SOCIEDAD: ALEJANDRO BONGIOVANNI

Seis ideas que matan

Niñas secuestradas y arrojadas en agujeros recónditos del país o de la frontera, separadas para siempre de su familia y condenadas a un vejamen diario por desconocidos. Mujeres violadas o estranguladas...

17 de Junio de 2013

Niñas secuestradas y arrojadas en agujeros recónditos del país o de la frontera, separadas para siempre de su familia y condenadas a un vejamen diario por desconocidos. Mujeres violadas o estranguladas, luego desechadas en depósitos de basura o zanjones. Niños muertos por conductores alcoholizados. Personas fusiladas frente a su casa y bajo la mirada impotente de su familia. Ancianos golpeados hasta la muerte por la impertinencia de adolescentes que buscan financiar su cuota de drogas del día. Hablamos aquí de vidas que se le escurren al país: anónimas y efímeras, como efímera es la atención que les prestamos. Noticias del hoy que serán tapadas con las noticias del mañana. Y efímera es también la pena que -con mucha suerte- recibirán los culpables sean luego condenados por estos crímenes.

En la Argentina -sitio donde los 'derechos humanos' se celebran en casi cualquier declaración pública-, el homicidio (el acto más aberrante contra, precisamente, el género humano) no comparte mayores consecuencias. Esto se explica desde diferentes puntos de vista. En primer lugar, la sociedad ha perdido estructuras morales de alcance mínimo que pudieran servir para sostenerla. El respeto por la vida de terceros ha dejado de ser un valor de aceptación mayoritaria, en parte porque las otrora instituciones que difundían valores –aún con sus defectos– ya prácticamente no exhiben peso en este sentido. Me refiero a las familias, las escuelas, las iglesias, las organizaciones civiles e, incluso, los partidos políticos. Otra arista de la tenaza es la implementación de la ley: el delincuente sabe que el costo del delito es muy bajo; las probabilidades de ser aprehendido, condenado y obligado a cumplir condena efectiva, son reducidas. Lo cual aumenta su incentivo para delinquir.

De lo que se trata es de sintetizar algunas ideas erróneas desde el origen -producto de un falso garantismo-, que dan lugar a la reproducción del delito y que dan lugar a la impunidad, habida cuenta de que los ciudadanos tenemos mucho para decir y hacer en este sentido y que, a diferencia de lo que se piensa en ocasiones, las cosas sí pueden cambiarse para mejor.

"Debemos elegir entre garantías penales o delincuencia". Dicotomía tan falsa como antojadiza. Se empuja al ciudadano a optar entre anarquía o dictadura, y esto no es así. Son numerosos los principios penales adecuados (no existe delito ni pena sin ley previa anterior al hecho, ley penal más benigna, principio de non bis in ídem, principio de proporcionalidad, principio de culpabilidad, presunción de inocencia, juez natural, por nombrar sólo algunos) que garantizan la defensa del acusado. Pero no obstan a que, una vez verificado el delito -es decir, la acción típica, antijurídica y culpable, respecto de la cual la ley prevé una pena- al autor le sea asignada una condena verdaderamente proporcional al daño cometido y de cumplimiento efectivo. Sin embargo, el garantismo pretende oficiar de asistente social y adecuarse a la 'realidad' del culpable, dado que lo considera también una 'víctima', generada por la sociedad. La responsabilidad -se nos insiste- es del medio que crea al asesino o al violador y el objetivo es 'reeducar' al mismo, para lograr su reinserción. Se rasgan las vestiduras cuando la gente habla de 'registro de violadores' o de penas de cumplimiento efectivo más duras para reincidentes. El 'garantismo' resulta, pues, doctrinalmente tuerto: se ocupa de los derechos de los acusados (lo cual está bien) pero jamás de las víctimas actuales o potenciales, porque las ha convertido en victimarias.

"La pobreza genera delincuentes". Dislate que en primera instancia, representa un insulto hacia la inmensa mayoría de gente que vive en condiciones paupérrimas pero no delinque. Este concepto desprecia la voluntad del ser humano, a la vez que entiende a la persona como una mera víctima de las circunstancias. Sobra decir que es un lugar muy cómodo para quienes desdeñan el valor de la responsabilidad y su anverso, la libertad. También, se trata de una manera de dilatar el tratamiento del tema. ¿Cómo se piensa, entonces, combatir a la delincuencia? Los funcionarios solo saben responder a esta pregunta con argumentos en pro de mayor asistencialismo. Réplica que no servirá para modificar demasiado el amperímetro del delito, aunque el funcionario habrá logrado sacarse el problema de encima. Sin embargo, los asesinatos y las violaciones escapan a los análisis clasistas. También resulta ingenuo y peligroso considerar que un delincuente que viola y despedaza a una mujer lo hace porque, en sus años como infante, padeció carencias. Y, aunque así fuese, ¿qué derecho le otorga aquello? Si este principio garantista se aplicare universalmente, la sociedad simplemente se desmoronaría.
Justificar el delito en la pobreza equivale, directamente, a promocionar la conducta delictiva y celebrar sus consecuencias. Máxime teniendo en cuenta que los argentinos residen hoy en un país donde la pobreza, en lugar de dar vergüenza, pareciera ser motivo de orgullo. Un lugar donde se celebra al pobre como si el hecho de generar menos riqueza ameritase la obtención de una cocarda moral.

"Los ciudadanos deben 'entender' al delincuente". Principio vinculado con el punto anterior, se presume que la ciudadanía debe sacudirse esa culpa impuesta culturalmente por la pseudoprogresía. El individuo exitoso es empujado a sentir que, si posee una casa o un vehículo, debe sentirse recurrentemente mal por aquellos que no pueden acceder a dichos bienes. Si Usted se ganó lo que tiene de manera honrada, mal debería sentirse culpable. Este enfoque conduce a la disculpa anticipada del delincuente o, peor aún, a tratar de 'comprender' a la actividad delictiva en lugar de hacer lo que corresponde, esto es, castigarlo y/o condenarlo. Ergo, cualesquiera de nosotros sería un asesino si las circunstancias así lo prefijaran. De nuevo; se desprecia el valor libertad-responsabilidad, como si el hombre fuese un mero 'juguete del destino', al decir de Shakespeare.

"Hay que repudiar el uso de la fuerza". La fuerza no es condenable en sí misma. Es falso que debamos optar entre disponer de oficialies de policía homicidas que disparen a mansalva o de vivir en el caos del delito generalizado y extendido. Corresponde regular el correcto uso de la fuerza desde el Estado, pero nunca proscribirlo. El Estado moderno posee el monopolio del uso de la fuerza legítima -a excepción del derecho a la legítima defensa, que hace a los individuos-, que le es otorgado con el objeto de que a) cuide a personas y bienes ante agresiones de terceros (seguridad), y b) proteja a personas y bienes de agresiones externas (defensa). Ahora bien, debe alentarse al empleo apropiado de la fuerza del Estado en aras de cumplir con aquellos objetivos, acaso esenciales en la función estatal y con miras a resguardar la cotidianeidad de aquellos que abonamos altísimos impuestos.
El delincuente utiliza fuerza, y sólo con el uso equilibrado de esa fuerza se le puede hacer frente. Inaceptable sería que el Estado responda a esa violencia con dosis menores de la misma. Respuesta, por cierto, en forma de violencia legítima (la que debería quedar bajo el monopolio del Estado). Ahora bien, una ola de supuesta corrección política, dotada de un pacifismo de corte tolstoiano nos han llevado a repudiar cualquier uso de la fuerza y calificarlo como nocivo. El resultado: policías mal equipados/entrenados y con escaso o nulo respaldo a la hora de cumplir con su función (reprimir el delito), y una sociedad desarmada por campañas de 'concientización'. Del otro lado, se contabilizan delincuentes bien pertrechados, expertos conocedores de los límites de la fuerza policial y asesorados por entendidos del Derecho en los vericuetos y tecnicismos del sistema judicial. Obvia conclusión -y coincide con el panorama al que asistimos hoy-: la delincuencia es dueña de la calle, mientras que los ciudadanos viven entre rejas.

"Antes de combatir la inseguridad hay que cambiar muchas cosas". Otra idea antojadiza. Si bien es cierto que mucho puede hacerse en materia educativa y cultural, no deja de ser correcto referir que las personas no pueden seguir esperando. Existe una suerte de listado de futuras víctimas, que sólo el destino conoce, y es menester hacer algo urgente. Pero, ¿qué? Pues, basta con aplicar la ley con toda la fuerza de su letra. Al mismo tiempo, permitir y defender el uso de la fuerza pública en la represión del delito. Demandar que el Estado cumpla con su función más básica y simple: proteger.

"Los ciudadanos no podemos hacer nada". Finalmente, los ciudadanos tenemos una deuda pendiente respecto al delito, y es la de ponerlo en la agenda política. Ningún candidato o funcionario tiene demasiado incentivo a hacer cosas concretas contra la delincuencia, en tanto que los réditos son de largo plazo y, para la dirigencia, es complejo establecer beneficios a la hora de computarlos. La ciudadanía debe, entonces, demostrar que realmente -y más allá de cualquier conmoción circunstancial- la problemática le interesa, y mucho. Corresponde conmover a la política para que abandone su zona de confort y propicie medidas concretas contra la inseguridad. Fundamentalmente, debemos hacer pagar con costo político la multiplicación de hechos de inseguridad, que son moneda corriente en todos los niveles de gobierno. Solo así, quizás podamos aspirar a una sociedad un poco más segura.

 

Alejandro Bongiovanni | El Ojo Digital Sociedad