POLITICA ARGENTINA: ALEJANDRO BONGIOVANNI

Argentina: derogar la realidad, en las urnas

Es políticamente correcto decir que los políticos deben escuchar a la gente...

30 de Agosto de 2015
Es políticamente correcto decir que los políticos deben escuchar a la gente, y que el pueblo no se equivoca. Lo primero es cierto. En la contienda matemática que propone la democracia  -aquel abuso de la estadística, al decir de Jorge Luis Borges, del cual, sin embargo, es el mejor sistema conocido-, se vuelve necesario sumar voluntades a favor de uno. Dado que tales voluntades se presentan más o menos heterogéneas, el discurso debe ser lo suficientemente ambigüo y plástico como para contener a la mayor cantidad posible. No interesa si se aprieta poco, mientras se abarque mucho. Y, para abarcar mucho, se son necesarios conceptos lábiles y poco específicos, significantes vacíos -conforme apuntado por Ernesto Laclau- tales como el oficialista 'Tenemos patria', pero también el opositor: 'El cambio'.

La dirigencia política interpreta lo que consideran que la gente demanda, y engloba estas demandas en un marco amplio, que luego es representado en un símbolo y un mensaje breve. Hoy, la ciudadanía se muestra tironeada por dos polos en apariencia opuestos: el cambio y la continuidad. La oferta electoral se posiciona dentro de un espectro de latitudes delimitadas por estas dos ideas. Desde un extremo, es factible afirmar que el 60% de la gente votó por algún grado de cambio (si consideramos al kirchnerismo como la 'continuidad absoluta'). Sin embargo, desde el otro extremo, es plausible apuntar que un 60% de argentinos opta mayormente por la continuidad (si computamos que el 'peronismo' -otro significante vacío- la representa, y sólo Cambiemos la resquebraja).

Pero, dejando de lado la oferta, el objetivo aquí es llamar la atención sobre la demanda. Y es que acaso la demanda electoral respecto a los grados de cambio y continuidad sea de imposible cumplimiento.

Es decir que, cuando la ciudadanía reclama un cambio, no está exigiendo un gasto público menos intolerable, una mayor responsabilidad fiscal, una apertura económica que nos ayude a reinsertarnos en el mundo, un Estado de derecho que haga cumplir la ley tanto a los políticos como también a los ciudadanos irrespetuosos frente a las normas. La gente no exige pagar tarifas reales que  contraigan y reviertan el déficit energético, ni dejar de ver fútbol gratis, ni sincerar un tipo de cambio artificialmente atrasado que implicará la pérdida del poder adquisitivo, ni una flexibilización de normas laborales de carácter leonino que protegen al que tiene trabajo en desmedro del que no lo tiene.

Lo que la ciudadanía demanda es no pagar los costos de la realidad que elige. Quiere que la fiesta siga (continuidad) pero sin los costos (cambio). Quiere consumir sin producir, recoger beneficios sin correr riesgos, contar con altos salarios sin aumentar productividad, buenos servicios públicos sin pagar tarifas decentes. La gente quiere un gobierno grande, pero no quiere pagar las consecuencias de ese gobierno agigantado (inflación, en tanto financiada con emisión; endeudamiento, en tanto es financiado con deuda; alta presión impositiva, financiada con impuestos. O las tres cosas juntas, como sucede actualmente). Las personas pretenden mercados cerrados cuando oferta, y mercados abiertos cuando demanda; quieren trabajar para el Estado, pero se queja ante la cantidad de empleados públicos; quieren el discurso del garantismo penal, pero no quieren que les roben o los maten. Quiere emborracharse, y no sufrir resaca. No es posible.

Por estas razones, y más allá de la oferta electoral, será hora de reflexionar que nuestra demanda es profundamente mediocre. No sólo los pueblos se equivocan, sino que lo hacen muy a menudo. El nuestro es particularmente proclive a dejarse llevar por los cantos de sirena del populismo, que promete costos bajos o nulos.

Nadie –ni Daniel Scioli, ni Mauricio Macri, ni Sergio Massa, o quien sea– podrá lograr que consumamos por encima de nuestro nivel de producción de manera sostenida. Nadie podrá prometer salarios altos, si la producción es baja. Ni mantendrá el valor del peso si tiene que emitir descontroladamente. Nadie puede ser blando con el delito, y reducir la delincuencia. Nadie puede vulnerar sistemáticamente leyes y, al mismo tiempo, atraer inversiones. No es posible derogar la realidad. Los problemas del hoy –y los que se avecinan– son los costos de la 'alegría' de ayer. La cuenta llega siempre; los economistas pueden errar el cuándo pero, fuera de eso, es inevitable pagar las facturas por la falta de responsabilidad, y por un mal gobierno.

Por lo tanto, y más allá de la oferta electoral, mientras nuestras demandas como ciudadanos sigan bordeando lo irresponsable, habremos de subirnos una y otra vez al carro populista, para repetir sus conocidas fases de alegría y depresión, ilusión y desencanto, continuidad y cambio.

 
Sobre Alejandro Bongiovanni

Es Abogado y Director de Políticas Públicas en la Fundación Libertad (Argentina). Publica regularmente en medios nacionales e internacionales.