El lado desagradable del capital social
Aunque vaga, la noción del “capital social” suena bien, evocando barrios en los que la gente no tiene que ponerle seguro a sus puertas
16 de Octubre de 2013
Dalibor Rohac es analista de políticas públicas del Cato Institute.
Aunque vaga, la noción del “capital social” suena bien, evocando barrios en los que la gente no tiene que ponerle seguro a sus puertas, se preocupa por sus vecinos y participa en una vibrante vida comunitaria. Como Tocqueville lo dijo (en inglés):
“Los estadounidenses crean asociaciones para dar entretenimientos, para organizar seminarios, construir pensiones, edificar iglesias, difundir libros, enviar misionarios a las antípodas; de esta manera ellos fundan hospitales, prisiones, y escuelas. Si se propone inculcar la verdad o fomentar algún sentimiento mediante el estímulo de un gran ejemplo, ellos forman una sociedad”.
Comprendido (en inglés) como “las redes, normas, confianza social que facilitan la coordinación y cooperación para beneficio mutuo”—y medido (en inglés) a través de la actividad asociativa o los niveles reportados de confianza— el capital social es intuitivamente visto como algo bueno —que reduce los costos de transacción y facilita resolver problemas de acción colectiva.
¿Es el capital social siempre deseable? Las redes más estrechas y los mayores niveles de confianza entre los delincuentes facilitan la operación de los grupos criminales, por ejemplo. Y, en contraste con la idea de Tocqueville de comunidades sólidas y unidas como la base de un gobierno limitado, los niveles más altos de capital social van de la mano con una ausencia de competencia política y débiles límites al gobierno.
Los niveles más altos de capital social algunas veces facilitan el auge de los movimientos autoritarios. Satyanath, Voigtlaender, y Voth muestran cómo las redes densas de asociaciones cívicas estuvieron relacionadas al surgimiento del Partido Nazi en Alemania. Frente a las instituciones débiles y muchas veces disfuncionales de la República Weimar, las redes personales de contacto cara a cara fomentaron la difusión de un nuevo movimiento radical. De hecho, en Prusia, que tenía instituciones democráticas más sólidas que el resto de Alemania, el lazo entre los niveles de capital social y el esparcimiento de la afiliación al Partido Nazi era mucho más débil que en otros lugares —sugiriendo que es la calidad de las instituciones formales lo que determina si el capital social juega un rol positivo o no.
El capital social puede ser capturado por una élite política predatoria. En un nuevo estudio, Acemoglu, Reed y Robinson analizan los efectos de la competencia política sobre la gobernabilidad en Sierra Leona. No debería sorprender que las áreas con un número menor de familias gobernantes muestran peores resultados de desarrollo debido a que las élites políticas tienen menos límites, gracias a la competencia reducida. Al mismo tiempo, estas áreas muestran niveles más altos de capital social:
“Los jefes que se enfrentan a menos límites construyen el capital social como una manera de controlar y monitorear la sociedad. Este mecanismo también puede inducir a la gente a invertir a en relaciones patrón-cliente con los jefes poderosos, dándoles así un interés vertido en la institución. Por lo tanto, si en las encuestas la gente dice que respetan la autoridad de los ancianos y de aquellos en el poder, esta no es una reacción derivada del hecho de que los jefes son efectivos en proveer los bienes y servicios públicos o representar los intereses de sus aldeanos. En cambio, la gente rural parece estar atrapada en relaciones de dependencia con las élites tradicionales”.
En tales situaciones, las élites políticas se valen de las redes existentes para ejercer control sobre sus súbditos. Los ciudadanos, a su vez, tienen el incentivo de seguir el juego, considerando que la ausencia de una competencia política y de limitaciones sobre los gobernantes que funcionen adecuadamente hacen que valga la pena invertir en relaciones de patrocinio con personas que están en los altos niveles de la jerarquía, derivando en una consolidación todavía mayor de la élite gobernante.
De manera que si la cooperación inducida por más capital social es deseable o no últimamente depende del contexto institucional. Ahora, agréguele otro elemento a la discusión: la homogeneidad. Muchas veces se argumenta que la homogeneidad —étnica, cultural, religiosa— facilita la creación de capital social, mientras que la heterogeneidad reduce los niveles de confianza. Este (en inglés) es el fundamento del llamado que hace Paul Collier a favor de mayores controles migratorios —con más inmigrantes, se vuelve más difícil mantener los niveles de confianza existentes en las sociedades occidentales.
Ese argumento presupone que todo el capital social en Occidente es de la variante benigna. Pero, ¿qué pasa si el capital social ayuda a mantener un gobierno grande e intrusivo? Más allá de toda la admiración que uno pueda tener por el alto nivel de capital social de las sociedades escandinavas, es posible que estos países estarían mejor sin sus grandes Estados de Bienestar, que no hubiesen podido operar sin un alto grado de conciencia cívica en la población.
Mientras que las sociedades occidentales son muy distintas a Sierra Leona o la Alemania Weimar, es al menos concebible que algunas partes de nuestro existente stock de capital social fomente formas de cooperación no deseables —como la búsqueda de rentas a través de la política o la derrochadora redistribución estatal. Así que tal vez ha llegado la hora de confiar un poco menos en sus vecinos.
Este artículo fue publicado originalmente en The Umlaut (EE.UU.) el 9 de octubre de 2013.