Sobre la contribución de los incondicionales
Existe un grupo de individuos que actúa en forma inorgánica, espontánea y hasta genuina.
03 de Agosto de 2014
Existe un grupo de individuos que actúa en forma inorgánica, espontánea y hasta genuina. Se trata de los incondicionales. Son personajes que defienden todo lo que hace su circunstancial líder. Pueden inmolarse por él y no interesa lo que aquel diga o haga; ellos lo avalan con un cheque en blanco.
En estas latitudes, esa modalidad exhibe un vínculo con el personalismo; y es el presidencialismo como sistema político, el que mejor lo representa. Estos intransigentes sujetos no protegen un sistema de ideas. En realidad, apoyan a un dirigente político al que endiosan, atribuyéndole talentos sobrenaturales, condiciones inigualables, que poco tienen que ver con la indiscutible imperfección humana.
Aplauden a su guía sin importar demasiado sus argumentos ni propósitos. Convierten todo en positivo, inclusive los inocultables defectos, esos que critican en otros, pero que festejan en su ídolo cuando los exhibe.
Le asignan virtudes de las que en realidad carece; multiplican sus eventuales éxitos, y minimizan sus evidentes fracasos. Cuando el jefe acierta, recuerdan que sus planes fueron perfectamente diseñados; cuando algo sale mal, especulan con conspiraciones que sus enemigos prepararon contra su brillante idea.
Es pertinente aclarar que no conforman la nómina de incondicionales los eternos hipócritas del sistema, esos que estando rentados "alquilan" su opinión favorable a cambio de una oportuna compensación económica.
La referencia no apunta a esa categoría en que suelen enrolarse los empresarios prebendarios -esos que reciben favores del poder. Ni tampoco a la de los militantes mercantilizados, los que sobreviven gracias al sueldo o los interesantes contratos que les provee su ocasional amo político.
La alusión de incondicionales es solo para aquellos que, sin depender económicamente de los beneficios que distribuye discrecionalmente el poder, amparan incansablemente cada decisión del gobernante.
Estos fanáticos razonan de un modo muy particular. Su conclusión sobre lo que ocurre es siempre independiente de las premisas. Conocen de antemano que su cabecilla tomará la decisión adecuada, sin importar la estrategia ni el tema en cuestión. Si el caudillo selecciona una orientación definida, la aprueban y si prefiere exactamente la opuesta, también. En ambos casos, su tarea consiste en construir argumentos que expliquen todas las posturas posibles, inclusive las antagónicas.
Ellos no resguardan una ideología determinada (de hecho, las detestan). Aunque les deslumbra la posibilidad de rotularse con generalidades que parecen simpáticas por su aceptación, pero que no dicen demasiado.
Los amantes de lo absoluto pululan por todas partes. Aparecen muy frecuentemente en los medios de comunicación pero también en las redes sociales, aunque discuten en cuanto ámbito se les presente.
La adulación sistemática, la alabanza indiscriminada, no es racional. Nadie es perfecto. Todos cometen errores. No existe excepción para esta regla universal, al menos cuando de la especie humana se trata. Defender a alguien sin admitir desaciertos es ir contra el más elemental sentido común.
No se ayuda a quien se respeta validándole absolutamente todo, mucho menos celebrando la universalidad de sus actos. Al contrario. Al no señalarle sus errores, se lo invita a repetirlos, profundizarlos e ignorarlos. Y es así, que las supuestas ventajas de lo hecho se van desdibujando hasta finalmente deslegitimarse por sí mismas, cayendo por su propio peso.
Los incondicionales, no eran así. No respaldaban todo sin criterio. Solo elogiaban lo que consideraban correcto y alineado con su visión personal. Pero han mutado su actitud, exacerbando su estilo, con mucho de intolerancia, girando sin necesidad hacia el fundamentalismo, solo porque les molesta la crítica, esa que consideran injusta y desproporcionada. Desprecian al adversario y por eso marchan disciplinadamente detrás del mandamás, solo para denostar a sus tradicionales rivales.
Creen que colaboran con el régimen combatiendo a los contrincantes naturales de su referente. Suponen estar haciendo un valioso aporte a la causa con ese combate intelectual, sin advertir cuánto se equivocan.
No solo no se han dado cuenta de lo patético e indigno de su postura, sino lo absolutamente ineficaz e insostenible que resulta esa dinámica. Tampoco se percataron del escaso favor que le hacen a sus supuestos ideales.
El ciudadano promedio es sensato. Puede ser engañado durante algún tiempo, pero no siempre. Las posiciones extremistas, esas que defienden lo que sea, son distinguidas con claridad por la gente moderada y menos apasionada. Solo terminan expulsando a quienes en realidad tienen coincidencias generales, pero logran comprender que no pueden acompañarlo todo, ciegamente y a cualquier costo.
El ocaso empieza en algún momento. La caída del régimen tiene escalones y su declinación se visualiza progresivamente. En esta etapa, la de la pendiente hacia abajo, el final de la historia no lo aceleran necesariamente los hechos políticos sino, precisamente, el accionar de quien lidera el proceso. Pero nada de eso podría lograrse sin la contribución de los incondicionales.
En estas latitudes, esa modalidad exhibe un vínculo con el personalismo; y es el presidencialismo como sistema político, el que mejor lo representa. Estos intransigentes sujetos no protegen un sistema de ideas. En realidad, apoyan a un dirigente político al que endiosan, atribuyéndole talentos sobrenaturales, condiciones inigualables, que poco tienen que ver con la indiscutible imperfección humana.
Aplauden a su guía sin importar demasiado sus argumentos ni propósitos. Convierten todo en positivo, inclusive los inocultables defectos, esos que critican en otros, pero que festejan en su ídolo cuando los exhibe.
Le asignan virtudes de las que en realidad carece; multiplican sus eventuales éxitos, y minimizan sus evidentes fracasos. Cuando el jefe acierta, recuerdan que sus planes fueron perfectamente diseñados; cuando algo sale mal, especulan con conspiraciones que sus enemigos prepararon contra su brillante idea.
Es pertinente aclarar que no conforman la nómina de incondicionales los eternos hipócritas del sistema, esos que estando rentados "alquilan" su opinión favorable a cambio de una oportuna compensación económica.
La referencia no apunta a esa categoría en que suelen enrolarse los empresarios prebendarios -esos que reciben favores del poder. Ni tampoco a la de los militantes mercantilizados, los que sobreviven gracias al sueldo o los interesantes contratos que les provee su ocasional amo político.
La alusión de incondicionales es solo para aquellos que, sin depender económicamente de los beneficios que distribuye discrecionalmente el poder, amparan incansablemente cada decisión del gobernante.
Estos fanáticos razonan de un modo muy particular. Su conclusión sobre lo que ocurre es siempre independiente de las premisas. Conocen de antemano que su cabecilla tomará la decisión adecuada, sin importar la estrategia ni el tema en cuestión. Si el caudillo selecciona una orientación definida, la aprueban y si prefiere exactamente la opuesta, también. En ambos casos, su tarea consiste en construir argumentos que expliquen todas las posturas posibles, inclusive las antagónicas.
Ellos no resguardan una ideología determinada (de hecho, las detestan). Aunque les deslumbra la posibilidad de rotularse con generalidades que parecen simpáticas por su aceptación, pero que no dicen demasiado.
Los amantes de lo absoluto pululan por todas partes. Aparecen muy frecuentemente en los medios de comunicación pero también en las redes sociales, aunque discuten en cuanto ámbito se les presente.
La adulación sistemática, la alabanza indiscriminada, no es racional. Nadie es perfecto. Todos cometen errores. No existe excepción para esta regla universal, al menos cuando de la especie humana se trata. Defender a alguien sin admitir desaciertos es ir contra el más elemental sentido común.
No se ayuda a quien se respeta validándole absolutamente todo, mucho menos celebrando la universalidad de sus actos. Al contrario. Al no señalarle sus errores, se lo invita a repetirlos, profundizarlos e ignorarlos. Y es así, que las supuestas ventajas de lo hecho se van desdibujando hasta finalmente deslegitimarse por sí mismas, cayendo por su propio peso.
Los incondicionales, no eran así. No respaldaban todo sin criterio. Solo elogiaban lo que consideraban correcto y alineado con su visión personal. Pero han mutado su actitud, exacerbando su estilo, con mucho de intolerancia, girando sin necesidad hacia el fundamentalismo, solo porque les molesta la crítica, esa que consideran injusta y desproporcionada. Desprecian al adversario y por eso marchan disciplinadamente detrás del mandamás, solo para denostar a sus tradicionales rivales.
Creen que colaboran con el régimen combatiendo a los contrincantes naturales de su referente. Suponen estar haciendo un valioso aporte a la causa con ese combate intelectual, sin advertir cuánto se equivocan.
No solo no se han dado cuenta de lo patético e indigno de su postura, sino lo absolutamente ineficaz e insostenible que resulta esa dinámica. Tampoco se percataron del escaso favor que le hacen a sus supuestos ideales.
El ciudadano promedio es sensato. Puede ser engañado durante algún tiempo, pero no siempre. Las posiciones extremistas, esas que defienden lo que sea, son distinguidas con claridad por la gente moderada y menos apasionada. Solo terminan expulsando a quienes en realidad tienen coincidencias generales, pero logran comprender que no pueden acompañarlo todo, ciegamente y a cualquier costo.
El ocaso empieza en algún momento. La caída del régimen tiene escalones y su declinación se visualiza progresivamente. En esta etapa, la de la pendiente hacia abajo, el final de la historia no lo aceleran necesariamente los hechos políticos sino, precisamente, el accionar de quien lidera el proceso. Pero nada de eso podría lograrse sin la contribución de los incondicionales.
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