¿Existe oposición política en la Argentina?
Siempre es difícil generalizar; recuerdo haber leído la respuesta muy significativa de G.K. Chesterton cuando le preguntaron su opinión sobre los franceses: 'No sé, porque no los conozco a todos'.
11 de Junio de 2014
Siempre es difícil generalizar; recuerdo haber leído la respuesta muy significativa de G.K. Chesterton cuando le preguntaron su opinión sobre los franceses: 'No sé, porque no los conozco a todos'.
De cualquier manera, salvo muy honrosas excepciones de aquellos que, por el momento, no tienen posibilidad de estar bien posicionados en una carrera electoral, en última instancia, la llamada oposición no es tal.
Decimos esto porque, en las recurrentes declaraciones, los supuestos opositores revelan su disgusto por los modales, la arrogancia y el espíritu confrontativo del actual gobierno pero, en la práctica, adhieren con entusiasmo al eje central de las medidas adoptadas. Esto se ha mostrado una y otra vez, en muy diversas circunstancias.
Estimo que esto puede ilustrarse con lo sucedido la noche anterior a la redacción de la presente nota. No busco hacer nombres propios, puesto que la batalla cultural debe debatirse en el plano de las ideas y no en el plano personal. Sucedió en un programa televisivo de gran audiencia y el entrevistado era un político muy relevante de un partido tradicional.
El conductor abrió el programa preguntándole al personaje de marras qué opinaba sobre lo dicho por la titular del Poder Ejecutivo, en cuanto a lo que esperaba se preserve de su legado y enumeró algunas de sus medidas. El político entrevistado dijo con énfasis que la lista que detalló la mandataria le pareció corta y que podía alargar a ese racconto otras medidas, 'pero con la condición que sean bien administradas y no haya corrupción'.
Como este artículo no tiene como destinatarios solo a argentinos, ilustraré lo dicho con un solo ejemplo que será comprendido por todos y, además, si tuviera que analizar todos los puntos mencionados en esa entrevista necesitaría mucho más espacio del que brinda una nota periodística. El ejemplo alude a la estatización de Aerolíneas Argentinas como 'línea de bandera' que actualmente arroja pérdidas diarias millonarias. A esto se refirió el entrevistado: sostuvo que le parecía muy bien la estatización de la empresa de aeronavegación, puesto que el país no debía renunciar a la soberanía pero, como queda dicho, 'bien administrada'.
Con ello, queda claro que no se ha entendido nada de nada. En primer lugar, empresa estatal constituye una contradicción en términos. Una empresa no es un simulacro o un pasatiempo: o se asumen riesgos con patrimonios propios y se gana o se pierde según se satisfaga o no las necesidades del prójimo, o se está ubicado en una entidad política que asigna recursos fuera de los rigores del mercado, es decir, según criterios de la burocracia del momento.
En segundo término, esa entidad política, mal llamada empresa estatal, inexorablemente significa -en el momento de su constitución- un derroche de capital, esto es, habrá utilizado los recursos en una forma distinta de lo que lo hubieran hecho sus titulares, lo cual, a su vez, se traduce en reducción de salarios e ingresos en términos reales, puesto que éstos dependen de las tasas de capitalización. Entonces, dada la naturaleza misma de este burdo simulacro, no puede jamás estar 'bien administrada'... y, a raíz de estas declaraciones grandilocuentes, recordemos al pasar que “entre lo sublime y lo ridículo hay solo un paso”.
Tercero, si se sostiene que la entidad política de marras no hará daño pues 'compite' con empresas de igual ramo, debe aclararse que no existe tal cosa ni puede haberlo. Ello, debido a que la entidad política, por definición, cuenta con privilegios de muy diversa naturaleza y si se contra-argumenta que se prohibirán los privilegios y que, por tanto, habrá genuina competencia, deberá responderse que, entonces, carece de sentido que dicha entidad opere en el ámbito político y que, para probar el punto de la real competencia el único modo es competir, es decir, zambullirse en el mercado con todos los antedichos rigores.
Cuarto, si se señala que esa entidad arroja ganancias y presta buenos servicios, debe puntualizarse que —si los balances están bien confeccionados y no adolecen de la denominada “contabilidad creativa” llena de fraudes— y exhibe beneficios netos, la pregunta debe estar dirigida a indagar si las tarifas correspondientes no serían demasiado altas. El único modo de conocer el nivel de tarifas reales es en el contexto del proceso de mercado. En esta misma línea argumental, por ello es que la proliferación de entidades políticas del tipo de las que venimos comentando necesariamente distorsionan precios. Y, dado que los precios son los únicos indicadores en el mercado, su desfiguración redunda en contabilidades irreales, las cuales bloquean la posibilidad de cálculo económico.
En cuanto a que 'el servicio es bueno', la conclusión carece de base se sustentación, ya que el tema central radica en visualizar cuales son los sectores que la gente hubiera preferido, de no haberse vistos esterilizados sus recursos en la prestación de un servicio o la producción de un bien que, dadas las circunstancias, no es prioritario a los ojos de los consumidores.
Quinto, el tan vapuleado tema sobre la conveniencia de constituir las entidades políticas bajo el disfraz de empresa debido a que se trata de sectores estratégicos o vitales es autodestructivo ya que, cuanto más estratégico y vital el sector, mayores son las razones para que funcionen bien. Es cierto que, desafortunadamente, en ciertos países avanzados existen algunas empresas estatales para mal de sus habitantes, pero ésta política se diluye entre muchas otras de corte civilizado. En nuestro caso, en cambio, se acumulan esperpentos.
Y, por último, sexto, como se ha señalado, la soberanía es aplicable solo a los individuos como indicación de sus derechos inalienables que son superiores y anteriores a la misma existencia del gobierno, aparato cuya misión en una sociedad abierta es velar por su protección y garantía. La “soberanía” de la zanahoria, de un avión, de un dique o de un trozo de tierra es tan estúpido que no resiste análisis serio. En realidad, existe un muy estrecho correlato entre la lesión de derechos y la tan cacareada “soberanía” de las cosas y los artefactos.
Y, de más está decir, no se trata de insinuar que en el sector privado están los “buenos” y en el gubernamental los “malos”; muy lejos de ello, se trata nada más y nada menos que de los incentivos: la forma en que se enciende la luz y se toma café en una repartición estatal es muy distinta de lo que ocurre en una empresa privada.
¡Ah no!, se exclama, aún admitiendo todo lo demás lo que quiere la oposición es una buena calidad institucional. Pero es que, de admitirse lo demás, no existe manera de contar con marcos institucionales civilizados, ¿o es que cuentan con que el Poder Judicial dictará la inconstitucionalidad de todas las medidas estatistas 'bien administradas' que suscriben?
Con esto, no pretendo cargar excesivamente las tintas contra la supuesta oposición; simplemente, mostrar la coincidencia con el eje central de lo que viene sucediendo descartando los modales, la soberbia y el espíritu confrontativo.
Tampoco quiero cargar las tintas por otro motivo más de fondo, y es que los políticos fuera del gobierno tampoco pueden recurrir a un discurso que la opinión pública no puede digerir, puesto que debemos convenir que propuestas alberdianas hoy en la Argentina (aludiendo al autor intelectual de nuestra Constitución fundadora, Juan Bautista Alberdi) serían masivamente rechazadas y repudiadas.
Por esto, como resumen de esta nota, enfatizo una vez más en la imperiosa necesidad de preocuparse y ocuparse de la educación y el debate abierto de ideas como único camino para permitir que los políticos del futuro puedan articular un discurso compatible con la libertad. Un estatismo sin corrupción sigue generando todos los daños del estatismo aun sin caer en la indecencia y la desfachatez del robo desde las instancias encargadas de velar por los derechos de la gente.
Para terminar, lo voy a parafasear a mi estimado James Buchanan en las últimas líneas de su libro (junto a Richard Wagner) dedicado a criticar las propuestas clave de Keynes: ¿estará próximo el día en que elijamos el sentido común del liberalismo y transitaremos 'el camino menos frecuentado' que se consigna en los célebres versos de Robert Frost, o insistiremos en la senda más recorrida de la pobreza colectiva?
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