SOCIEDAD: ALBERTO MEDINA MENDEZ

Escepticismo endémico

Una importante cantidad de ciudadanos ha perdido la fe en la política y su entorno.

02 de Febrero de 2015
Una importante cantidad de ciudadanos ha perdido la fe en la política y su entorno. No creen en los partidos ni en los dirigentes, tampoco en las instituciones o la república, e incluso se atreven a criticar a la 'sagrada' democracia, asumiendo el riesgo de ser políticamente incorrectos.

Algunos son solo pesimistas crónicos, pero los más son sujetos normales; gente equilibrada, fastidiada con el presente, furiosa con lo que sucede y furiosa ante la innumerable nómina de crónicas retorcidas, con finales poco felices, que se encargan de avalar esa tan frecuente sensación.

El descripto no es un fenómeno exclusivo de países con sistemas políticos precarios, irregulares o inmaduros. Sucede en casi todo el mundo, aunque con matices evidentes, bien diferenciados entre los extremos opuestos.

Muchas sociedades han padecido aberraciones inadmisibles. Sus habitantes han escuchado hablar de fraudes, acuerdos oscuros, muertes dudosas y casos judiciales bajo sospecha que jamás llegan a la verdad. En rigor, no lo saben con certeza; esas personas solo lo suponen. El problema es que cada una de esas hipótesis que rodean a estas historias, son demasiado verosímiles, pueden ser ciertas, o bien podrían haber tenido lugar realmente.

Claro que esa base informativa, ese conocimiento disperso e impreciso suele dar lugar a las mas intrincadas versiones, e inspira a los amantes de las conspiraciones; a esos que ven confabulaciones por doquier y entramados que poco tienen que ver con la realidad.

Ese escenario de absoluto desprestigio de la política y de sus débiles instituciones no es para nada deseable, aunque es saludable asumir que esta visión forma parte del esquema vigente en muchas comunidades.
 
Es inevitable que, en semejante contexto de desesperanza, sea difícil ver la luz al final del túnel, y que muchos personajes de la política prefieran transitar idéntico camino, ya conocido, bajo los códigos contemporáneos, en vez de animarse a revertir la tendencia como si la misma fuera inmodificable.

Se vuelve necesaria una generación de dirigentes preparados para torcer el rumbo. No debe ser solo una facción, un partido o algún sector de la política. Pero es imprescindible que sea una abrumadora legión de personas dispuestas a cambiar la perversa inercia que ofrece la corporación política actual.

Para muchos, esto remite simplemente a una mera expresión de deseos, y no más que eso. Sostendrán -con no pocos argumentos- que muchos prometieron ser algo diferente y solo continuaron el camino trazado por sus antecesores. La cuestión de fondo es que ese grupo de dirigentes necesarios, no solo deben ser políticos profesionales, sino una multitud de ciudadanos con suficiente vocación para modificar esta mecánica desde diferentes estratos.

No surgirá mágicamente una nueva especie en la política -y menos aún lo hará en forma espontánea- sino que emergerá solo en la medida que la sociedad pueda ser más exigente y deje de conformarse con los mediocres de siempre. Pero también será posible, en tanto y en cuanto, sean muchos los que abandonen definitivamente la comodidad que propone la apatía, renunciando a sus privilegiados lugares de espectadores de lo que ocurre, para ocupar un espacio protagónico allí donde sea preciso.

La política partidaria, esa que se encarga de ganar representatividad en el poder y que conforma gobiernos, es siempre el último peldaño, la cima de esta larga secuencia, que debe empezar desde bastante más abajo. Es en el barrio o en el consorcio, en el club o en cualquiera de las organizaciones de la sociedad civil, en definitiva, en cada uno de los ámbitos de participación cívica donde se debe dar este proceso paulatino y progresivo, pero de un modo decidido, perseverante y comprometido.

No existen razones para resignarse por completo; corresponde presentar batalla. Lo que no puede hacerse es aguardar que las cosas sucedan merced a un golpe de suerte, por un deseo superior, por justo que sea o necesario que resulte.

El desánimo seguirá ganando la pulseada, pero solamente si los ciudadanos así lo permiten. No será la alta política la que modifique el curso de los acontecimientos, sino la decisión de una casta de individuos capaces de testimoniar, a diario, con su ejemplo personal e intransferible, que están saturados de esta forma de hacer. Que su cansancio ha llegado al límite y que resulta vital construir un punto de inflexión, indispensable para iniciar una nueva etapa.

Seguramente, no será un recorrido lineal ni libre de sobresaltos -e incluso cabrá esperar retrocesos. No existe alquimia que muestre atajos para revertir el presente sin esfuerzo. Para eso, cada individuo debe revisar -ahora mismo- su actitud frente a lo que ocurre. Sus quejas, enojos, bronca e impotencia, son solo diminutos síntomas, pero no constituyen una acción concreta y mucho menos conducente. Es menester cooperar con algo más concreto; ser parte activa del cambio, participar de algún ámbito y, sobre todo, estar dispuesto a demostrar en el ejercicio de esa pequeña porción de poder, cuan convencido se está de modificar aquello que incomoda.

Si esa dinámica diera sus primeros pasos, si ese esquema fuera capaz de demostrar su viabilidad, es posible entonces, que se empiece a superar esta patética situación que solo muestra la peor cara del escepticismo endémico.

 
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