Des-industrializar la Argentina
Desde 1930, la Argentina ha abandonado el modelo agro-exportador, proponiéndose industrializar su economía.
Desde 1930, la Argentina ha abandonado el modelo agro-exportador, proponiéndose industrializar su economía. Dicen algunos historiadores que tal camino no fue elegido por los sucesivos gobiernos, sino que le fue impuesto desde afuera, una vez que el Reino Unido dejó de jugar el rol de importador de nuestros insumos. Está hipótesis, sin embargo, es sumamente discutible. El mundo cambió, es cierto, pero la Argentina ha podido mantenerse abierta al mundo como lo hicieron EE.UU., Canadá, Australia o Nueva Zelanda, economías de características semejantes a la nuestra, y que hoy muestran un desarrollo envidiable.
Sustituir importaciones y vivir de lo nuestro ha tenido su costo y sus batallas, incluso hasta nuestros días. El péndulo de la política económica ha hecho, por ejemplo, que el gobierno anterior (kirchnerista) castigase fuertemente al sector agroexportador con retenciones y que el gobierno actual suspenda esas políticas para alentar el desarrollo de las economías regionales. El debate continúa.
De lo que aquí se trata es de llamar la atención, precisamente sobre el exceso de industrialización que tiene la Argentina, toda vez que se comprueba que la estructura económica de nuestro país exhibe una proporción de manufacturas en relación con el PIB bastante más elevada que los países más desarrollados.
A continuación, se presenta un cuadro donde hemos tomado una selección de 26 países para sintetizar su estructura económica, esto es, el peso relativo que el sector primario, la industria manufacturera, la construcción y los servicios tienen en relación con el PIB.
A modo de nota metodológica, cabe señalar que la producción primaria incluye agricultura, ganadería, pesca, minería y explotación forestal, mientras que los servicios incorporan el comercio mayorista y minorista, transporte, almacenamiento, comunicaciones, intermediación financiera, actividades inmobiliarias y de alquiler, administración pública, defensa, salud, educación y servicio doméstico.
La primera observación que cabe hacer es que la producción de la industria manufacturera representa en nuestro país el 21,3 % del PIB, lo que supera ampliamente a la industria manufacturera de los países ya mencionados más arriba, y que tienen características similares a las nuestras. Es el caso de EE.UU. (13,3 %), Canadá (16,5 %), Australia (11,4 %) y Nueva Zelanda (14,5 %).
La segunda observación que podemos ofrecer es que precisamente Argentina presenta en su estructura económica un peso relativo en los servicios inferior a 25 de los 26 países seleccionados.
La tercera observación que surge del cuadro, es que sólo hay 5 países en la muestra que superan el 10% de producción primaria en relación con el PIB, destacándose Noruega (29,1 %) —por sus yacimientos de petróleo y gas—, y seguido por Argentina (15,6 %), Australia (12,2 %), Canadá (11,7 %) y Nueva Zelanda (10,4 %).
¿Qué otras observaciones podemos hacer sobre esta información básica? La historia económica mundial ha demostrado que, a medida que los países se van desarrollando, reducen la proporción de producción primaria en relación al PIB, pero no sólo producen manufacturas, sino que amplían fuertemente la producción de servicios.
Nótese, a modo de diagnóstico, que Argentina está 'demasiado' industrializada. ¿A qué se debe ese afán por industrializar aun más a la Argentina? La industria que supimos conseguir, como tituló a uno de sus libros un viejo profesor que tuve en la UBA, Jorge Schvarzer, jamás ha logrado exportar manufacturas. Ha sido una industria débil, caracterizada por un enorme proteccionismo, que ha creado puestos de trabajo y satisfecho el consumo local, y lo ha hecho —como es evidente— con productos de baja calidad y a un costo bastante superior al que los consumidores podrían haber adquirido en un marco de economía abierta.
Los defensores de esta industria manufacturera siempre reconocieron que su objetivo era el mercado local, pero enfatizan que la ventaja de su continuidad está representada en la creación y sostenimiento de millones de puestos de trabajo. ¡La alternativa sería un enorme desempleo!
Nuestra visión, sin embargo, muestra que sin esta débil industria esas personas ocuparían su tiempo en otros procesos más productivos, más eficientes y seguramente con mejores salarios que de hecho garantizaría la misma apertura económica. ¿Qué evita que esto ocurra hoy? La enorme presión tributaria que se requiere justamente para subsidiar el sostenimiento de esta débil industria. El alto nivel de economía informal es una muestra de estas consecuencias.
He titulado esta nota “des-industrializar la Argentina” con el objeto de atraer la atención del lector. Pero no puedo afirmar a priori que la nueva estructura económica reducirá la producción de manufacturas. Esto es algo que los empresarios argentinos deben descubrir en el proceso, una vez que las reglas de juego que impone el Estado den lugar a la innovación y a la creatividad, reemplazando la planificación centralizada por una planificación des-centralizada, que sea más atenta a lo que el empresariado desea ofrecer, y los consumidores desean consumir.
La robotización está abriendo un nuevo debate por el grado de sustitución parcial o total que este proceso generará en los empleos formales que hoy conocemos. Este proceso se suma a la globalización y a la tercera revolución industrial que implicó la era digital. Argentina puede ocultarse detrás del proteccionismo para evitar una nueva revolución tecnológica, o puede abrirse a ella e intentar adaptarse. Nunca ha sido sencillo para las personas —si atendemos a la experiencia histórica— este proceso de adaptación a las nuevas tecnologías y a los nuevos empleos, pero tampoco fue una buena idea darle la espalda al cambio.
Necesitamos una dosis de humildad en la dirigencia política para comprender que estos sucesos nos han superado a todos, y que el único orden que podemos alcanzar que sea consistente con una sociedad de hombres libres será descubierto en forma espontánea a través de su propia interacción. Los obstáculos gubernamentales, en forma de controles de precios y salarios, políticas arancelarias y para-arancelarias, regulaciones y subsidios, burocracia y corrupción sólo son palos en la rueda para la creatividad y la innovación. Debemos confiar en la función empresarial si queremos adaptarnos a este mundo volátil y de incertidumbre.
Es Doctor en Economía Aplicada por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y profesor de Macroeconomía en la Universidad Francisco Marroquín. Publica periódicamente en el sitio web en español del think tank The Cato Institute y medios nacionales.