Argentina: ochenta años de decadencia
La Argentina es hoy un país turbulento aunque, a los ojos de las personas comunes...
06 de Agosto de 2014
La Argentina es hoy un país turbulento aunque, a los ojos de las personas comunes en el mundo, pueda parecer seducir con la imagen de una nación de gente pudiente y próspera. Por lo menos, esa era la imagen que más de una vez transmitió. Pero, ¿de dónde viene, precisamente, ese retrato de prosperidad?
En las siguientes líneas, intentaré develar el origen de esa concepción, relacionada con una historia interesante y atrapante, pero con un presente y un futuro más que inciertos.
La Argentina no hizo su prosperidad, claro, de la noche a la mañana, sino hasta luego de una larga guerra civil, como resultado de la cual, hacia 1850, el país se consolida como una nación organizada y, más aún, con la sanción en 1853 de un constitución redactada por Juan Bautista Alberdi, muy similar a la de los Estados Unidos de América, en la que se establecen los marcos institucionales, republicanos y federales para el progreso del país. Que la Argentina, para esa época un enorme y deshabitado desierto, pudiera darse una constitución 100% liberal fue un enorme paso, necesario pero no suficiente para el milagro. Y el milagro se dio.
A partir de ese entonces, los logros obtenidos fueron más que notables. Tan solo por citar algunos, la población pasó de un millón de habitantes en 1850 a ocho millones en 1914. El área sembrada, de 500.000 a 24 millones de hectáreas. Las exportaciones se incrementaron de 30 millones de pesos oro en 1870 a 389 millones en 1910. La red ferroviaria creció de 732 kilómetros en 1870 a 28.000 kilómetros en 1910, junto con una avanzadísima red de carreteras, integrando los desiertos espacios argentinos. El crecimiento por habitante entre 1875 y 1913 fue de más del tres por ciento anual. La inmigración, atraída por ese ilimitado progreso, fue casi explosiva: unos seis millones de extranjeros llegaron al país.
En lo que respecta al progreso en calidad humana, la tasa de mortalidad por mil habitantes había bajado del 22,98 en 1889-1898 a 16,5 en 1899-1907. A título comparativo, podemos decir que la tasa en 1908, que era de 15,2, podía medirse favorablemente contra las de Berlín (14,8), Londres (15,1) y Nueva York (18,6).
En 1869, el país tenía un 70% de analfabetos. En 1930, se habían reducido al 22%. La tasa de escolaridad primaria, que en 1870 era del 20%, en 1920 llegaba al 64% (En Italia, para los mismos años, había subido del 33 al 55%).
Se construyeron enormes edificios y obras que aún hoy perduran: el Teatro Colón, las estaciones de Retiro y Constitución, el Correo Central, el Congreso (réplica del Capitolio americano), el subterráneo (primero de América del sur y 13° del mundo), o la red telefónica (apenas un par de años después que en Nueva York). Resumiendo, el sentido liberal de su constitución, y el respeto irrestricto de la misma, permitieron que la Argentina, entre 1880 y 1920, creciera 42 veces. Su economía era mayor a todo el resto de América del sur sumado (incluyendo Brasil, Colombia, Venezuela y demás países).
Todo indicaba que el progreso no tendría límites. En definitiva, un país que no solo era potencia y faro en América, sino también en el mundo.
Lo que sucedería luego no es más que una serie de medidas y políticas populistas erróneas adoptadas por los sucesivos gobiernos de la época, con escasas y honrosas excepciones. El comienzo de la decadencia bien puede fijarse hacia 1935, cuando se creó el Banco Central de la República Argentina, y desde entonces, sin casi interrupción, se adoptó una política monetaria expansiva, la base de una siempre presente inflación para solventar el gasto público del gobierno. Se estatizaron las empresas ferroviarias, el petróleo y toda la energía, las comunicaciones. Obviamente, la corrupción que implican esas prácticas se extendió a lo largo y a lo ancho del país. En fin, el agrandamiento del Leviatán nacional, rompió todo tipo de federalismo y ha hecho a las provincias totalmente dependientes del gobierno central.
Lo anterior se dio junto con una política comercial mercantilista, con principios de protección nacional y aranceles a las importaciones que, por supuesto, pulverizaron el progreso y el desarrollo, hasta ese momento notables. Se destruyó la cultura del trabajo, el esfuerzo individual en aras de un difuso colectivismo, se puso en duda la propiedad privada, se difundió la idea que se puede vivir a costa del estado. Por supuesto, ha habido en estos 100 años períodos cortos de lucidez, pero lamentablemente las ideas estatistas primaron por sobre la libertad. La decadencia entonces fue inevitable. Hoy día, la Argentina se encuentra en el puesto 137 (de un total de 152) del índice de libertad económica que publica todos los años el Instituto Fraser de Canadá, junto con el Instituto Cato de EE.UU. El desánimo y la declinación son perceptibles en todo el país.
De esa Argentina que parecía que fuese a dominar el mundo, ya nada queda. Un lamentable ejemplo de involución. La Argentina exhibe reservas morales, pero la tarea que tiene por delante es titánica.
En las siguientes líneas, intentaré develar el origen de esa concepción, relacionada con una historia interesante y atrapante, pero con un presente y un futuro más que inciertos.
La Argentina no hizo su prosperidad, claro, de la noche a la mañana, sino hasta luego de una larga guerra civil, como resultado de la cual, hacia 1850, el país se consolida como una nación organizada y, más aún, con la sanción en 1853 de un constitución redactada por Juan Bautista Alberdi, muy similar a la de los Estados Unidos de América, en la que se establecen los marcos institucionales, republicanos y federales para el progreso del país. Que la Argentina, para esa época un enorme y deshabitado desierto, pudiera darse una constitución 100% liberal fue un enorme paso, necesario pero no suficiente para el milagro. Y el milagro se dio.
A partir de ese entonces, los logros obtenidos fueron más que notables. Tan solo por citar algunos, la población pasó de un millón de habitantes en 1850 a ocho millones en 1914. El área sembrada, de 500.000 a 24 millones de hectáreas. Las exportaciones se incrementaron de 30 millones de pesos oro en 1870 a 389 millones en 1910. La red ferroviaria creció de 732 kilómetros en 1870 a 28.000 kilómetros en 1910, junto con una avanzadísima red de carreteras, integrando los desiertos espacios argentinos. El crecimiento por habitante entre 1875 y 1913 fue de más del tres por ciento anual. La inmigración, atraída por ese ilimitado progreso, fue casi explosiva: unos seis millones de extranjeros llegaron al país.
En lo que respecta al progreso en calidad humana, la tasa de mortalidad por mil habitantes había bajado del 22,98 en 1889-1898 a 16,5 en 1899-1907. A título comparativo, podemos decir que la tasa en 1908, que era de 15,2, podía medirse favorablemente contra las de Berlín (14,8), Londres (15,1) y Nueva York (18,6).
En 1869, el país tenía un 70% de analfabetos. En 1930, se habían reducido al 22%. La tasa de escolaridad primaria, que en 1870 era del 20%, en 1920 llegaba al 64% (En Italia, para los mismos años, había subido del 33 al 55%).
Se construyeron enormes edificios y obras que aún hoy perduran: el Teatro Colón, las estaciones de Retiro y Constitución, el Correo Central, el Congreso (réplica del Capitolio americano), el subterráneo (primero de América del sur y 13° del mundo), o la red telefónica (apenas un par de años después que en Nueva York). Resumiendo, el sentido liberal de su constitución, y el respeto irrestricto de la misma, permitieron que la Argentina, entre 1880 y 1920, creciera 42 veces. Su economía era mayor a todo el resto de América del sur sumado (incluyendo Brasil, Colombia, Venezuela y demás países).
Todo indicaba que el progreso no tendría límites. En definitiva, un país que no solo era potencia y faro en América, sino también en el mundo.
Lo que sucedería luego no es más que una serie de medidas y políticas populistas erróneas adoptadas por los sucesivos gobiernos de la época, con escasas y honrosas excepciones. El comienzo de la decadencia bien puede fijarse hacia 1935, cuando se creó el Banco Central de la República Argentina, y desde entonces, sin casi interrupción, se adoptó una política monetaria expansiva, la base de una siempre presente inflación para solventar el gasto público del gobierno. Se estatizaron las empresas ferroviarias, el petróleo y toda la energía, las comunicaciones. Obviamente, la corrupción que implican esas prácticas se extendió a lo largo y a lo ancho del país. En fin, el agrandamiento del Leviatán nacional, rompió todo tipo de federalismo y ha hecho a las provincias totalmente dependientes del gobierno central.
Lo anterior se dio junto con una política comercial mercantilista, con principios de protección nacional y aranceles a las importaciones que, por supuesto, pulverizaron el progreso y el desarrollo, hasta ese momento notables. Se destruyó la cultura del trabajo, el esfuerzo individual en aras de un difuso colectivismo, se puso en duda la propiedad privada, se difundió la idea que se puede vivir a costa del estado. Por supuesto, ha habido en estos 100 años períodos cortos de lucidez, pero lamentablemente las ideas estatistas primaron por sobre la libertad. La decadencia entonces fue inevitable. Hoy día, la Argentina se encuentra en el puesto 137 (de un total de 152) del índice de libertad económica que publica todos los años el Instituto Fraser de Canadá, junto con el Instituto Cato de EE.UU. El desánimo y la declinación son perceptibles en todo el país.
De esa Argentina que parecía que fuese a dominar el mundo, ya nada queda. Un lamentable ejemplo de involución. La Argentina exhibe reservas morales, pero la tarea que tiene por delante es titánica.
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@SNTurdo
Sobre S. Nicolás Turdo
Estudiante de la carrera de Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional del Centro (Argentina). Ha publicado en diversos medios incluyendo El Tiempo Latino (EE.UU.). Actualmente, se desempeña como pasante en el Cato Institute.