El ocaso de una vida
El país esta empezando, definitivamente, a ser otro. Para bien o para mal, esto se definirá con el tiempo.
29 de Enero de 2014
El país esta empezando, definitivamente, a ser otro. Para bien o para mal, esto se definirá con el tiempo. El Gobierno Nacional arrojó nafta al fuego y se fue corriendo. A la Argentina la invade -como tantas veces en su historia reciente- una gran incertidumbre.
La Administración ha decidido encerrarse en un callejón sin salida. O, en pocas palabras, es el país (nosotros) el que está encerrado. La Casa Rosada devaluó la moneda y corre serios riesgos de alimentar una inflación ya de por sí desbocada. Si decide no permitir que el dólar se dispare más, el Banco Central de la República continuará con su sangría de reservas. Y los dólares continuarán escapándose a manos de la abultada factura energética y la cuenta de turismo. Tal vez, el gobierno esté propiciando la devaluación para que los billetes estadounidenses ingresen a las arcas del BCRA desde marzo, con la soja salvadora. Otro problema en el horizonte: los pesos disponibles en en el sistema financiero podrían comenzar a huir hacia el dólar, tradicional refugio de los argentinos. Lo cual allanaría el camino para una corrida bancaria -evento bien conocido en estas tierras. Al incrementarse las tasas de interés -conforme ha procedido el titular del Central, Juan Carlos Fábrega- la economía se enfriará aún más. El destino vuelve a presentarse inexorable.
La pregunta de rigor: ¿por qué siempre se aterriza en el mismo escenario? No es preciso, para explicarlo, retroceder el reloj hacia los albores de nuestra historia moderna. El Rodrigazo acontencido en 1975 no fue otra cosa que la explosión de la economía, producto de la acumulación de distorsiones generadas por el entonces titular de Hacienda de Héctor Cámpora, José Ber Gelbard. Este se desempeñaría a posteriori también como funcionario económico de Juan Domingo Perón. Por aquel entonces, el gobierno promovió un acuerdo de precios y salarios (¿suena conocido?). Y, mientras ese convenio se encontraba vigente, el país celebraba vivir sin inflación. Se trata, como es costumbre, de soluciones mágicas, a las que los argentinos somos tan adeptos. Después, llegaron los militares y, de la mano de Martínez de Hoz, festejábamos los viajes a Miami y la burbuja conocida como "Plata Dulce": dólar barato, salarios engañosamente altos. Todo aquello explotaría en 1981, instancia en que se registró la caída de numerosos bancos y financieras.
Con el regreso de la democracia, Raúl Ricardo Alfonsín puso de suyo -con Juan Vital Sourouille en Economía-, congelando precios y reconvirtiendo el signo monetario del peso argentino por el Austral. Este artilugio duró poco, derivando en el proceso hiperinflacionario de julio de 1989: en efecto, la realidad se encargó de demoler a las soluciones mágicas. Aterrizaron en el poder Carlos Saúl Menem y Felipe Domingo Cavallo, fomentando la ilusión óptica de la Convertibilidad. De nuevo, la sociedad se aunó en aplausos para regocijarse con los viajes por el mundo y el "deme dos". No existía incremento de precios, pero el modelo de estanflación condujo a la caída abrupta del empleo. Hacia 2001, todo volvió a volar por los aires; regresaron la devaluación (asimétrica) y la pesificación, con las funestas consecuencias por todos conocidas. Sería esa misma devaluación -entonces propiciada por Eduardo Duhalde y su funcionario Jorge Remes Lenicov- la que dio espacio a la recuperación de la economía. Los Kirchner -primero Néstor y después Cristina- disfrutaron de esa bonanza que nunca pudieron atribuírse. Los vectores responsables de esa bondad macroeconómica habían sido el proceso devaluatorio, los altos precios de la soja en el mercado de Chicago (motorizada incluso por la demanda internacional, específicamente de China), y la notoria capacidad ociosa que caracterizaba a la Argentina luego de cuatro años de recesión y depresión.
Con el regreso de la democracia, Raúl Ricardo Alfonsín puso de suyo -con Juan Vital Sourouille en Economía-, congelando precios y reconvirtiendo el signo monetario del peso argentino por el Austral. Este artilugio duró poco, derivando en el proceso hiperinflacionario de julio de 1989: en efecto, la realidad se encargó de demoler a las soluciones mágicas. Aterrizaron en el poder Carlos Saúl Menem y Felipe Domingo Cavallo, fomentando la ilusión óptica de la Convertibilidad. De nuevo, la sociedad se aunó en aplausos para regocijarse con los viajes por el mundo y el "deme dos". No existía incremento de precios, pero el modelo de estanflación condujo a la caída abrupta del empleo. Hacia 2001, todo volvió a volar por los aires; regresaron la devaluación (asimétrica) y la pesificación, con las funestas consecuencias por todos conocidas. Sería esa misma devaluación -entonces propiciada por Eduardo Duhalde y su funcionario Jorge Remes Lenicov- la que dio espacio a la recuperación de la economía. Los Kirchner -primero Néstor y después Cristina- disfrutaron de esa bonanza que nunca pudieron atribuírse. Los vectores responsables de esa bondad macroeconómica habían sido el proceso devaluatorio, los altos precios de la soja en el mercado de Chicago (motorizada incluso por la demanda internacional, específicamente de China), y la notoria capacidad ociosa que caracterizaba a la Argentina luego de cuatro años de recesión y depresión.
Finalmente, vuelve a imponerse la pregunta: ¿qué hace que los argentinos volvamos a caer siempre en lo mismo? Somos, en efecto, una nación demasiado emparentada con el realismo y las soluciones mágicos. Tendemos a creer que un Decreto, una intervención -por caso, del INDEC- o los acuerdos de precios, sirven efectivamente para construir un paraíso terrenal. A contramano de la verdadera causa del bienestar que, por ejemplo, es común en los países industrializados: el esfuerzo personal, la transpiración, el asumir costos y hacerse cargo. Los escasos dirigentes que se han atrevido a formular programas en base a esta proposición no registran votos. Los argentinos despreciamos y rechazamos a todo aquel que nos dice la verdad.
Con todo, es menester ser justos: el grueso de la ciudadanía no tiene por qué convertirse en entendido sobre cuestiones estrictamente técnicas de la macro y la microeconomía. Hemos transitado por gobiernos peronistas, radicales y militares. Se le han removido ceros a la moneda nacional hasta el hartazgo. Hemos probado con ministros de saco y corbata de buenos contactos en el mundo financiero que -conforme la realidad lo certifica- han hecho desastres. A posteriori, hemos intentado con figurones que no decidían absolutamente nada, especialmente en la era kirchnerista. Hoy, le obsequiamos responsabilidad a un teórico que en su vida supo en qué consistía administrar siquiera un kiosco -apenas un chico bien que se muestra enojado y resentido con la vida, actuando por impulso. Un personaje que "enamoró" a la Presidente con su extraño ideario. El resultado está a la vista: cada vez, estamos peor.
Al cierre, nadie sabe qué sucederá. O, mejor dicho, cuándo tendrá lugar lo que ya intuímos. Nos encontramos atravesando una crisis absurda, como mudos testigos ante un contexto mundial tremendamente favorable. Territorio global en el que la mayoría de los países de la región -con la clara excepción de la Venezuela de Maduro, o de García Márquez- disfrutan de una relativa bonanza.
En 2011, la oposición al Gobierno Nacional no supo mostrarse a la altura de las circunstancias: en esas filas abundaron la torpeza, el egoísmo y la cobardía. Aquel escenario era clave para intentar evitar la crisis que hoy padecemos. Tal como sucediera en la segunda mitad de la década del noventa, instancia temporal que se presentaba ideal para abandonar la Convertibilidad gradualmente, y evitando la debacle posterior de 2001. Las crisis previas -1975, 1981, 1989- tuvieron lugar bajo el marco de un mundo hostil y atribulado por la deuda, el crecimiento de los precios del barril de crudo, y la inflación. No es -el momento actual- el caso. Y esta es nuestra tragedia.
En 2011, la oposición al Gobierno Nacional no supo mostrarse a la altura de las circunstancias: en esas filas abundaron la torpeza, el egoísmo y la cobardía. Aquel escenario era clave para intentar evitar la crisis que hoy padecemos. Tal como sucediera en la segunda mitad de la década del noventa, instancia temporal que se presentaba ideal para abandonar la Convertibilidad gradualmente, y evitando la debacle posterior de 2001. Las crisis previas -1975, 1981, 1989- tuvieron lugar bajo el marco de un mundo hostil y atribulado por la deuda, el crecimiento de los precios del barril de crudo, y la inflación. No es -el momento actual- el caso. Y esta es nuestra tragedia.
Entretanto, ¿con qué enfrenta el gobierno esta crisis de precios, salarios y dólares que huyen? Con un Jefe de Gabinete que, de tanto hablar, hace del disparate una herramienta recurrente. Empleando una fraseología que, antes que enfurecer, motivan a la carcajada. Así volvió a hacerlo a comienzos de esta semana, afirmando que todo se trata de una "conspiración contra los países emergentes", que vaya a saber quién o quiénes pretenden usurpar Vaca Muerta y los recursos acuíferos. Argumentos tan herrumbrados como ridículos. Dijo el Jefe de Gabinete que la moneda nacional es víctima de un ataque especulativo; ha obviado este hombre que fue la propia Administración la que propició el ataque contra el peso, al promover un esquema inflacionario que lleva ya siete años ininterrumpidos. Ni el propio Capitanich se cree lo que dice, o eso esperamos.
La oposición sigue sin dar la talla: ésta espera que el cristinismo corrija los problemas de fondo, para evitar caer en una crisis que se declara inevitable. La dirigencia opositora ha comenzado a armarse, pero un desborde de la crisis la tomaría por sorpresa. Especialmente si la Casa Rosada se corre del escenario, denunciando conspiraciones por todas partes.
El gobierno, a cargo de una jefe de Estado encerrada en una burbuja de cristal, está mudo. Cristina Kirchner ha decidido ir a pasear por Cuba en medio del incendio. Luego de reaparecer en ocasión de un acto cuasipatético, jugando a la adolescente desde un alto de la Casa Rosada, mientras un pequeño grupo de jóvenes la vitoreaba como si se tratara de una estrella de cine. Sin comprender -o quizás ella misma no lo acepta- que es, apenas, una mujer sexagenaria, ya abuela, multimillonaria, y que transita el ocaso de su vida política.
Como aquella recordada película de Billy Wilder (que lleva por nombre el título de este trabajo). En la trama, una mujer ya mayor -otrora una gran estrella del cine pero a la que nadie recuerda- invierte su tiempo encerrada en su mansión, intoxicada por su glorioso pasado. Atormentada por su presente, protagoniza alucinaciones que remiten a épocas olvidadas, en compañía de un joven ambicioso y sin escrúpulos que alimenta su ego grotesca y peligrosamente. Al cierre, el joven acaba muerto en la piscina de la casa, y la anciana vuelve a tener su minuto de gloria rodeada de fotógrafos y curiosos... cuando es llevada esposada por la policía.
Sospechada de haber asesinado al joven.
Como aquella recordada película de Billy Wilder (que lleva por nombre el título de este trabajo). En la trama, una mujer ya mayor -otrora una gran estrella del cine pero a la que nadie recuerda- invierte su tiempo encerrada en su mansión, intoxicada por su glorioso pasado. Atormentada por su presente, protagoniza alucinaciones que remiten a épocas olvidadas, en compañía de un joven ambicioso y sin escrúpulos que alimenta su ego grotesca y peligrosamente. Al cierre, el joven acaba muerto en la piscina de la casa, y la anciana vuelve a tener su minuto de gloria rodeada de fotógrafos y curiosos... cuando es llevada esposada por la policía.
Sospechada de haber asesinado al joven.
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@PortaluppiPablo
Sobre Pablo Portaluppi
Es Analista en Medios de Comunicación Social y Licenciado en Periodismo. Columnista político en El Ojo Digital, reside en la ciudad de Mar del Plata (Provincia de Buenos Aires, Argentina). Su correo electrónico: pabloportaluppi01@gmail.com. Todos los artículos del autor, agrupados en éste link.