SOCIEDAD: ALBERTO MEDINA MENDEZ

El mercado de la política

Si bien para algunos pocos resulta harto evidente que la política...

25 de May de 2015
Si bien para algunos pocos resulta harto evidente que la política no es más que un mercado como tantos otros, infortunadamente, la mayoría de los ciudadanos no logra asumirlo, y aguarda que su comportamiento sea diferente -sin comprender sus reglas más básicas y elementales.

Como en todo ámbito en el que se encuentran la oferta y la demanda, la política termina descubriendo un punto de equilibrio. Esa armonía siempre es inestable, en la forma de un mero acuerdo transitorio en constante mutación. Cualquier movimiento leve conduce a la búsqueda de un nuevo punto de confluencia.
 
Si se entiende que la política es un mercado, es mucho más fácil vislumbrar que el resultado que se obtiene hoy no es más que el producto de lo que la sumatoria de oferentes y demandantes lograron acordar en un instante.
 
Un ejemplo omnipresente es el de las propuestas de campaña. Un sector de la sociedad suele quejarse, declamando que los candidatos no plantean propuestas concretas. Algunos dirigentes incluso se animan a enumerarlas, pero jamás son demasiado específicos como para describir como las concretarán.
 
Sin embargo, pareciera ser que aquellos que presentan ese tipo de exigencias a los políticos, no fueran suficientes. De lo contrario, los candidatos se tomarían en serio la cuestión y dedicarían más energías a ese reclamo.
 
En rigor, dirigentes y candidatos no presentan propuestas precisas, ni dicen cómo las llevarán a cabo -porque eso no es suficientemente valorado por los ciudadanos. Es probable que todo ello explique por qué unos y otros -políticos y ciudadanos- se comportan de un modo relativamente similar.
 
No vale la pena reclamar por algo que, de todas maneras, no se otorgará -se oye de parte de la ciudadanía. Por su parte, los dirigentes afirman que no tiene sentido proponer algo que tampoco les parece determinante. Todo funciona de este modo, y así seguirá. No existen estímulos suficientes para que se modifiquen esas actitudes.
 
Eventualmente, un 'mercado libre' optimizaría los resultados, colocándolos en su máximo punto de eficiencia. Pero, por cierto, la actividad política no ha quedado exenta de la corriente intervencionista que rige estos tiempos.
 
Es factible que la política del presente funcione de un modo ineficiente e inadecuado, dado que sus reglas han sido permanentemente manipuladas por quienes ostentan el poder y establecen esas normativas intencionalmente.
 
Se trata de un espacio brutalmente intervenido y absolutamente regulado, que instaura pautas que impiden, deliberadamente, la indispensable competencia. La extensa nómina de interferencias que exhibe este mercado político explica la escasez de alternativas. Debido a ello, la ciudadanía termina optando entre lo disponible, sin tener chances de participar de unas legítimas elecciones libres.
 
Si se esperan progresos en la materia, resulta vital disminuir los obstáculos de acceso a la política y fomentar una verdadera competencia -ésa que invita a brindar lo mejor para que los ciudadanos tengan opciones.
 
Como en todo mercado, los oferentes hacen lo que sea para satisfacer las pretensiones de la sociedad. No lo harán por altruismo, bondad natural o integridad personal sino porque, de lo contrario, siempre se corre el riesgo de que otro irrumpa en la escena y logre interpretar mejor esas demandas.
 
El régimen actual solo encierra a los 'consumidores' sin otorgarle salidas -lo cual tampoco deviene en casualidad: los dueños del sistema se han ocupado de bloquear intencionalmente a los potenciales nuevos dirigentes.
 
Es por esa razón que existen muchas legislaciones en las que los partidos políticos tienen el monopolio formal de la representación. En ellas, los ciudadanos no pueden siquiera postularse; apenas pueden aspirar a pertenecer a una facción.
 
Como sucede en otros mercados, los oferentes intentan eliminar adversarios recurriendo a restricciones legales que les permitan limitar la oferta. Para hacerlo, utilizan argumentos que hasta parecen razonables.
 
Un caso emblemático, cuya comparación es pertinente, es el de los industriales nacionales que se amparan en la sinuosa justificación de las posibles fuentes de trabajo perdidas, a criterio de evitar que sus rivales extranjeros puedan ofrecer productos de mayor calidad o mejor precio. Esos pseudoempresarios apelan al tráfico de influencias, con miras a impedir que ingresen nuevos actores. Su herramienta predilecta: las barreras aduaneras.
 
La política no es diferente. Los dirigentes contemporáneos se esfuerzan en establecer normas que le garanticen la exclusividad de la representación. De hecho, los partidos mayoritarios acuerdan esas reglas para repartirse las porciones de poder. Listas sábanas, sistemas complejos de elecciones, de fiscalización, pisos mínimos para obtener representación, personería política con limitaciones de tiempo -cualquier instrumento es eficaz para quitar del camino a cualquier entrometido que quiera modificar el esquema vigente.
 
Si se espera que la política cambie, habrá de flexibilizarse sus reglas, para que sean muchos los que deseen participar y puedan hacerlo sin una burocracia que se interponga. Si los ciudadanos tienen más poder, dispondrán de una mayor cantidad de alternativas para seleccionar. Nada asegura la perfección, pero tal dinámica incentivará a los postulantes a ser mejores e intentar seducir de otro modo a su potencial electorado.
 
Si se sigue creyendo que la política es solo servicio a la comunidad y que debe ser un apostolado vocacional, es porque aún no se comprende la naturaleza de las transacciones entre individuos. Ningún problema puede ser resuelto si antes no se comprende su dinámica. Si se busca que la política se convierta en motor del cambio, debe asimilarse, primero, que también es un mercado.

 
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