Renunciar a la inocencia
Es habitual que las personas caigan en la trampa de confundir deseos y realidad.
14 de Junio de 2015
Es habitual que las personas caigan en la trampa de confundir deseos y realidad. En ocasiones, el ansia de que algo suceda empuja a creer en que todo va en esa dirección y que es inexorable que tal percepción individual sea compartida por la inmensa mayoría de la sociedad.
La realidad siempre se ocupa de poner las cosas en su sitio. Lo que parecía evidente, se derrumba, y los hechos lo refutan todo con absoluta contundencia. En casi cualquier ámbito de la vida, se convive con esa ingenuidad de manera casi eterna pero, en política, lo empírico se presenta de un modo aplastante y no deja más alternativa que reconocer el error de perspectiva.
A veces, el anhelo se presenta con tal potencia, que las personas optan por continuar en la desorientación, intentando explicar lo ocurrido y apelando a aspectos secundarios, existentes, aunque no determinantes.
Desde hace algún tiempo, la sociedad entiende que la política ha dejado de ser una herramienta de transformación, para mutar en instrumento de sometimiento, abuso y corrupción. Por eso, se enfada -y con razón.
De cara a esos inaceptables atropellos, la ciudadanía reacciona casi heroicamente, asumiendo un protagonismo legítimo, que aspira a modificar la situación actual y encauzar aquello que jamás debió salirse de cauce. El ciudadano medio cree, con convicción, que la democracia es el camino para dirimir las discrepancias de una comunidad. Pero, de igual manera, percibe que ese sistema de gobierno ha sido cooptado por una casta, una corporación de personajes que se han apropiado de la conducción de la maquinaria.
Es por eso que esa ciudadanía, enojada e indignada, portadora de bronca e impotencia, asume que es momento de hacer algo al respecto; se propone, pues, como líder de ese proceso de reformas indispensables.
Ese análisis, pese a su simplicidad, no es incorrecto, pero puede resultar insuficiente, conforme no mensura con seriedad las variables más relevantes que explican el presente y el modo preciso en el que opera la política contemporánea.
Por obvio que parezca, nada se supera si no se comprende primero su dinámica y se entienden sus reglas básicas. Recién entonces es factible plantear una estrategia adecuada y contar con una posibilidad certera de lograr resultados. El empuje y las ganas son necesarios, pero no alcanzan si no se les agrega una dosis crítica de profesionalismo y una perseverancia sistemática.
Lo que ocurre en el presente remite a la consecuencia de una serie bastante prolongada de situaciones que derivaron en esta actualidad. No se ha llegado hasta aquí de la mano de casualidades o circunstancias inconexas. El entramado actual es complejo, sofisticado y la maraña de ingredientes que lo componen lo hace casi inaccesible. La faena no puede ser encarada con éxito, por vía exclusiva de la apelación a recursos rudimentarios y maniobras primitivas.
El fraude estructural, las regulaciones que condicionan la participación política de los ciudadanos, los privilegios de la partidocracia, y el financiamiento de las campañas, son solo algunos de los condimentos cuyo replanteo de fondo es esencial. No obstante, la posibilidad concreta de lograrlo pronto parece políticamente inviable y fácticamente imposible.
A la farsa propia del sistema, se agrega la apatía de una ciudadanía abatida por su extensa nómina de derrotas individuales y colectivas, situación que perturba a muchos, pero que deviene en desenlace esperable de un esquema que fue montado intencionalmente para que derive en esa postura general. Así las cosas, la desesperanza cívica no es un incidente fortuito, sino que es el resultado de una planificada y exitosa estrategia de quienes ostentan el poder, con el solo objetivo de evitar que la sociedad retome el mando. En una comunidad que conserva su poder, ninguno de los despropósitos del presente, tendrían viabilidad alguna.
Quienes ejercen el poder, aquellos que orientan los destinos de la política y llevan décadas ejerciendo las prácticas que hoy se condenan, no serán derrotados en las urnas por principiantes. Ellos pueden no saber gobernar -y así lo han demostrado-, pero conservan la destreza suficiente como para retener poder indefinidamente y, por sobre todo, son expertos en quitarse de encima a los aficionados.
El aparato político de los gobiernos, el clientelismo estructural, el asistencialismo vigente, la discrecionalidad con la que administran los dineros del Estado y cierto talento en el juego electoral, son demasiadas ventajas para que un grupo de improvisados ciudadanos bien intencionados puedan destronar a los que han hecho de la política su forma de vida.
Siempre cabe la posibilidad de que los poderosos tropiecen, de que la soberbia les juegue una mala pasada, de que un hecho inesperado los debilite y sean víctimas de sus andanzas; pero no es razonable pretender triunfos que dependan solo de una combinación infinita de errores ajenos. Ningún desafío debe ser descartado, por difícil que parezca. Pero, a criterio de encararlos, deben mantenerse los pies sobre la tierra. Se precisa de bastante inteligencia, de una sabiduría inagotable para superar los escollos, y de una actitud a prueba de casi todo para transitar el sendero a recorrer.
La idea no es caer en el desanimo sistemático, ni bajar los brazos; no es ese el planteo. Pero resulta vital e imprescindible comprender profundamente los alcances del sistema y su funcionamiento, dimensionar su complejidad y comprender sus intrincados mecanismos, si de lo que se trata es de dar la batalla de un modo conducente. Se precisan de no pocas cualidades para emprender ese recorrido. Pero acaso el requisito fundamental para enfrentar al régimen sea renunciar a la inocencia.
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