Corte Penal Internacional: todo hacia Africa; nada hacia América Latina
El conjunto de textos que conforman el derecho internacional penal, por fin cristalizados en...
El conjunto de textos que conforman el derecho internacional penal, por fin cristalizados en los Estatutos de Roma de 1998 y su concreción la Corte Penal Internacional (CPI), pasó de generar enormes expectativas a ser una institución sesgada, atendiendo exclusivamente las causas de perpetradores africanos. Por ello es vivamente criticada por la Unión Africana. En América Latina, la apatía del Tribunal de La Haya hace lugar a acuerdos de salida de crisis discutibles en cuanto al poco o nulo caso hecho al derecho penal internacional. A la masividad del crimen de lesa humanidad por parte de las guerrillas en la región más impactada por homicidios del mundo, los estragos cometidos por organizaciones que actúan como estados dentro del Estado, se suman las violaciones al derecho humanitario perpetrados desde el aparato de Estado por la tiranía castro chavista.
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Dieciocho años pasaron desde que el primer país, Senegal, ratificara el estatuto de Roma que creó el Tribunal Penal Internacional y poca ha sido su trascendencia. De los 122 países sobre 193 que conforman la Asamblea de los Estados Partes (AEP) de la CPI, muchos han sido teatro de crímenes de guerra y/o crímenes de lesa humanidad. No obstante, de las diez causas bajo escrutinio de los jueces de La Haya, nueve son africanas. Sheriff Bojand, ministro de la Información de Gambia, acusó el 26 de agosto de 2016 la CPI de 'persecución hacia los africanos', en particular 'sus dirigentes' habiendo -según su estimación- unos '30 países occidentales culpables de crímenes de guerra'.
Los africanos, buenos clientes de la CPI
La CPI es una corte que se ajusta a lo que hace consenso, como todos los organismos multilaterales. Y las masacres en África poseen precisamente ese ingrediente. Generan la tapa de “The Economist” que pone a todo el mundo de acuerdo. A esa conclusión llegaron los miembros de la Unión Africana en enero de este año durante su cumbre en Addis Abeba (Etiopía). Los representantes se manifestaron excedidos por el tratamiento selectivo de la instancia de La Haya. Tanto que amenazaron con el retiro del Estatuto de Roma de sus 34 naciones. No es una amenaza despojada de sustento. África del Sur, Burundi y Gambia, justamente ya han formalizado explícitamente su retiro del Estatuto.
Uno de los causas más altisonantes del CPI es la del ex presidente Laurent Gbabo, de Costa de Marfil. A efecto de mantener la presión, el jefe de la AEP, el senegalés Sidiki Kaba, acaba de mandar una misiva al presidente Alassane Dramane Ouattara acuciando el mandatario – entre la espada y la pared debido a la popularidad de la cual goza Gbabo en sectores de la población -, como recordatorio de su compromiso en cooperar con la CPI. Los otros expedientes se abocan igualmente al continente negro: Darfour, Kenia, Gambia, Libia.
El maliense Ahmad Al Faqui Al Mahdi fue sentenciado el 27 de septiembre pasado por la CPI. Fue condenando a nueve años de cárcel por ser el autor de la destrucción de los nueve mausoleos, cuna del sufismo africano, baluartes de los siglos XV y XVI, y la vandalización de la mezquita medieval Sidi Yahia durante la razzia de siniestra memoria de 2012 en la ciudad de Tombuctú. Su sentencia fue menos severa de lo que hubiese sido una condena por una corte de su país. Sin mencionar las condiciones penitenciarias netamente más benévolas en La Haya que lo que es dable imaginar depararía el servicio carcelario de Bamako. La parvedad de la pena generó una polémica en Mali. La opinión pública percibió como casi ofensivo la sentencia enfocada excluyentemente en la dimensión monumental y no en las masacres contra la población concomitantes. Tampoco entendieron que se cercenara en la persona de Al Faqui y no en el grupo terrorista al cual pertenecía, Ansar Eddine. La impresión fue que el CPI extinguió una causa cortando por lo más fácil.
Evolución de un crimen organizado que mata más que una guerra civil
La inacción de la CPI en América Latina es irrefutable. Se puede intentar acercar algunas explicaciones pero ninguna termina de cuadrar totalmente. Probablemente sea la suma de todas ellas a su vez. Es un hecho que ningún jefe de cartel mexicano ha sido citado a responder ante la corte internacional por los crímenes de lesa humanidad, a pesar de responder a cada uno de los delitos tipificados por el Artículo VII: asesinato, exterminio, reducción a la esclavitud, deportación, traslado forzoso de poblaciones, privación grave de libertad, violación, prostitución forzada, ataques contra poblaciones civiles, envenenamiento, desaparición forzada de personas etc… La responsabilidad individual de los jefes es lo fuerte de la Corte Penal Internacional, sin embargo ninguno de los forajidos que hace al sufrimiento de los mexicanos en los Estados más afectados por el crimen organizado fue honrado por una mención de la fiscalía de la CPI.
La corte internacional ya no cuenta con ningún latinoamericano de peso en su cúpula. El primer fiscal de la institución fue el argentino Luis Moreno Ocampo, conocido por su acción en el marco de los juicios contra los comandantes de la dictadura, los autores de las dos asonadas contra la democracia en los 90 y varias otras causas históricas de su país. En 2008, antes de caer en desgracia, Moreno Ocampo se había explayado en un documento sobre la situación penal de las Farc considerando que estas podrían ser traducidas en justicias ante la CPI.
Fue la primera y última alusión a una posible causa latinoamericana. Los principios orientadores que guían la Corte de La Haya en la selección de las causas ignoran boyantemente las realidades criminales del continente hispano-luso hablante. La ONG Forum Brasileiro de Segurança Pública acaba de entregar su noveno informe, que resalta que en Brasil en cuatro años murieron por homicidio más de 300.000 personas. Es decir más muertos en Brasil que en Siria por el conflicto allí prevalente. Cada una de esas muertes es un delito contra los derechos humanos más elementales. La mismísima circunstancia de vivir permanentemente con miedo en algunas ciudades de América Latina, donde se mata una persona cada 9 minutos, constituye un delito en sí contemplado desde los principios básicos de la CPI. Es la vida de cualquier ciudadano de Caracas y de la mayoría de las grandes ciudades del continente.
De haber la fiscalía de la Corte Penal Internacional indagado alguna vez a uno de los capos de los Maras centroamericanos, hubiese creado un precedente con incidencia inmediata para miles de millones de americanos a quienes recae vivir en la región del mundo más afectada en taza de homicidio del mundo. Pero la AEP no se ha volcado jamás sobre aquellas metastructuras criminales ni en sus franquicias, que van del narcotráfico en las zonas más silvestre a la criminalidad urbana de cuello blanco. ¿Qué sabe la fiscalía del Primer Comando da Capital (PCC) o del Comando Vermelho en Brasil y de sus exacciones? Nada. La ignorancia es abismal. Toda su acción reposa sobre primicias obsoletas y culturalmente condicionadas al síndrome Idi Amín Dadá.
No es de extrañar que en algún punto los jefes de los ejecutivos más democráticos de América Latina no tengan otra alternativa que ceder al pragmatismo: negociar zonas liberadas con el crimen organizado, cuando no indultos de facto, a cambio de una paz que no es otra cosa que un equilibrio asentado sobre la amenaza permanente.
Tiranía novecentista
El novecentismo latinoamericanista conoció un resurgimiento a principios del Milenio. Desde hace 17 años los venezolanos viven bajo el yugo de un autoritarismo que no hubiese deparado con la doctrina de la dictadura permanente del Doctor Francia en Paraguay. El Ejecutivo de ese país ha incurrido en todo tipo de conductas criminales que cuadran dentro del umbral del Estatuto de Roma y, a pesar de haber Caracas ratificado el convenio el 25 de mayo de 2000, los fiscales de La Haya nunca tomaron providencia de las desapariciones forzadas, los asesinatos políticos, la organización de hambruna, destrucción y apropiación arbitraria de bienes y la detención de figuras de opositores. Todas tropelías de público conocimiento, tipificadas en los artículos VII y VIII del documento, que no pueden las autoridades chavistas desconocer.
Pero el caso que más envidia debería suscitar entre los criminales de guerra del mundo habidos y por haber es el acuerdo de paz entre Colombia y las Farc-EP firmado el 24 de agosto pasado en medio de un repique de campanas. Entusiasmo nunca visto antes para lo que no deja de ser un explícito desaguisado a cuanto protocolo hubiese de penalización del crimen de guerra, de lesa humanidad y de transgresiones establecidas en una línea de tiempo de cinco décadas al derecho humanitario. La intención “de conceder la amnistía la más amplia posible a las personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentran privadas de libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armado “ viene especificada en varios artículos del acuerdo, hasta en el propio punto V dedicado a las víctimas. El principio rector que se despeja de la lectura del acuerdo parece haber sido borrar buenos y malos, víctima y victimario y, al proceder de esa forma, enterrar de facto el Estatuto de Roma.
La metodología del acuerdo firmado en La Habana consiste lisa y llanamente en calcar cualquier acuerdo de capitulación de guerras pasadas y renombrarlo Acuerdo de Paz.
Al presidente sudanés Omar el Bechir, con pedido de captura internacional desde 2008 por parte de la CPI, acusado del desplazamiento forzado de 1,5 millones de personas, violaciones y homicidios en masa en su país, le vendría bien volcarse sobre la patraña concitada entre el gobierno y la más vieja guerrilla del mundo, como se la suele llamar. Aunque desaprobado el 4 de octubre por referendo, el texto amerita una retrospectiva exegética por el muy amplio patrocinio internacional del cual fue beneficiado. Santos fue distinguido con el premio Nobel de la Paz.
Indultos al por mayor
El acuerdo no es estrictamente colombiano en su confección. Es el resultado de una ingeniería diplomática concebida por negociadores noruegos y americanos que confirieron ese toque de pureza ideológica suprapartidaria a un acuerdo de acervo objetivamente castro chavista. La vigencia jurisprudencial universal del acuerdo se discute, en la medida que fue desautorizado por referéndum. Es difícil proyectar su posteridad como patrón de resolución de crisis en otros teatros de atrocidades. Teniendo en cuenta su buena acogida, acoplado al hecho que no es difícil llegar a ese resultado extrajudicial, se podría azarar que es apenas el debut de una tendencia que busca simplemente hacer la impasse sobre la judicialización.
La metodología del acuerdo firmado en La Habana consiste lisa y llanamente en calcar cualquier acuerdo de capitulación de guerras pasadas y renombrarlo Acuerdo de Paz. Toda capitulación empieza por otorgar territorios al vencedor y rendir pleitesía a los nuevos jefes. Es exactamente lo que hace el acuerdo a través del Punto I, pomposamente bautizado Reforma Rural Integral (RRI) y el punto 3 que organiza los fueros políticos de la cúpula de las FARC. “El tránsito de las FARC-EP, de organización en armas a un nuevo partido o movimiento político legal, que goce de los derechos y cumpla con las obligaciones y deberes propios del orden constitucional, es una condición necesaria para el fin del conflicto armado, la construcción de una paz estable y duradera y, en general, para el fortalecimiento de la democracia en Colombia. Con ese propósito, se adoptarán las garantías necesarias y condiciones que faciliten la creación y funcionamiento del nuevo partido o movimiento político que surja (…)“ [3.2.1 p 62 del acuerdo]. Además de los fueros prometidos, varias herramientas vienen a sumarse para garantizar una paz sin chantajes ulteriores, como el resarcimiento para los desmovilizados, préstamos, primas y varias otras compensaciones financieras y sociales detalladas en el acuerdo.
Se debe entender la frustración de los colegas del crimen de lesa humanidad en África, contemplando la timba de Rodrigo Londoño Echeverri (alias “Timochenko”); Luciano Marín Arango (“Iván Márquez”), el jefe negociador por parte de las Farc en La Habana; Jorge Torres Victoria (“Pablo Catatumbo”); Milton de Jesús Toncel Redondo (“Joaquín Gómez”); Mauricio Jaramillo (“el Médico”) y Félix Antonio Muñoz Lascarro (“Pastor Alape”), negociando como diplomáticos su salida por la puerta grande. Porque al fin y al cabo, a pesar del apocamiento que lo atraviesa en sus 297 páginas, el documento no puede obviar mencionar: “el enorme sufrimiento que ha causado el conflicto. Son millones los colombianos y colombianas víctimas de desplazamiento forzado, cientos de miles los muertos, decenas de miles los desaparecidos de toda índole, sin olvidar el amplio número de poblaciones que han sido afectadas de una u otra manera a lo largo y ancho del territorio“. Lo más parecido a las Farc sin alcanzar el nombre de muerte pero sí mucho de la metodología genocidiaria, es Pol Pot, el líder de los Khemeres Rojos.
Es dable mencionar que la fiscal de la CPI, Fatou Bensouda (sucesora de Ocampo), se mostró satisfecha en un comunicado del 1 de septiembre con que el acuerdo excluya “amnistías e indultos para crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra bajo el Estatuto de Roma“. Bien le vendría ahora, ante la hemorragia de estados africanos tener algún ejemplar de malos de la película colombianos para crear una sensación de eclectismo. Pero tiene que ponerle un poco de esfuerzo.
Es cierto que el acuerdo refiere a delitos no amnistiables. Art. 25.- “Hay delitos que no son amnistiables ni indultables de conformidad con los numerales 40 y 41 de este documento. No se permite amnistiar los crímenes de lesa humanidad, ni otros crímenes definidos en el Estatuto de Roma.” No obstante es muy ambiguo, porque el Art 23 también dispone: “A la finalización de las hostilidades, de acuerdo con el DIH, el Estado colombiano puede otorgar la amnistía ‘más amplia posible. A los rebeldes que pertenezcan a organizaciones que hayan suscrito un acuerdo final de paz, según lo establecido en el numeral 10”.
El art 41 se veía -corresponde evocarlo a priori al pasado – desmentido además por el conjunto del documento. Entre otras cosas por el compromiso de instruir en condiciones de excarcelación a las personas acusadas de crímenes no amnistiables. Por si no fuera poco, el tratado ofrecía fueros a parte de la cúpula de la Farc.
En un comunicado Benzouza afirmó: “Se espera que la Jurisdicción Especial para la Paz que se establecerá en Colombia lleve a cabo esta función y que se centre en los máximos responsables de los crímenes más graves cometidos durante el conflicto armado“. Los “máximos” responsables de los crímenes “más” graves abre la puerta a todo tipo de conjeturas. Las ONG Fondelibertad, CERAC, el organismo estatal Sistema Único de Registros que censa rehenes y desaparecidos, el ente Observatory of Landmines dan cuenta en sus estadísticas y reportes de muertes, desapariciones, enrolamiento forzado de menores, violaciones, ataques a poblaciones civiles, prostitución forzada, minas antipersonales en tierras de campesinos aledañas a los campamentos de las guerrillas. Debido al amplísimo abanico de atrocidades se impone la pregunta ¿qué y quién dejaría atrás esa jurisdicción? Para un victimario que ha violado mil personas, una unidad de violación, de mutilación, se debe entender según Benzouza como crimen menor. ¿Cuál es el benchmark criminal para las Farc?
Un crimen gravísimo contra las poblaciones civiles es el de las minas antipersonales, prohibidas por la Convención de Ottawa de 1996. El tratado firmado en La Habana refiere explícitamente a ellas. “Otras medidas de primer orden tomadas en el marco de las discusiones del punto 5 ‘Víctimas’ han sido: la firma de medidas y protocolos para adelantar los programas de limpieza y descontaminación de los territorios de minas antipersonal (MAP), artefactos explosivos improvisados (AEI) y municiones sin explotar (MUSE), o restos explosivos de guerra (REG); medidas inmediatas humanitarias de búsqueda, ubicación, identificación y entrega digna de restos de personas dadas por desaparecidas en el contexto y con ocasión del conflicto. “ Lo interesante del punto es que viene enunciada una atrocidad con consecuencias contemporáneas y futuras, pero no alude a los responsables, como si de un hecho increado se tratase.
Revisionismo en pos de una narrativa favorable al verdugo
El aspecto más perverso del acuerdo probablemente no resida ni siquiera en los miles de indultos sino en la reescritura de la historia. No se sabe si esa parte será enmendada o abrogada pero el acuerdo propone una investigación histórica consensuada con los perpetradores. Lo cual devendrá en establecer una narrativa necesariamente apologética o por lo menos a efecto de relativizar la responsabilidad de los victimarios. El acuerdo de la Habana en sí ya es portador de una ideología. No es neutro. Se deslinda la idea que los guerrilleros luchaban con métodos criminales por un objetivo noble y la sociedad no guerrillera luchaba con métodos lícitos pero por un objetivo egoísta o peor confiscatorio. La instalación de un revisionismo en manos de los verdugos, pactada como parte sustantiva de un acuerdo de paz, es algo que nunca se había visto antes en ningún postconflicto.
El acuerdo está muerto como tal. El buen sentido del pueblo colombiano impidió que se naturalice el crimen de masa. Fue una gesta importante no sólo para Colombia sino para el resto del mundo. Mientras Timochenko y Cia negociaban en la Habana, su grupo apadrinaba la nueva guerrilla del continente, el Ejército del Pueblo de Paraguay (EPP). La misma negociación que se dio con ellos, misma metodología, se abre en los próximos días en Ecuador con el ELN.
Paces de Múnich
No es América Latina el único continente que hace las paces de Múnich con criminales de guerra. En Europa la cuestión candente del retorno de yihadistas está sobre la mesa. En el caso de esos individuos es muy difícil conocer su desempeño criminal en Irak, Siria u otros territorios de yihad. En el mejor de los casos se puede saber a través del raconto que de ello hayan querido plasmar a través de las redes sociales. Una reciente iniciativa sueca causó polémica en el mundo y en ciertos estamentos de seguridad. El director de la Coordinadora Nacional contra la Violencia Extrema, Christopher Carlson, ha propuesto otorgar a 140 yihadistas de Isis de regreso a Suecia un programa de reintegración que propone atribución de casa gratuita durante dos años, permiso de conducir y ayuda financiera, entre otras medidas. Los crímenes más aberrantes contra la humanidad serían supeditados a la prioridad de “reintegración al mercado de trabajo” (sic). La percepción de una retribución es muy sensible entre la población lambda ¿y qué decir de las víctimas, las que aún son de este mundo?