Cómico velorio
En cumplimiento del compromiso que asumí en mi nota anterior, la presente consistirá de dos partes: la coyuntura y una propuesta para un sector de la Argentina del futuro; seguiré de ese modo...
"La primera fuerza que dirige el mundo es la mentira" (Jean-François Revel)
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En cumplimiento del compromiso que asumí en mi nota anterior, la presente consistirá de dos partes: la coyuntura y una propuesta para un sector de la Argentina del futuro; seguiré de ese modo en las que seguirán a este trabajo.
Si uno tuviera que describir, muy brevemente por cierto, qué sucedió en la Argentina durante la semana que terminó, debería recurrir a una imagen rara: un graciosísimo funeral. En esa foto, los deudos verdaderamente dolidos seríamos nosotros, los habitantes de este autocastigado país, mientras que el resto del mundo se descostillaría de risa escuchando los chistes, muchos de pésimo gusto, contados por los funcionarios de este decadente gobierno, presidido por alguien que se ha ganado los títulos de yeta y chapucera.
Para hacer un breve inventario que justifique esa comparación, es obvio que debiéramos comenzar con las renovadas denuncias de la terrible corrupción del ex matrimonio imperial, esta vez localizados en el paraíso multifuncional de Islas Seychelles; continuaríamos –en realidad fueron contemporáneos- con la reacción oficial, tan innoble como aterrorizada, frente a los dichos del periodista Jorge Lanata. Después, deberíamos trasladarnos a Río Gallegos, y recuperar nuestra capacidad de asombro con la insólita comparación, favorable a nuestra dibujada realidad, con Canadá y Australia, dos países exitosos que hace menos de ochenta años eran parecidos a la Argentina y hoy nos superan en todo.
La saga proseguiría con la adjudicación de dos enormes, caras e ineficientes represas a Electroingeniería, otra firma que integra el universo de amigos K, a la que se eligió como ganadora cuando el escándalo de las denuncias de robos y de lavado de dinero obligaron al Gobierno a esconder, entre bambalinas, a Lázaro Báez. Más tarde, comenzó la mala suerte presidencial: luego de sobrevolar los fallos de la Corte Suprema referidos a la Rural y a algunos aspectos de la 'democratización de la Justicia', y de la Cámara Comercial, que impide invadir empresas privadas (Grupo Clarín), llegó la pretensión de La Cámpora de desalojar a Lan y a los taxis aéreos de Aeroparque Jorge Newbery, lo cual generó un nuevo conflicto con Chile, pese a que ya fue dictada una medida cautelar a su respecto; y el fallo de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, nos ha puesto al borde del default, puesto que la Casa Rosada ha dicho que no piensa cumplir y pagar el monto de condena.
Para concluir, la curiosísima frase con la que Daniel Osvalo Scioli describió, con precisión quirúrgica y refinada maldad, el momento actual de la administración de Cristina Fernández Wilhelm de Kirchner en el Consejo de las Américas: “Hay que ayudar al Gobierno a terminar lo mejor posible”. Deberíamos sacar entradas para ver cómo se las arreglará él para explicarla, y cómo actuará ahora el oficialismo, que lo necesita como esencial aliado en las elecciones de octubre. La Presidente es, básicamente, una mujer, y reaccionará de acuerdo con ello ante quien ha pedido que se la “ayude” a “terminar”, colocándose en posición de tercero colaborador; y “lo mejor posible” está, de algún modo, reñido con 'bien'. De todas maneras, la viuda eterna nos ha dado ya señales claras acerca de cómo se comportará de aquí en adelante, cuando el sol del kirchnerismo se precipite hacia su ocaso final; nada de ello será pacífico ni democrático y, menos, republicano.
Para no seguir actuando como mero comentarista de los papelones en los que cae la Presidencia de la República a diario –ya vale apuntar que, hasta el pajarico chiquitico del inefable Nicolás Maduro ha quedado superado por nuestra cotidiana realidad- comenzaré a cumplir mi promesa, es decir, proponer soluciones para los problemas de la Argentina. Hoy, le tocará el turno a la industria.
Como todos sabemos, el “modelo” argentino se ha basado, durante décadas, en buscar la protección ante los productos importados –por la vía de barreras arancelarias o paraarancelarias- antes que en lograr calidad y precio adecuado. Las razones de esta conducta se deben tanto las erráticas políticas gubernamentales y a la falta de seguridad jurídica como a una equivocada y cortoplacista mirada de los empresarios. Por otra parte, un factor que condiciona el escenario es lo escaso de nuestra población, agravado por la pobreza y la indigencia que afecta a un 30% de los cuarenta millones, ya que no permite abaratar la producción por falta de una economía de verdadera escala.
Todo ello ha redundado en que los argentinos –cuya economía no dispone de fondos suficientes para invertir en investigación y desarrollo- debamos consumir productos más caros y menos actualizados que el resto del mundo occidental, y en una constante presión sobre el dólar, generado por los exportadores que lo exigen en altísimo valor, para venderlos en el mundo. Como un espejo, las importaciones se encarecen, y eso impide a la población acceder a ellas a buenos precios. Por otra parte, cuando la situación mejora y la gente comienza a comprar más en el mercado interno, la única forma de evitar la suba de precios –la inflación- es fabricar más, cosa que tampoco sucede por la falta de un mediano plazo previsible.
La solución es totalmente distinta a cualquiera de las encaradas hasta ahora, hayan ido éstas desde el cierre de nuestra economía –'vivir con lo nuestro'- hasta la apertura total, tantas veces ensayadas.
Es muy sencillo: se trata de que nuestros industriales fabriquen, en todos los rubros, con altísima calidad y diseño, y consecuentes precios altos, y salgan a competir en los mercados más sofisticados del mundo. La Argentina, pese al deterioro generalizado de las últimas décadas, conserva un material humano de excelente nivel, y la tecnología se encuentra disponible; por ello, con apoyo crediticio y sin los sobresaltos habituales, la transformación puede lograrse rápidamente. Como contraprestación, se liberaría el ingreso de productos del exterior, más baratos y más modernos, y se conservaría la totalidad de los puestos de trabajo, incrementándose los salarios en el proceso.
Para ejemplificar la idea, siempre recurro al rubro del calzado. A criterio de proteger a esa industria y a los cincuenta mil trabajadores que ocupa, que producen zapatos de regular calidad y alto precio para los, quizás, diez millones de argentinos que pueden comprar un par por año, se impide el acceso al mercado local de calzado chino y brasileño que, por producir más de cinco mil millones de pares, pueden hacerlo con igual calidad y a precios bajísimos.
Si Italia o Gran Bretaña no tienen suficientes cueros para atender a la demanda de su industria, ¿por qué la Argentina –que sí los tiene- no sale a competir contra esos países vendiendo en el exterior productos de igual estupenda calidad pero sensiblemente más baratos? Los costos laborales de nuestro país son harto superiores a los orientales y aún a los brasileños, pero sensiblemente inferiores a los europeos; y la Argentina puede producir cueros curtidos -y trabajarlos- a mucho menor precio que Europa.
Entonces, si aplicamos esta receta, otorgamos facilidades para que los fabricantes puedan comprar la maquinaria adecuada y perfeccionar a sus operarios, podrían salir a competir, con precios extremadamente competitivos, con los zapatos de alta gama –de US$ 1.000 el par- que se producen para ese mercado. Una vez producida la transformación, la importación de zapatos a razón de US$ 20 o US$ 30 el par, permitiría que todos los argentinos pudieran disponer de calzado adecuado.
Cuando digo que los industriales del calzado se han situado en una errada posición me refiero, concretamente, a la elección de su vocación y de su destino. Han decidido, curiosamente, optar por vender dentro de las fronteras y ello los obliga a hacer incalculables esfuerzos por cuidar ese territorio, esa 'quintita' privada. No recuerdo haber leído jamás acerca de protestas de los fabricantes italianos o británicos de zapatos contra la invasión por China o Brasil de sus ‘territorios’. Y no lo recuerdo porque no las ha habido, dado que no representan competencia. En el resto de los países del mundo que han abierto su economía, existen sectores dispuestos a pagar fortunas (y son capaces de hacerlo) por los zapatos de lujo, y otras franjas de mercado que, mal que nos pese, sólo pueden acceder a calzados baratos.
Todavía los industriales en general –el ejemplo de los zapateros ha sido sólo eso- están a tiempo de modificar su conducta. Si no lo hacen, los vientos de la globalización los obligarán a pagar esa factura y, con ellos, a los trabajadores que hoy dicen proteger. Es cierto que un camino como el aquí propuesto requiere de seguridad jurídica, de reglas claras en materia cambiaria y de comercio exterior libre y de apoyo crediticio para la reconversión de la industria, pero supongo –y de allí este esfuerzo- que algún día podremos dotarnos de esos pilares básicos y esenciales para el progreso de cualquier país.
No estoy convencido de que lo merezcamos, a la luz de cuánto hemos hecho, todos, para destruir a la Argentina y hundirla en el arcón de los recuerdos de la Historia. Pero confío en que Dios, una vez más, vuelva a convertirse en un compatriota.