España: falsa tranquilidad sobre las pensiones públicas
No envidio a los doce expertos que, a instancias del gobierno, han redactado el informe sobre la sostenibilidad de las pensiones públicas en España.
No envidio a los doce expertos que, a instancias del gobierno, han redactado el informe sobre la sostenibilidad de las pensiones públicas en España. Sobre ellos han llovido las críticas, en especial sobre el representante de Comisiones Obreras, al que el sindicato ha desautorizado por haber votado a favor. A los sabios no se les pidió un dictamen sobre el sistema de pensiones públicas en su conjunto, sino sobre qué cambios serían necesarios para que las pensiones públicas fueran sostenibles durante los próximos treinta o cuarenta años. Pese a lo limitado del encargo, los sabios han conseguido definir el mínimum mínimorum de lo que hay que hacer para calafatear un sistema de pensiones públicas en el que la crisis económica ha abierto una vía de agua. Ahora le toca al Pacto de Toledo pronunciarse.
Si nuestro sistema de pensiones fuera el de una aseguradora privada, podríamos decir que el año pasado estuvo en peligro de suspender pagos y que a largo plazo se encuentra en estado de quiebra técnica. En efecto, el trimestre pasado, la Seguridad Social tuvo que acudir a su Fondo de Reserva o hucha de las pensiones por una cuantía de 7.000 millones de euros, para cubrir “una insuficiencia de liquidez en momentos puntuales”, en palabras de la ministra de Empleo.
Parece tranquilizador que aún queden en ese Fondo unos 63.500 millones de euros, pero hay que anotar dos cuestiones: una, que el 98% de esa hucha esté invertido en deuda soberana de España, una excesiva concentración de riesgo; y otra, que con repetidas detracciones como la referida, la hucha no duraría mucho más de nueve trimestres. Sobre el largo plazo, los expertos han señalado que “el peso de la población mayor de 65 años en la población total ha crecido en las últimas décadas hasta el 17% actual y está previsto que alcance el 37% en 2052”. Tienen pues razón al decir que no es posible aplazar la reforma del sistema de pensiones públicas hasta el año 2027, como, por presión de Bruselas, estableció una recientísima ley de 2011.
Reducir las pensiones sin que lo parezca
Los expertos no se han cuestionado, porque nadie se lo ha pedido, el hecho de que las pensiones públicas en España sean de reparto; es decir, que los pensionistas reciban cada año lo que los trabajadores en activo contribuyen anualmente. Las pensiones de reparto, como las españolas, se enfrentan con dos tipos de dificultades: la excesiva tasa de sustitución y la pirámide demográfica invertida. Dicho en leguaje más claro, la pensión del jubilado en España equivale a un porcentaje muy alto respecto de los ingresos durante la vida laboral; y la proporción del número de jubilados respecto de los ocupados va creciendo cada año por el aumento de la esperanza de vida acompañado por una decreciente tasa de natalidad. Es paradójico que hayamos montado los españoles un sistema tal que un alto nivel de renta de los jubilados y una prolongación de los años de vida de los mayores resulten ser una maldición.
Pese a ser las pensiones relativamente altas comparadas con los salarios de quienes están trabajando, los gobiernos de todos los colores han ido aumentándolas año tras año o, al menos, han procurado mantenerlas inmunes al efecto de la inflación. Además, como señalan los expertos, los años de jubilación se alargan: “En 1900, la esperanza de vida de los españoles con 65 años era de unos 10 años; hoy esperan vivir 20 años más” y, hacia 2050, 25 años más. Así, va aumentando la carga sobre los hombros de los empleados, lo que es una perenne tentación para elevar las cotizaciones o aumentar los impuestos generales, con los efectos depresivos que bien conocemos.
Los expertos no han dicho nada de retrasar la edad de jubilación más allá de los 65 años, que sería lo lógico. Tampoco han buscado relacionar la pensión con lo contribuido por cada trabajador a lo largo de su vida laboral. Se han contentado con proponer dos factores de modulación de las pensiones. A uno lo llaman factor de revalorización anual y al otro factor de equidad intergeneracional. Proponen que la revalorización anual ya no se haga aplicando a las pensiones una subida acorde con el aumento de los precios al consumo como hasta ahora, sino en función de la diferencia entre ingresos y gastos de la Seguridad Social a lo largo del ciclo económico, con la esperanza de que los ingresos en tiempos de bonanza se ahorren para los momentos de estrechez. Proponen también que la cuantía inicial de la pensión de los nuevos jubilados se reduzca a medida que aumente la esperanza de vida: de esa forma se garantizaría el total de la pensión pero no la pensión de cada año, que resultaría de dividir aquel total por los años de vida esperados del respectivo grupo de edad. El propósito es que las pensiones se ajusten automáticamente a las circunstancias, pero Dios nos proteja de la prudencia macroeconómica y los cálculos demográficos de los políticos.
Es tal el arraigo de la creencia en la necesidad de pensiones públicas que todo lo que se nos ocurre a los españoles es retocarlas aquí y allá cuando el edificio entero amenaza ruina. La gente sencilla cree que las empresas son las que llevan el peso principal de las contribuciones a la Seguridad Social, al no darse cuenta de que esas contribuciones no son sino un impuesto sobre el empleo que, a la postre, recaen sobre los trabajadores. La gente sencilla también cree que la pensión tiene relación con lo contribuido a lo largo de la vida de trabajo pero, de hecho, su cuantía se decide políticamente. Estas dos deformaciones sólo se evitarían en la medida en que se añadiese al sistema de reparto algún elemento de capitalización; es decir, de basar las pensiones de cada uno en el ahorro propio y la inversión personal. Lejos estamos de esa solución.
Un sistema injustificable
El origen del mal es más profundo. Las pensiones públicas de reparto se inventaron porque se considera inaceptable abandonar los jubilados al albur de la iniciativa privada. Se da por sentado que los individuos somos incapaces de ahorrar para nuestra vejez y, en todo caso, que un sistema de pensiones privado supondría el entregar los mayores en manos de los bancos, de los gestores de fondos y de las empresas de seguros; las zorras a cargo del gallinero.
Nadie se pregunta si la creciente indiferencia de las familias ante la suerte de sus mayores no se deberá a la propia existencia de pensiones públicas. Nadie piensa en por qué se torcieron las cajas de ahorro. Nadie se plantea que el peso de los impuestos exigidos para sostener el Estado de Bienestar reduce las aportaciones a comunidades religiosas y fundaciones privadas, dedicadas a socorrer a aquellos que se quedan solos con el paso de los años. Las virtudes de previsión, ahorro, ayuda desinteresada no están de moda. Sólo existe confianza en papá Estado.
El sistema de libre competencia y responsabilidad individual no es perfecto, quién se atreve a decirlo. Sin embargo, a la vista del mal camino que lleva el sistema paternalista de pensiones públicas cabría preguntarse si no funciona peor de lo que lo haría uno privado. ¿Qué pensarían ustedes de una casa de seguros que, llegado el momento de cumplir un contrato de renta vitalicia, les dijera que estaban viviendo ustedes demasiados años y que no había más remedio que reducir el pago mensual prometido?
Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 19 de junio de 2013.