El precio de no involucrarse
Es demasiada la gente que se queja. La paradoja es que se trata de los mismos que hacen bastante poco por cambiar el curso de los acontecimientos.
30 de Junio de 2014
Es demasiada la gente que se queja. La paradoja es que se trata de los mismos que hacen bastante poco por cambiar el curso de los acontecimientos. A ellos les molesta mucho lo que ocurre a diario pero, a la hora de participar, despliegan una interminable lista de razones por las cuales no serán de la partida y delegarán en otros esa vital tarea.
Muchos prefieren ser solo espectadores de lo que sucede y en modo alguno tomar la responsabilidad de asumir el protagonismo necesario que les permita modificar la realidad. A Edmund Burke se le atribuye aquella frase que dice que 'lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada'. Una descripción casi perfecta de la actualidad.
Una sensación generalizada invade a la sociedad, y es que la política no ofrece a los mejores. Se dice que son mediocres, que no tienen ideas y que abundan los deshonestos en esa labor. No menos cierto es que esas características son más que frecuentes también en otras áreas del quehacer cívico. Es que la dirigencia en general no es muy diferente en promedio. Quienes lideran las organizaciones de la sociedad civil, trátese de clubes, comisiones barriales, consorcios de los edificios, sindicatos, entidades empresarias o colegiaciones profesionales, no escapan a esta regla casi universal y, en todo caso, no hacen más que confirmarla.
Obviamente que también están las excepciones. Existe gente fuera de serie, especial, con grandes aptitudes. Pero el problema es, precisamente, que la participación de estos individuos no remite a un hecho habitual y frecuente, sino a algo bastante inusual y, por lo tanto, escaso.
Es evidente que los mejores no ocupan los lugares claves de conducción y queda claro que ello no es casualidad. Existe una deliberada decisión individual de no ser parte. Eso es innegable. Los más capaces parecen haber elegido premeditadamente no participar, no integrarse, ni cooperar en lo mínimo.
Muchos afirman que no quieren ensuciarse, que la política implica embarrarse y que, entonces, la determinación pasa por no ingresar a ese mundo infinitamente ingrato. Otros creen que solo han optado por dedicarse por completo a lo profesional, a los negocios, a la actividad propia, suponiendo que, así, es posible progresar.
Cualquiera sea la razón que lleve a estas personas a no sumarse al necesario proceso de cambio, lo que es indudable, es que el sendero seleccionado no resulta gratuito. Esta decisión tiene un enorme costo directo en la vida de cada ciudadano y en el de la comunidad toda.
Ser gobernado por mediocres, o inclusive por los peores, tiene consecuencias que están a la vista. Solo así puede explicarse que naciones con abundantes riquezas naturales, con tantas posibilidades de desarrollo, hayan sido pésimamente administradas y que convivan con la pobreza.
Hay que poner gran ahínco para lograr tan malos rendimientos, en tan poco tiempo. La ineptitud es la verdadera madre de estos infinitos fracasos y de los innumerables desaciertos que pueden recordarse.
Como los incompetentes no pueden gobernar con habilidad, orientan sus energías a construir ingeniosos mecanismos para saquear a los ciudadanos y quedarse con el fruto de su esfuerzo. Cabe reconocer que han demostrado una notable destreza y que han sido inmensamente eficaces para generar corrupción. Sin ellos, este presente no sería posible.
Los más sobresalientes suelen ser excelentes en lo suyo, pero tal vez no sean tan inteligentes como parecen. Ellos creen estar a salvo de todo en su actividad o haciendo lo que saben, siempre en el ámbito de lo privado. Después de todo, para eso se han preparado a lo largo de sus vidas. No han percibido que no alcanza con ser exitosos. Eso no sirve, al menos no en sociedades como éstas, en donde el poder es ejercido exclusivamente por los peores.
Nadie espera que los mejores ingresen masivamente a los partidos políticos. Solo sería deseable si pudieran garantizar que disponen de la fortaleza moral suficiente para no claudicar frente a las múltiples tentaciones que propone el poder. Las agrupaciones políticas pueden ser el instrumento apto para cambiar el estado de cosas y corregir el rumbo.
Pero existe otra alternativa. Los partidos configuran una variante, la más habitual, pero no la única. Tampoco puede pretenderse que individuos con un colosal talento, abandonen sus profesiones y oficios. Pero, si al menos pudieran integrarse a la sociedad civil en cualquiera de las diversas oportunidades existentes, si le dedicaran solo parte de su tiempo, dinero y sacrificio a ser protagonistas en serio y comprometerse, tal vez podría escribirse el futuro de otra manera, y soñar con una sociedad mejor.
Muchos prefieren ser solo espectadores de lo que sucede y en modo alguno tomar la responsabilidad de asumir el protagonismo necesario que les permita modificar la realidad. A Edmund Burke se le atribuye aquella frase que dice que 'lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada'. Una descripción casi perfecta de la actualidad.
Una sensación generalizada invade a la sociedad, y es que la política no ofrece a los mejores. Se dice que son mediocres, que no tienen ideas y que abundan los deshonestos en esa labor. No menos cierto es que esas características son más que frecuentes también en otras áreas del quehacer cívico. Es que la dirigencia en general no es muy diferente en promedio. Quienes lideran las organizaciones de la sociedad civil, trátese de clubes, comisiones barriales, consorcios de los edificios, sindicatos, entidades empresarias o colegiaciones profesionales, no escapan a esta regla casi universal y, en todo caso, no hacen más que confirmarla.
Obviamente que también están las excepciones. Existe gente fuera de serie, especial, con grandes aptitudes. Pero el problema es, precisamente, que la participación de estos individuos no remite a un hecho habitual y frecuente, sino a algo bastante inusual y, por lo tanto, escaso.
Es evidente que los mejores no ocupan los lugares claves de conducción y queda claro que ello no es casualidad. Existe una deliberada decisión individual de no ser parte. Eso es innegable. Los más capaces parecen haber elegido premeditadamente no participar, no integrarse, ni cooperar en lo mínimo.
Muchos afirman que no quieren ensuciarse, que la política implica embarrarse y que, entonces, la determinación pasa por no ingresar a ese mundo infinitamente ingrato. Otros creen que solo han optado por dedicarse por completo a lo profesional, a los negocios, a la actividad propia, suponiendo que, así, es posible progresar.
Cualquiera sea la razón que lleve a estas personas a no sumarse al necesario proceso de cambio, lo que es indudable, es que el sendero seleccionado no resulta gratuito. Esta decisión tiene un enorme costo directo en la vida de cada ciudadano y en el de la comunidad toda.
Ser gobernado por mediocres, o inclusive por los peores, tiene consecuencias que están a la vista. Solo así puede explicarse que naciones con abundantes riquezas naturales, con tantas posibilidades de desarrollo, hayan sido pésimamente administradas y que convivan con la pobreza.
Hay que poner gran ahínco para lograr tan malos rendimientos, en tan poco tiempo. La ineptitud es la verdadera madre de estos infinitos fracasos y de los innumerables desaciertos que pueden recordarse.
Como los incompetentes no pueden gobernar con habilidad, orientan sus energías a construir ingeniosos mecanismos para saquear a los ciudadanos y quedarse con el fruto de su esfuerzo. Cabe reconocer que han demostrado una notable destreza y que han sido inmensamente eficaces para generar corrupción. Sin ellos, este presente no sería posible.
Los más sobresalientes suelen ser excelentes en lo suyo, pero tal vez no sean tan inteligentes como parecen. Ellos creen estar a salvo de todo en su actividad o haciendo lo que saben, siempre en el ámbito de lo privado. Después de todo, para eso se han preparado a lo largo de sus vidas. No han percibido que no alcanza con ser exitosos. Eso no sirve, al menos no en sociedades como éstas, en donde el poder es ejercido exclusivamente por los peores.
Nadie espera que los mejores ingresen masivamente a los partidos políticos. Solo sería deseable si pudieran garantizar que disponen de la fortaleza moral suficiente para no claudicar frente a las múltiples tentaciones que propone el poder. Las agrupaciones políticas pueden ser el instrumento apto para cambiar el estado de cosas y corregir el rumbo.
Pero existe otra alternativa. Los partidos configuran una variante, la más habitual, pero no la única. Tampoco puede pretenderse que individuos con un colosal talento, abandonen sus profesiones y oficios. Pero, si al menos pudieran integrarse a la sociedad civil en cualquiera de las diversas oportunidades existentes, si le dedicaran solo parte de su tiempo, dinero y sacrificio a ser protagonistas en serio y comprometerse, tal vez podría escribirse el futuro de otra manera, y soñar con una sociedad mejor.
Infortunadamente, son pocos quienes lo han comprendido. No participar es oneroso. Es descomunalmente caro. Algunos ya lo entendieron y están intentando ser parte a su manera. Otros, ni siquiera eso. Siguen sin percibir el elevado costo que pagan por no participar. Se trata del precio de no involucrarse.
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