La democracia 'curalotodo'
La democracia se ha convertido, en opinión de quienes han estudiado torcidamente la historia...
La democracia se ha convertido, en opinión de quienes han estudiado torcidamente la historia y la filosofía políticas, en un remedio universal para todos los males de España y las demás democracias europeas.
De ser un procedimiento para preservar las libertades y así fomentar el progreso humano, se ha convertido en un dogma que debemos acatar en la toma de todas las decisiones públicas e incluso en la organización de nuestra vida económica, social y familiar. Quienes así juran por la democracia la interpretan sencillamente como el gobierno de la mayoría. Las decisiones tomadas por la mayoría de los votos son para ellos sacrosantas. No dirigen ni un solo pensamiento a las minorías contrariadas o derrotadas. Son, pues, insensibles al peligro de la que me atrevería a llamar “democracia totalitaria”.
Hoy, en España, uno de los principales voceros de esta ideología es Pablo Iglesias, líder de Podemos. Fue Karl Popper quien me hizo entender lo que él llamaba “la paradoja de la democracia”.
La explicaba detalladamente en La sociedad abierta y sus enemigos (1945). Era posible que un pueblo votara democráticamente la muerte de la democracia. No decía esto Popper a humo de pajas. Para ascender a la suprema magistratura del III Reich se apoyó Hitler en el sufragio de muchos de sus conciudadanos. No me refiero tanto a su nombramiento como canciller de Alemania como a su caudillaje tras el Anschluss o unión de Austria con Alemania.
Un senil mariscal Hindenburg le entregó el Gobierno de Alemania en enero de 1933, a pesar de que los nazis habían visto reducirse el número de sus diputados en el Reichstag tras las elecciones de noviembre del 32. Quienes de verdad cometieron un suicidio democrático fueron los austriacos, que acogieron a Hitler con indescriptible entusiasmo tras la invasión de las tropas alemanas y refrendaron la anexión de su país con el Reich en un referéndum ampliamente mayoritario. Popper vivió en sus carnes, por así decir, esa violación consentida por los austriacos y, desde entonces, insistió en limitar la democracia a la categoría de procedimiento político y no elevarla a la dignidad de un dogma. Para él, la democracia era un sistema de librarse de los gobiernos sin que corriera la sangre. La democracia no debía ser un método para conseguir que gobernase el mejor, sino para prevenir y combatir la opresión. Las elecciones libres eran instituciones importantes, incluso necesarias, pero se justificaban como uno de los métodos de preservar las libertades. “El objeto de la política democrática debía ser sobre todo crear, proteger y desarrollar instituciones para evitar la tiranía” (Libro I, cap. 7.).
Muchos se sorprenden cuando les señalo que los derechos fundamentales del individuo son, en esencia, antidemocráticos. La libertad de creencias, de expresión, de reunión y de manifestación ha de protegerse en una democracia liberal, aunque la mayoría considere que esas ideas y su propaganda son nefandas. Lo sagrado del hogar, el respeto de la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos no pueden suspenderse a capricho de la mayoría.
El habeas corpus y la presunción de inocencia del detenido o acusado han de ser protegidos hasta su condena en un juicio imparcial dirigido por su juez natural, aunque la mayoría pueda considerarles, a todas luces, culpables. La corrupción política y administrativa debe castigarse, pero no como hace hoy la opinión mayoritaria en España durante la instrucción de un proceso, una instrucción acusatoria coreada por la televisión, la radio y la prensa. En esta cuestión de sus derechos fundamentales, el individuo puede apelar a los tribunales en defensa de su poder de veto frente a la mayoría, incluso si está compuesta por todos menos él. La importancia de esta visión defensiva de las libertades cobra aún más importancia porque en una sociedad libre no hay nunca unanimidades.
La extensión de la democracia mayoritaria a todos los aspectos de la vida —“todos decidimos sobre todo”— es absurda. Dos ejemplos entre muchos: decidir el equipo y la táctica ante un partido de fútbol por votación de los jugadores, titulares y reservas; transformar las empresas en cooperativas, al estilo de Mondragón. Me atrevería a sugerir lo inaplicable del sistema mayoritario a las relaciones entre padres e hijos o a la organización de las Universidades.
En uno de sus monólogos televisivos, Pablo Iglesias definió la democracia según la doctrina de Robespierre como un Estado en el que el pueblo soberano, obedeciendo leyes que son obra suya, actúa por sí mismo o sus delegados y usa su poder para defender sus “derechos”. Notaré, de paso, que es notable que el dirigente de Podemos se inspire en el ejemplo de ese revolucionario francés, que adoptó la guillotina como método para mecanizar la decapitación en serie de los enemigos del régimen. Siento alivio al ver que Iglesias ha dejado de hablar con admiración de Lenin, supongo que al recordar que el terrorista ruso contestó a la pregunta de Fernando de los Ríos “¿Para cuándo la libertad?” diciendo “Libertad, ¿para qué?”. Intervención contraproducente.
Fijémonos en el concepto de “derechos” expuesto por Iglesias. Es importante subrayar la diferencia entre los derechos fundamentales del individuo que acabo de analizar y el derecho de todos a la prestación de servicios públicos según el líder de Podemos. Para Iglesias, el pueblo ha de conquistar el poder para defender su goce de una pensión digna, de un servicio de salud gratuito, de una educación subvencionada. Esto me recuerda a la frase atribuida a Evita Perón de que “toda necesidad es un derecho”. Con la apelación a “derechos sociales” se pretende dignificar unos beneficios que no son nada más que directrices de política gubernamental, sólo exigibles en las urnas y no ante los tribunales. Todos estamos de acuerdo en que es muy deseable que la población goce de generosa jubilación, esté en buena salud, sea ilustrada e instruida. La cuestión es cómo conseguirlo. La crisis ha mostrado que, al menos, el sueño americano de una vivienda en propiedad para todos ha terminado en una epidemia de quiebras y desahucios. ¿Y si la intervención pública promovida por Iglesias para garantizar esos llamados derechos sociales resultara contraproducente?
Sin una profunda modificación del Estado de Bienestar, las pensiones se evaporarán, habrá largas colas para la atención médica y los más desfavorecidos seguirán recibiendo una formación deficiente. Quizá no sea posible financiar cada vez más generosamente esos servicios usando la fuerza para exigir mayores impuestos, que la gente se niega a pagar y que en muchos casos desembocan en despilfarro y corrupción. Estos doctores en democracia deberían preguntarse para qué es la libertad y, además, estudiar algo de economía.
Profesor de economía en la Universidad Autónoma de Madrid (España). Experto en pensiones, política monetaria, y de temáticas relativas a la Comunidad Económica Europea. Es coautor del trabajo Desregulación Bancaria y Orden Monetario.