El gemido de los perros apaleados
En las postrimerías del kirchnerismo, la Argentina asiste a una fase de peligroso acostumbramiento. Carente de recursos para generar hechos políticos o sociales de atendible relevancia, el subsistema...
En las postrimerías del kirchnerismo, la Argentina asiste a una fase de peligroso acostumbramiento. Carente de recursos para generar hechos políticos o sociales de atendible relevancia, el subsistema recurre a la construcción espasmódica de titulares más bien modestos (Ley de "fertilización asistida", anuncios vacuos sobre el transporte, fraseología hiriente destinada a esmerilar a los integrantes de la Corte Suprema). Pero subsisten desperfectos en este esquema de irreprochable corte hegeliano: mientras más se esfuerza el Gobierno Nacional por subyugar la atención mediática, también juguetea subrepticiamente con la potenciación de la indiferencia ciudadana; acaso el último recurso que le queda para comprar ínfimas dosis de oxígeno con tal de no aterrizar malherido en las Elecciones Generales de octubre. A fuer de garantizarse supervivencia, Cristina Kirchner, sus funcionarios y aliados en las provincias, sobreexplotan el espeso caldillo de la apatía ciudadana. Es así como los argentinos parecen haberse convertido en mudos testigos ante la multiplicación de, por ejemplo, episodios de violencia en el fútbol -muertos incluídos-, cruentos hechos de inseguridad (que la cobertura de los medios independientes ya no alcanza a contabilizar, por su abundancia), la evidente expansión inflacionaria, la escasez y, más recientemente, el crecimiento de los afectados por la gripe tipo 'A'.
Así las cosas, los prolegómenos devueltos por la escenografía nacional podrían perfectamente caer en el regazo de la psiquiatría: tanto se ha respaldado la sociedad argentina en la especulación freudiana que, a la postre, ha caído víctima de sus trampas. Peor aún, aquélla ha terminado por entregarse a una suerte de formulación política predatoria que sobreexplota el temor al "qué dirán" (la culpa) y que, en el proceso, adorna el paquete con un papel de regalo impreso con la acusadora efigie de Foucault. Al final del día -y no sin distinguirse un maloliente tufillo a psicopatía-, la responsabilidad por la pobreza, la delincuencia, la corrupción y la enfermedad es atribuíble a los propios ciudadanos. Y si éstos son de clase media, pues, mucho mejor. No pocos se preguntarán, entonces, si acaso las posturas de Lacan no serían un modelo más adecuado para hurgar en la psiquis colectiva de los argentinos: ¿no son éstos el reflejo cabal de su dirigencia? Hace ya tiempo que el denominado 'Primer Mundo' -que, aún en épocas de crisis, sabe capearlas bastante mejor- ha comprendido la fuente de este desfase, ultimando sin piedad a Sigmund y a su monótono rebuscamiento sustentado en la infracción personal y el reciclaje de la autoflagelación.
La gigantesca avería nacional no debería rastrearse en la sintomatología sino, antes bien, en sus verdaderas causas. Si se acepta esta invitación, la transitividad conducirá, eventualmente, al estudio pormenorizado del currículum vitae de los referentes de actualidad, muchos de los cuales pugnan por autopromocionarse como la "única alternativa" o "nueva política". Y la pérdida de la memoria -por cierto- tampoco se desentiende del atropello freudiano: ante la propia culpa u omisión, el individuo prefiere mirar hacia otro lado; estima más sano dejar pasar algunas cosas. Pocos recuerdan el deplorable tránsito de Sergio Tomás Massa por ANSES o por la Jefatura de Gabinete en tiempos del kirchnerismo; nadie invierte minutos en rememorar las competencias fingidas de Daniel Osvaldo Scioli en la motonáutica o en la inoperancia de la que echó mano para enviar a la bancarrota a la firma de su padre; Néstor Carlos Kirchner ha pasado a mejor vida, ergo, sería impropio endilgarle corruptela, aprietes y/u homicidios por encargo o algún escandaloso tráfico de narcóticos. En lo que hoy existe consenso para calificar como la más nociva y perversa de las elucubraciones, el lomense Eduardo Alberto Duhalde -progenitor irrefutable del subsistema que hoy se padece- se esmeró para enterrar la pretérita devastación compartida por la Presidente y su difunto esposo en la sureña Santa Cruz.
Puede apuntarse que el oficialismo se debate hoy en sanguinolentas luchas intestinas y que, a ojos vista, acelera hacia su propio abismo. Pero difícilmente alguien pueda argüir que la argentinidad tomará este fin de ciclo para perseguir un efectivo "borrón y cuenta nueva" desde el sufragio. Por momentos, el ciudadano promedio enciende velas para aguardar -expectante- la próxima venida del Armagedón, se regocija en el derramamiento de sangre (mientras más gráfico, mejor), desliza loas hacia la tragedia y ríe a mandíbula batiente mientras presta oídos a los alaridos del prójimo torturado. Al cierre, lava su propia culpa en el próximo candidato -su reflejo-. De aquí que el argentino sea percibido por otros ciudadanos del mundo como un genio o -con igual velocidad- como un demente portador del mote de irrecuperable. Esta retroalimentación se esboza en infinita: Cristina Fernández Wilhelm se nutre de este tinglado; pero la sociedad ya se ha preparado para, cuando llegue el momento, higienizarse en su vestido negro azabache. El ciclo vuelve a repetirse; cada diez años.
En octubre próximo, tendrán lugar las Elecciones Legislativas. Habrá que ver si los perros apaleados vuelven a gemir, no necesariamente para exigir el término de su martirio. Acaso se estén preparando para prorrogarlo.