¿Para qué sirve el gobierno?
En rigor, el rol y las funciones del monopolio de la fuerza que llamamos gobierno se instituyó...
11 de Septiembre de 2014
En rigor, el rol y las funciones del monopolio de la fuerza que llamamos gobierno se instituyó luego de que buena parte de la humanidad pudo sacarse de encima los faraones, sátrapas, emperadores y similares para, en su lugar, ofrecer seguridad y justicia, es decir, para proteger los derechos a la vida, la libertad y la propiedad, tal como rezan todos los documentos fundamentales de las sociedades abiertas.
Pero henos aquí que, de un largo tiempo a esta parte, las funciones de los aparatos estatales se han ido ensanchando hasta cubrir los espacios más íntimos de las personas, con lo cual, en lugar de proteger derechos, los gobiernos se han convertido en los principales enemigos de los gobernados y éstos, siempre encerrados en el dilema del “menos malo”, sufren los embates de forma reiterada.
El tema medular consiste en que se confunde la naturaleza del debate. Se discute si es bueno o malo para las personas tal o cual decisión, y de allí irrumpe un salto lógico inaceptable: si se piensa que es bueno, se concluye que el monopolio de la fuerza debe imponerlo. Esto es inaceptable para la dignidad y la autoestima de personas, cuya característica central es rechazar el entrometimiento de una niñera forzosa que anula la imprescindible libertad de cada uno, lo cual conlleva la responsabilidad individual.
En la dieta alimenticia, en las finanzas, en el deporte, en el mundo cibernético, en la educación, en la cinematografía, en el periodismo, en la agricultura, en el comercio y en todo cuanto pueda ocurrirse está presente el Leviatán con sus garras demoledoras y todo “para el bien de la gente”. Un ejemplo es la insolencia, impertinencia y el atropello de prohibir a los restaurantes a que pongan saleros en las mesas.
En una sociedad abierta, este plano de análisis es del todo impropio. El aparato estatal es para proteger a la gente en sus derechos que son anteriores y superiores a la existencia misma del gobierno y no para jugar al papá (además, generalmente golpeador) de la persona de que se trate. Más aun, en la sociedad abierta se respeta de modo irrestricto que cada uno maneje su vida y su hacienda como le parezca mejor, como decimos, asumiendo cada uno su responsabilidad, lo cual incluye las asociaciones caritativas con recursos propios y así hablar en la primera persona del singular y no vociferar en la tercera del plural, es decir, proceder coactivamente con el fruto del trabajo ajeno. Tal como reza el adagio anglosajón: “Put your money where your mouth is”.
Con razón el decimonónico Bastiat decía que el aparato estatal “es la ficción por la que todos pretenden vivir a expensas de todos los demás”. Cada vez que se dice que el aparato estatal debe hacer tal o cual cosa, hay que preguntarse a quiénes de los vecinos hay que arrancarles recursos, puesto que ningún gobernante aporta de su peculio para proyecto político alguno (más bien tienen una manifiesta inclinación por quedarse con lo ajeno).
Lo dicho para nada desconoce la posibilidad que algunas personas decidan ser manejadas por otros designando tutores o curadores y estableciendo sistemas colectivistas conviviendo dentro de un mismo país, pero nada autoriza a que ese sistema le sea impuesto a personas que mantienen su autoestima y su sentido de dignidad y quieran vivir como humanos, a saber, haciendo uso de su libertad.
Aparecen sujetos en el ámbito político en atriles diversos, casi siempre con el dedo índice en alto, declamando que ellos no persiguen intereses electorales ni componendas, sino que defienden principios. Pues no saben de que están hablando, ya que la política busca votos; de lo contrario, se esfuman los candidatos y, si no se acuerda, éstos pierden apoyo y, si se mantienen tercos en principios, son barridos del escenario. El político de una u otra inclinación es, en última instancia, un megáfono de lo que ausculta está demandando su clientela. Por eso es tan importante el debate de ideas y la educación: va al fondo de las cosas y determina lo que aplaudirá o rechazará la opinión pública que es la que, a su vez, permitirá que se articule tal o cual discursos desde los estrados políticos.
Repasar los documentos originales de todas las sociedades libres nos recuerda la idea de gobierno por la que se establecieron esas sociedades. Con el tiempo, debido a una muy exitosa faena educativa (más bien des-educativa), la idea del monopolio de la fuerza y sus consiguientes funciones ha variado radicalmente desde la idea jeffersoniana de que “el mejor gobierno es el que menos gobierna” a la idea leninista de abarcarlo todo en manos del gobierno. Es que se dejó de lado el principio defensivo básico de que “el costo de la libertad es su eterna vigilancia”, pero no meramente por parte de algunos, sino de todas las personas independientemente de sus obligaciones y tareas cotidianas. Si se pretende el respeto, hay que hacer algo diariamente para lograr y mantener ese objetivo noble. No es como si algunos estuvieran en la platea esperando que actúen otros que deben estar en el escenario. Esta actitud conduce a que se demuela la platea, se caiga el escenario y finalmente se incendie el teatro en manos de hordas anticivilización.
Ayuda a profundizar estas reflexiones, por ejemplo, el releer algunos pasajes de Alexander Herzen, a que Isaiah Berlin considera “un escritor genial” que “detestaba el conformismo, la cobardía, la sumisión a la tiranía de la fuerza bruta o las presiones de la opinión […] odiaba el culto al poder”.
Las obras completas de Herzen ocupan treinta volúmenes en la edición rusa, el repaso de ciertos pasajes puede inspirar y también reencauzar algunos de los acontecimientos de nuestra época. En su autobiografía titulada Mi Pasado y Mis Ideas consigna que “Desde los trece años, he servido a una idea marchando bajo una bandera: la de la guerra a toda autoridad impuesta, a toda clase de privación de la libertad, en nombre de la absoluta independencia del individuo”.
Pero henos aquí que, de un largo tiempo a esta parte, las funciones de los aparatos estatales se han ido ensanchando hasta cubrir los espacios más íntimos de las personas, con lo cual, en lugar de proteger derechos, los gobiernos se han convertido en los principales enemigos de los gobernados y éstos, siempre encerrados en el dilema del “menos malo”, sufren los embates de forma reiterada.
El tema medular consiste en que se confunde la naturaleza del debate. Se discute si es bueno o malo para las personas tal o cual decisión, y de allí irrumpe un salto lógico inaceptable: si se piensa que es bueno, se concluye que el monopolio de la fuerza debe imponerlo. Esto es inaceptable para la dignidad y la autoestima de personas, cuya característica central es rechazar el entrometimiento de una niñera forzosa que anula la imprescindible libertad de cada uno, lo cual conlleva la responsabilidad individual.
En la dieta alimenticia, en las finanzas, en el deporte, en el mundo cibernético, en la educación, en la cinematografía, en el periodismo, en la agricultura, en el comercio y en todo cuanto pueda ocurrirse está presente el Leviatán con sus garras demoledoras y todo “para el bien de la gente”. Un ejemplo es la insolencia, impertinencia y el atropello de prohibir a los restaurantes a que pongan saleros en las mesas.
En una sociedad abierta, este plano de análisis es del todo impropio. El aparato estatal es para proteger a la gente en sus derechos que son anteriores y superiores a la existencia misma del gobierno y no para jugar al papá (además, generalmente golpeador) de la persona de que se trate. Más aun, en la sociedad abierta se respeta de modo irrestricto que cada uno maneje su vida y su hacienda como le parezca mejor, como decimos, asumiendo cada uno su responsabilidad, lo cual incluye las asociaciones caritativas con recursos propios y así hablar en la primera persona del singular y no vociferar en la tercera del plural, es decir, proceder coactivamente con el fruto del trabajo ajeno. Tal como reza el adagio anglosajón: “Put your money where your mouth is”.
Con razón el decimonónico Bastiat decía que el aparato estatal “es la ficción por la que todos pretenden vivir a expensas de todos los demás”. Cada vez que se dice que el aparato estatal debe hacer tal o cual cosa, hay que preguntarse a quiénes de los vecinos hay que arrancarles recursos, puesto que ningún gobernante aporta de su peculio para proyecto político alguno (más bien tienen una manifiesta inclinación por quedarse con lo ajeno).
Lo dicho para nada desconoce la posibilidad que algunas personas decidan ser manejadas por otros designando tutores o curadores y estableciendo sistemas colectivistas conviviendo dentro de un mismo país, pero nada autoriza a que ese sistema le sea impuesto a personas que mantienen su autoestima y su sentido de dignidad y quieran vivir como humanos, a saber, haciendo uso de su libertad.
Aparecen sujetos en el ámbito político en atriles diversos, casi siempre con el dedo índice en alto, declamando que ellos no persiguen intereses electorales ni componendas, sino que defienden principios. Pues no saben de que están hablando, ya que la política busca votos; de lo contrario, se esfuman los candidatos y, si no se acuerda, éstos pierden apoyo y, si se mantienen tercos en principios, son barridos del escenario. El político de una u otra inclinación es, en última instancia, un megáfono de lo que ausculta está demandando su clientela. Por eso es tan importante el debate de ideas y la educación: va al fondo de las cosas y determina lo que aplaudirá o rechazará la opinión pública que es la que, a su vez, permitirá que se articule tal o cual discursos desde los estrados políticos.
Repasar los documentos originales de todas las sociedades libres nos recuerda la idea de gobierno por la que se establecieron esas sociedades. Con el tiempo, debido a una muy exitosa faena educativa (más bien des-educativa), la idea del monopolio de la fuerza y sus consiguientes funciones ha variado radicalmente desde la idea jeffersoniana de que “el mejor gobierno es el que menos gobierna” a la idea leninista de abarcarlo todo en manos del gobierno. Es que se dejó de lado el principio defensivo básico de que “el costo de la libertad es su eterna vigilancia”, pero no meramente por parte de algunos, sino de todas las personas independientemente de sus obligaciones y tareas cotidianas. Si se pretende el respeto, hay que hacer algo diariamente para lograr y mantener ese objetivo noble. No es como si algunos estuvieran en la platea esperando que actúen otros que deben estar en el escenario. Esta actitud conduce a que se demuela la platea, se caiga el escenario y finalmente se incendie el teatro en manos de hordas anticivilización.
Ayuda a profundizar estas reflexiones, por ejemplo, el releer algunos pasajes de Alexander Herzen, a que Isaiah Berlin considera “un escritor genial” que “detestaba el conformismo, la cobardía, la sumisión a la tiranía de la fuerza bruta o las presiones de la opinión […] odiaba el culto al poder”.
Las obras completas de Herzen ocupan treinta volúmenes en la edición rusa, el repaso de ciertos pasajes puede inspirar y también reencauzar algunos de los acontecimientos de nuestra época. En su autobiografía titulada Mi Pasado y Mis Ideas consigna que “Desde los trece años, he servido a una idea marchando bajo una bandera: la de la guerra a toda autoridad impuesta, a toda clase de privación de la libertad, en nombre de la absoluta independencia del individuo”.
En su Desde la Otra Orilla, nos dice —en el sentido orteguiano— que “Las masas aman la autoridad. Siguen cegadas por el arrogante brillo del poder […] Por igualdad entienden igualdad de opresión […] Pero no se les pasa por la cabeza gobernarse a si mismas”. Y también, en la misma obra, apunta que “El individuo que es la verdadera y auténtica realidad de la sociedad, siempre ha sido sacrificado a un concepto general, a algún nombre colectivo”.
Sin dudas, éste constituye uno de los tantísmos ejemplos de pensadores que han dejado magníficos testimonios de su veneración por la libertad y sus ventajas sobre la prepotencia estatal. Testimonios que es imperativo estudiar, al efecto de juntar fuerzas frente a la barbarie que pretende reducir a la humanidad en una majada de los siempre obedientes y sumisos lanares.
Como queda dicho, resulta del todo inconducente entrar por la variante de discutir si tal o cual medida le hará bien o mal a las personas; de lo que se trata es de respetar su radio de acción para que cada uno pueda seguir su camino y no depender del paternalismo autoritario que se arroga facultades que exceden en mucho la misión específica por la cual, en el contexto de la sociedad abierta, fue establecido el monopolio de la fuerza. Opinión que es naturalmente rechazada por los burócratas de turno, porque les resta poder y canonjías propias del ámbito político.
Todo lo que se piensa hace bien a otros, puede ser difundido por los canales que se estimen convenientes, pero en ningún caso está moral ni jurídicamente justificado el recurrir a la fuerza para que se proceda de un modo u otro, si el titular prefiere operar de otra manera, siempre y cuando no se lesionen derechos; en tal caso, es deber del gobierno defender a la víctima del atropello.
Claro que, si los gobiernos abarcan todos los espacios privativos de las personas, no pueden defender la vida, la libertad y la propiedad, no por falta de recursos ni de tiempo, sino porque es absolutamente incompatible con sus propósitos de estatismo rampante. No tiene sentido defender el derecho y, al mismo tiempo, atacarlo. Hoy, la seguridad personal está en riesgo -cuando no en franco peligro- de ser asaltado o muerto; la libertad, estrangulada por los gobiernos; y la propiedad, debilitada por la destrucción de los contratos y las intervenciones directas en los procesos de mercado; con ello, se extravía la brújula del cálculo económico y tiene lugar la consiguiente dilapidación de los siempre escasos recursos.
En esta instancia del proceso evolutivo, se ha adoptado el monopolio de la fuerza para proteger a los integrantes de la sociedad de lesiones a sus derechos; por ello, resulta sumamente paradójico que, como queda consignado, ese supuesto defensor se haya convertido en el agresor de mayor envergadura de quienes financian sus actividades. En virtud de esto, mientras otros debates tienen lugar en el mundo académico, es de gran importancia agregar nuevas limitaciones y controles para ponerle bridas al Leviatán, ejemplos de lo cual hemos sugerido en otras columnas.
Por último, invito a mis lectores a pensar cuidadosamente en lo que nos ha recordado el Ing. Alejo López Lecube respecto a la siguiente conclusión de Thomas Jefferson —uno de los Padres Fundadores de EE.UU., redactor de la Declaración de la Independencia y el tercer Presidente de ese país— que expresó en 1790, después de finiquitada su misión diplomática en Francia y antes de asumir como Secretario de Estado de George Washington: “Los dos enemigos de la gente son los criminales y el gobierno, de modo que atemos el segundo con las cadenas de la Constitución para que no se convierta en la versión legalizada del primero”.
Sin dudas, éste constituye uno de los tantísmos ejemplos de pensadores que han dejado magníficos testimonios de su veneración por la libertad y sus ventajas sobre la prepotencia estatal. Testimonios que es imperativo estudiar, al efecto de juntar fuerzas frente a la barbarie que pretende reducir a la humanidad en una majada de los siempre obedientes y sumisos lanares.
Como queda dicho, resulta del todo inconducente entrar por la variante de discutir si tal o cual medida le hará bien o mal a las personas; de lo que se trata es de respetar su radio de acción para que cada uno pueda seguir su camino y no depender del paternalismo autoritario que se arroga facultades que exceden en mucho la misión específica por la cual, en el contexto de la sociedad abierta, fue establecido el monopolio de la fuerza. Opinión que es naturalmente rechazada por los burócratas de turno, porque les resta poder y canonjías propias del ámbito político.
Todo lo que se piensa hace bien a otros, puede ser difundido por los canales que se estimen convenientes, pero en ningún caso está moral ni jurídicamente justificado el recurrir a la fuerza para que se proceda de un modo u otro, si el titular prefiere operar de otra manera, siempre y cuando no se lesionen derechos; en tal caso, es deber del gobierno defender a la víctima del atropello.
Claro que, si los gobiernos abarcan todos los espacios privativos de las personas, no pueden defender la vida, la libertad y la propiedad, no por falta de recursos ni de tiempo, sino porque es absolutamente incompatible con sus propósitos de estatismo rampante. No tiene sentido defender el derecho y, al mismo tiempo, atacarlo. Hoy, la seguridad personal está en riesgo -cuando no en franco peligro- de ser asaltado o muerto; la libertad, estrangulada por los gobiernos; y la propiedad, debilitada por la destrucción de los contratos y las intervenciones directas en los procesos de mercado; con ello, se extravía la brújula del cálculo económico y tiene lugar la consiguiente dilapidación de los siempre escasos recursos.
En esta instancia del proceso evolutivo, se ha adoptado el monopolio de la fuerza para proteger a los integrantes de la sociedad de lesiones a sus derechos; por ello, resulta sumamente paradójico que, como queda consignado, ese supuesto defensor se haya convertido en el agresor de mayor envergadura de quienes financian sus actividades. En virtud de esto, mientras otros debates tienen lugar en el mundo académico, es de gran importancia agregar nuevas limitaciones y controles para ponerle bridas al Leviatán, ejemplos de lo cual hemos sugerido en otras columnas.
Por último, invito a mis lectores a pensar cuidadosamente en lo que nos ha recordado el Ing. Alejo López Lecube respecto a la siguiente conclusión de Thomas Jefferson —uno de los Padres Fundadores de EE.UU., redactor de la Declaración de la Independencia y el tercer Presidente de ese país— que expresó en 1790, después de finiquitada su misión diplomática en Francia y antes de asumir como Secretario de Estado de George Washington: “Los dos enemigos de la gente son los criminales y el gobierno, de modo que atemos el segundo con las cadenas de la Constitución para que no se convierta en la versión legalizada del primero”.
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