Libertad de prensa no equivale a control de prensa
Si las grandes corporaciones controlan los medios españoles, ¿es que esas grandes corporaciones desean ver a Podemos...
09 de Julio de 2014
Si las grandes corporaciones controlan los medios españoles, ¿es que esas grandes corporaciones desean ver a Podemos en toda tertulia política? Si el control público de los medios de comunicación garantiza su imparcialidad, ¿por qué RTVE no cuenta con Podemos en sus tertulias políticas? Esas deberían ser las primeras preguntas que habría de formularse cualquier persona que apoye la propuesta de Pablo Iglesias de establecer un “control democrático” sobre los medios de comunicación.
Ante lo cual, probablemente muchos respondan que los grandes medios lo llevan a sus tertulias porque es rentable hacerlo, no por ninguna elevada obligación democrática. Pero ¿qué significa que “es rentable” llevar a Pablo Iglesias a una tertulia política? Que da audiencia: es decir, que una parte significativa de la población quiere verlo y escucharlo. Así funcionan los muy despreciados mercados, incluido el de los medios de comunicación: los proveedores ganan dinero ofreciendo aquello que la gente demanda (es decir, el interés de los consumidores se asimila con el interés de los empresarios). En cambio, los no-mercados como RTVE no funcionan adaptándose a las preferencias de los espectadores (pues viven de los impuestos, no de la audiencia), sino al diktat de las élites extractivas gobernantes.
Dicho esto, la siguiente cuestión que deberíamos plantearnos es: si la audiencia no quisiera ver a Pablo Iglesias (esto es, si no fuera rentable llevar a Pablo Iglesias a las tertulias), ¿habría que imponer su presencia en aras de la pluralidad y de la transparencia democrática? O, formulado de otra manera, ¿habría que imponer a la población lo que ha de querer ver en televisión? Nótese que el hecho de que una televisión o un periódico no cuenten con una determinada persona no cercena la libertad de expresión de esa persona (Antena 3 no me está censurando a mí, verbigracia): mientras exista libertad para emitir opiniones en sociedad, no hay censura ni merma de pluralidad informativa alguna. Pablo Iglesias, por ejemplo, cuenta con su propio programa, La Tuerka (al que muy amablemente me han invitado en varias ocasiones); programa que cualquier interesado puede sintonizar por internet en el momento en que desee. Nadie me obliga a ver La Sexta Noche ni me impide ver La Tuerka.
La libertad y la diversidad informativas no se garantizan creando un órgano burocrático dedicado a imponer a todo periodista o grupo de comunicación la obligatoriedad de una línea editorial objetiva, plural o sometida a “los intereses de los ciudadanos”: la libertad y la diversidad informativas se garantizan permitiendo que cada cual cree plataformas desde las que pueda transmitir las ideas que considere oportuno sin que el Estado se lo impida. Gracias a ello contamos con periódicos digitales de todo el espectro ideológico (comunistas, fascistas, bolivarianos, socialdemócratas o liberales) y contaríamos con idéntica intensidad y variedad competitiva en la televisión o en la radio si el Estado no hubiese nacionalizado y contingentado artificialmente el espectro radioeléctrico mediante la concesión de licencias.
El establecimiento de controles estatales sobre los medios de comunicación sólo sirve, en última instancia, para que los políticos o los burócratas al mando del Estado impongan su agenda informativa. La idea de que sólo los medios de comunicación privados tienen intereses es completamente falaz: los políticos también tienen intereses; los burócratas también tienen intereses; los propios periodistas también tienen intereses. Otorgar a algún político, burócrata o periodista el poder de controlar y regular el conjunto de la prensa equivale a otorgarle el poder para imponer sus intereses y su agenda sobre todas las personas que emiten opiniones: es decir, equivale a subyugar todas las opiniones para garantizar coactivamente la prevalencia de los intereses de quienes controlen el Estado (o los órganos creados por el Estado para someter a la prensa).
Acaso se diga que la clave del asunto es que el Estado sea controlado democráticamente por el pueblo soberano y que, por tanto, sean los intereses del pueblo soberano los que determinen los contenidos de todos los medios de comunicación. Mas no olvidemos que el pueblo soberano no habla por la boca de la unanimidad, sino por el de las mayorías electorales, en cuyo caso la pregunta es clara: ¿la mayoría de ciudadanos ha de tener derecho a controlar la información y la opinión que desea recibir la minoría de ciudadanos? ¿Deben las mayorías aplastar a las minorías? ¿Una mayoría electoral de votantes socialistas legitimaría a éstos para imponer los intereses ideológicos del socialismo a los medios de comunicación no socialistas? ¿Una mayoría de fascistas legitimaría la censura en nombre del fascismo?
Acaso alternativamente se sugiera que el Estado otorgue el control de los medios de comunicación a aquellos periodistas que lo integran: una suerte de colectivización de la prensa en beneficio de la profesión periodística. Pero, de nuevo, los periodistas tampoco hablan con la voz de la unanimidad: cada periodista posee sus ideas, sus ideologías y sus sesgos. Lo esperable, pues, es que los periodistas con ideas afines mayoritarias se coaliguen en los consejos de redacción para imponer su criterio al resto de sus colegas. Por tanto, la cuestión sigue en pie: ¿acaso toda la prensa debería transmitir la ideología que profese la mayoría de la profesión periodística? ¿Un país donde el 95% de los periodistas fueran antiliberales debería tener vedada la apertura de medios de comunicación deliberadamente liberales? ¿Las opiniones minoritarias y disidentes entre periodistas no deberían tener cabida en la prensa?
Querría pensar que hoy casi nadie compraría este mensaje liberticida, por cuanto todos entendemos que una persona o un grupo de personas —por minoritario que sea— tienen todo el derecho del mundo a crear su medio de comunicación (grande, pequeño o diminuto), a poder emitir sus opiniones sin que la mayoría los acalle. Es decir, querría pensar que todos entendemos que la información libre y descentralizada es muy superior a la información controlada y centralizada.
Pero, por desgracia, la oposición frontal a este genuino mensaje liberal es lo que subyace a la propuesta de Podemos de implantar un control estatal sobre la prensa: una propuesta que tantísimos de sus votantes están hoy aplaudiendo. Probablemente la intención de muchos de ellos no sea la de censurar a nadie, sino que tan sólo se suman a la defensa de conceptos tan bellos —y vacuos— como los de objetividad, pluralidad o independencia informativa. Sin embargo, la implantación práctica del control de los medios, por mucho que se articule en torno a esos bellos y vacuos conceptos, conduce a subordinar la libertad informativa al criterio arbitrario de un órgano burocrático o de una coalición electoral (o profesional) mayoritaria. Un inquietante ejemplo de cómo un programa electoral que pretende multiplicar el poder del Estado, por mucho que se lo vista de regeneración democrática, simplemente termina conduciendo a la creación de nuevas castas omnipotentes y, sobre todo, a un mayor estrangulamiento de nuestras libertades. La regeneración que necesitamos es otra: más derechos de propiedad, mayor independencia judicial y menores tejemanejes políticos a través del BOE (Boletín Oficial del Estado) y del reparto gubernamental de licencias. Más libertad y menos burocracia estatal, en suma.
Ante lo cual, probablemente muchos respondan que los grandes medios lo llevan a sus tertulias porque es rentable hacerlo, no por ninguna elevada obligación democrática. Pero ¿qué significa que “es rentable” llevar a Pablo Iglesias a una tertulia política? Que da audiencia: es decir, que una parte significativa de la población quiere verlo y escucharlo. Así funcionan los muy despreciados mercados, incluido el de los medios de comunicación: los proveedores ganan dinero ofreciendo aquello que la gente demanda (es decir, el interés de los consumidores se asimila con el interés de los empresarios). En cambio, los no-mercados como RTVE no funcionan adaptándose a las preferencias de los espectadores (pues viven de los impuestos, no de la audiencia), sino al diktat de las élites extractivas gobernantes.
Dicho esto, la siguiente cuestión que deberíamos plantearnos es: si la audiencia no quisiera ver a Pablo Iglesias (esto es, si no fuera rentable llevar a Pablo Iglesias a las tertulias), ¿habría que imponer su presencia en aras de la pluralidad y de la transparencia democrática? O, formulado de otra manera, ¿habría que imponer a la población lo que ha de querer ver en televisión? Nótese que el hecho de que una televisión o un periódico no cuenten con una determinada persona no cercena la libertad de expresión de esa persona (Antena 3 no me está censurando a mí, verbigracia): mientras exista libertad para emitir opiniones en sociedad, no hay censura ni merma de pluralidad informativa alguna. Pablo Iglesias, por ejemplo, cuenta con su propio programa, La Tuerka (al que muy amablemente me han invitado en varias ocasiones); programa que cualquier interesado puede sintonizar por internet en el momento en que desee. Nadie me obliga a ver La Sexta Noche ni me impide ver La Tuerka.
La libertad y la diversidad informativas no se garantizan creando un órgano burocrático dedicado a imponer a todo periodista o grupo de comunicación la obligatoriedad de una línea editorial objetiva, plural o sometida a “los intereses de los ciudadanos”: la libertad y la diversidad informativas se garantizan permitiendo que cada cual cree plataformas desde las que pueda transmitir las ideas que considere oportuno sin que el Estado se lo impida. Gracias a ello contamos con periódicos digitales de todo el espectro ideológico (comunistas, fascistas, bolivarianos, socialdemócratas o liberales) y contaríamos con idéntica intensidad y variedad competitiva en la televisión o en la radio si el Estado no hubiese nacionalizado y contingentado artificialmente el espectro radioeléctrico mediante la concesión de licencias.
El establecimiento de controles estatales sobre los medios de comunicación sólo sirve, en última instancia, para que los políticos o los burócratas al mando del Estado impongan su agenda informativa. La idea de que sólo los medios de comunicación privados tienen intereses es completamente falaz: los políticos también tienen intereses; los burócratas también tienen intereses; los propios periodistas también tienen intereses. Otorgar a algún político, burócrata o periodista el poder de controlar y regular el conjunto de la prensa equivale a otorgarle el poder para imponer sus intereses y su agenda sobre todas las personas que emiten opiniones: es decir, equivale a subyugar todas las opiniones para garantizar coactivamente la prevalencia de los intereses de quienes controlen el Estado (o los órganos creados por el Estado para someter a la prensa).
Acaso se diga que la clave del asunto es que el Estado sea controlado democráticamente por el pueblo soberano y que, por tanto, sean los intereses del pueblo soberano los que determinen los contenidos de todos los medios de comunicación. Mas no olvidemos que el pueblo soberano no habla por la boca de la unanimidad, sino por el de las mayorías electorales, en cuyo caso la pregunta es clara: ¿la mayoría de ciudadanos ha de tener derecho a controlar la información y la opinión que desea recibir la minoría de ciudadanos? ¿Deben las mayorías aplastar a las minorías? ¿Una mayoría electoral de votantes socialistas legitimaría a éstos para imponer los intereses ideológicos del socialismo a los medios de comunicación no socialistas? ¿Una mayoría de fascistas legitimaría la censura en nombre del fascismo?
Acaso alternativamente se sugiera que el Estado otorgue el control de los medios de comunicación a aquellos periodistas que lo integran: una suerte de colectivización de la prensa en beneficio de la profesión periodística. Pero, de nuevo, los periodistas tampoco hablan con la voz de la unanimidad: cada periodista posee sus ideas, sus ideologías y sus sesgos. Lo esperable, pues, es que los periodistas con ideas afines mayoritarias se coaliguen en los consejos de redacción para imponer su criterio al resto de sus colegas. Por tanto, la cuestión sigue en pie: ¿acaso toda la prensa debería transmitir la ideología que profese la mayoría de la profesión periodística? ¿Un país donde el 95% de los periodistas fueran antiliberales debería tener vedada la apertura de medios de comunicación deliberadamente liberales? ¿Las opiniones minoritarias y disidentes entre periodistas no deberían tener cabida en la prensa?
Querría pensar que hoy casi nadie compraría este mensaje liberticida, por cuanto todos entendemos que una persona o un grupo de personas —por minoritario que sea— tienen todo el derecho del mundo a crear su medio de comunicación (grande, pequeño o diminuto), a poder emitir sus opiniones sin que la mayoría los acalle. Es decir, querría pensar que todos entendemos que la información libre y descentralizada es muy superior a la información controlada y centralizada.
Pero, por desgracia, la oposición frontal a este genuino mensaje liberal es lo que subyace a la propuesta de Podemos de implantar un control estatal sobre la prensa: una propuesta que tantísimos de sus votantes están hoy aplaudiendo. Probablemente la intención de muchos de ellos no sea la de censurar a nadie, sino que tan sólo se suman a la defensa de conceptos tan bellos —y vacuos— como los de objetividad, pluralidad o independencia informativa. Sin embargo, la implantación práctica del control de los medios, por mucho que se articule en torno a esos bellos y vacuos conceptos, conduce a subordinar la libertad informativa al criterio arbitrario de un órgano burocrático o de una coalición electoral (o profesional) mayoritaria. Un inquietante ejemplo de cómo un programa electoral que pretende multiplicar el poder del Estado, por mucho que se lo vista de regeneración democrática, simplemente termina conduciendo a la creación de nuevas castas omnipotentes y, sobre todo, a un mayor estrangulamiento de nuestras libertades. La regeneración que necesitamos es otra: más derechos de propiedad, mayor independencia judicial y menores tejemanejes políticos a través del BOE (Boletín Oficial del Estado) y del reparto gubernamental de licencias. Más libertad y menos burocracia estatal, en suma.
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@JuanRallo
Sobre Juan Ramón Rallo Julián
Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista en ElCato.org. Es Licenciado en Derecho y Licenciado en Economía (Universidad de Valencia).