables promesas de pago públicas (deuda del Estado o pasivos del banco central; instrumentos ambos con los que se recapitaliza o se reemplazan los quebrados pasivos privados).
El Estado, por lo general, es un buen pagador, más que nada porque detenta el monopolio de la violencia y se inviste con la falsa legitimidad de arramblar con la propiedad privada de sus súbditos. De este modo, cuando uno obtiene una promesa de pago del Estado, resulta bastante verosímil que termine cobrándola (de ahí, dicho sea de paso, que sean tan demandadas).
Ahora bien, no toda promesa que realiza el Estado puede llegar a pagarse: en ocasiones, la naturaleza de estas promesas resulta tan inverosímil que la gente, simplemente, huye de ellas.
Estos días lo estamos viendo, por ejemplo, con el caso de Chipre. El Estado chipriota era simplemente incapaz de rescatar los depósitos de una banca que ascendían al 500% del PIB. ¿Consecuencia? Tuvo que pedir asistencia financiera a otros Estados que no se la han querido dar (o sólo en una parte): y al no recibirla, se ha impuesto una quita sobre esas promesas privadas. Muchos creen que todo el desaguisado se hubiese solventado en caso de hallarse Chipre fuera del euro: en tal caso, dicen, podría haber impreso suficientes libras chipriotas como para recapitalizar a los bancos. Pero fijémonos en que las libras chipriotas también serían, en el fondo, promesas del Estado (del banco central, que es un monopolio público) y, dado que los operadores de mercado serían conscientes de que no podrían ser honradas (de que no iban a poderse intercambiar ni hoy ni mañana por bienes análogos a antes de la impresión), las habrían liquidado con enormes descuentos: depreciación e inflación monetaria, que no son más que una quita (no nominal, pero sí real) sobre los depósitos privados cuyo valor se buscaba estabilizar (y cuyo valor, por tanto, el Estado chipriota sería incapaz de estabilizar).
La inflación y la depreciación de la moneda base, por cierto, también ilustran que el problema del dinero fiat (fiduciario) va mucho más allá de si tenemos una banca privada prudente o incluso de si todas las entidades se someten al principio de reserva del 100%. La moneda fiat es un pasivo del Estado y, como tal, su valor depende de la capacidad de este último para honrarlo (cuidando que el público no deje de valorarlo como medio de pago y como reserva de valor, es decir, evitando todo el mundo espere que se va a depreciar de manera incremental): y es que tener garantizado el 100% de un pasivo que se deprecia no lo blinda a Usted frente a esa pérdida de valor.
En suma, en nuestro sistema económico no existe un solo activo seguro que pueda actuar como refugio: no existe un búnker que permita resguardarnos del a veces poco comprensible mundo financiero. El activo que más semejanzas guardaría con ese búnker es, desde luego, la moneda del imperio, esto es, el dólar: dado que Estados Unidos es la mayor economía del planeta, uno de los entornos jurídicos más seguros en los que mantener la propiedad y, además, dado que, hasta cierto punto, el gobierno estadounidense puede promover su aceptación por parte de Estados extranjeros, la demanda mundial de dólares sigue siendo amplia, profunda y se prevé duradera. Pero, aún así nadie duda de que el dólar se pueda depreciar, no ya internamente (desde 1950 ha perdido el 90% de su valor), sino también externamente: si soy un español que uso euros y quiero protegerme frente a la eventual ruptura del euro, tener dólares me resulta inconveniente, pues en tanto su cotización se deteriore frente a la del euro, mi patrimonio se depreciará en términos de los bienes que puedo adquirir dentro de la zona del euro.
El desconcierto, pues, es palpable en momentos de alta incertidumbre. Las dudas asaltan a todo el mundo, grandes y pequeños: ¿dónde meter mi capital de manera segura? Como decía, en las economías actuales no existen activos libres de riesgo (la deuda pública suele ser engullida por la inflación), lo que obliga a los agentes económicos a estar —directa o indirectamente, consciente o inconscientemente— siempre 100% invertidos en algún activo financiero arriesgado. Incluso aquellos que creen tener un depósito de guarda y custodia (o su equivalente: el dinero debajo del colchón) se ven sometidos a la posible depreciación de la moneda fiat (cuya suerte depende de la buena gestión financiera del gobierno: es una especie de deuda pública que no paga intereses). Sin duda alguna, este hecho supone una absoluta anomalía que mina la liquidez de los agentes económicos y la subordina a la gestión financiera de los Estados: dicho de otro modo, la liquidez de todo el sistema depende de la liquidez de las promesas del Estado. Una subordinación absoluta al imperium estatal que, casi siempre, aboca a la ciudadanía a ingentes expolios patrimoniales (defaults inflacionistas o deflacionistas de las promesas estatales).
En este sentido, convendría regresar a lo que el gran economista Henry Thornton denominaba “el único activo monetario que no es el pasivo de nadie más”, a saber, el oro. Es fundamental que la piedra angular de un sistema financiero sano sea un bien presente líquido (solemos hablar, debido a sus excelentes propiedades, del oro, pero podría ser cualquier otro que libremente seleccione el mercado) en lugar de la deuda de algún agente económico; en otras palabras, es fundamental que la piedra angular de un sistema financiero sano sea un activo exógeno a ese sistema financiero. En caso contrario, lo normal es que la piramidación imprudente de deudas siga engordando con el tiempo —nadie puede discriminar las deudas sanas de las insanas— hasta su colapso parcial (crisis económicas) o total (desmoronamiento del sistema financiero).
Chipre es sólo una unidad política pequeña incapaz de estabilizar el valor de sus medios de pago privados (o, si dispusiera de su propio monopolio monetario, incapaz de estabilizar el valor de sus medios de pago públicos). Puede parecer irrelevante, pero supongamos -por un momento- que su dramática situación se reprodujera a escala mundial. Sería el fin de nuestro sistema financiero y monetario. No lo olvidemos: que la economía mundial termine convirtiéndose en un Chipre o en una Islandia no es algo imposible. Al contrario, sólo hay que favorecer que siga acumulando más y más deuda hasta que su stock se vuelva literalmente impagable incluso para el Estado. Por eso, necesitamos un ancla: un dinero libre y que no emane del Estado (o de un monopolio privado). Como el oro.