Revolución Rusa: a cien años del terror comunista
Existe un lugar común, según el cual quien no haya sido comunista de joven, es porque carece de corazón.
Existe un lugar común, según el cual quien no haya sido comunista de joven, es porque carece de corazón. Tal afirmación equivale a decir que quien no haya sentido necesidad en su juventud de asesinar o justificar el asesinato de otros “por su propio bien” es porque no tiene corazón. Se trata de uno de los tantos modos tramposos para manipular y engañar que tiene la ideología —o más bien, teología— política más inhumana, cruel y peligrosa inventada en Occidente, y quizá en el mundo entero: el comunismo.
Dicha teología, totalitaria por necesidad, pasó por primera vez de la especulación pseudo-filosófica a la realidad con un éxito político innegable —si se mide éste en política por lograr acceder al poder y mantenerlo en el tiempo— en un evento del cual este 2017 se cumple ya un siglo, y que comenzó en marzo de 1917, con un motín en Petrogrado y la abdicación del zar Nicolás II, y se consolidó en octubre de ese mismo año, con el golpe de estado bolchevique y el ascenso de Lenin al poder. Por supuesto, hablamos de la llamada “revolución” rusa (las comillas son un recordatorio de la crítica fundada de Hannah Arendt en Sobre la Revolución, hacia la calificación de ese proceso político como “revolución”, si se lo compara por ejemplo con la revolución de Independencia de EE.UU., en tanto que ésta sí implicó liberación y libertad para la gente, mientras que aquélla ni la una ni la otra).
Cuando se repasan los hechos que hicieron posible que en 1917 comenzara la edificación del Estado soviético, el primer Estado comunista de la historia, como advertencia para las sociedades abiertas actuales, lo primero que se constata, por un lado, es cómo la arrogancia de los absolutistas y conservadores y la superficialidad y falta de astucia política de genuinos o supuestos liberales y socialdemócratas, por el otro, allanó el camino para la llegada al poder de quienes, fundados en el resentimiento y una utopía criminal —que demandaba el nacimiento de un hombre nuevo—, no escatimaron en medios, acciones y medidas de toda índole para acceder al poder y perpetuarse en él en nombre de la igualdad, la justicia social y la construcción de la “sociedad socialista” sin clases.
Asimismo, se constata que para ascender y lograr aceptación, el comunismo, y en un sentido más amplio, el socialismo en sus diversas variables, (1) se aprovecha del predominio de creencias e ideas erradas en la sociedad, (2) se apoya en las frustraciones, odios y rencores de las personas hacia el orden político injusto, hacia otras personas o hacia sí mismas, (3) en su ilimitada capacidad de construir mitos y falacias, disfrazados de ciencia o filosofía, miente compulsivamente para llenar de terror a las personas, y (4) utiliza su feroz habilidad de descalificar, insultar y deshumanizar a cualquier persona, idea o propuesta que no concuerde y se someta a sus errados principios y autoritarios fines.
El caso de Lenin muestra, como lo explica Richard Pipes en Historia del comunismo (Mondadori, pp. 60 y ss.) como todos los demás casos de “revolucionarios comunistas”, que estos agentes de “redención social” a lo único que aspiran, en realidad, es a ejercer el poder mediante el uso de la violencia, sin límites institucionales y de forma indefinida, para su propia gloria y provecho, y sobre todo para liquidar a todo cuanto considere su enemigo; asimismo, muestra que en el caso de esta teología política, un país, una región del mundo, siempre será poco, y que su proyecto, a diferencia de otras ideologías “casi” tan nefastas como ella —debido a su inferior capacidad de sumar seguidores, por ejemplo, el nazismo o el fundamentalismo islámico—, es la expansión por vías arteras y traicioneras, en la mayor cantidad de países posibles, pues su aspiración es la dominación mundial, por muy infantil que ese objetivo luzca, tal y como se comprueba de la lectura de Camaradas. Breve historia del comunismo, de Robert Service (Ediciones B).
También, lo ocurrido en Rusia durante 1917 permite constatar lo que el profesor Guillermo Rodríguez analiza y demuestra en su libro Libres de envidia, a saber, que el socialismo, tanto en su variante totalitaria, el comunismo, como en su variable no totalitaria, el socialismo democrático, se alimentan del resentimiento, o el desprecio y deseo de agredir a otros a quienes se consideran culpables de alguna privación o injusticia sufrida, y que no suele desaparecer una vez que se obtiene eso a lo que se creía tener derecho, sino sólo con la eliminación de la persona a la que se odia.
De allí también, la guerra que los comunistas le declaran en cualquier parte del mundo a la propiedad privada sobre los bienes de producción, ya que para ellos el problema social por excelencia es la desigualdad, que en su ignorancia envidiosa deriva de la existencia de la propiedad privada, a la que habría por tanto que eliminar de raíz, tal y como lo hizo el Estado soviético, mediante la Nueva Economía Política (NEP) bien descrita por E. H. Carr en La revolución rusa. De Lenin a Stalin (1917-1929) (Alianza), todo ello por cierto muy en sintonía con las ideas del extraviado Jorge Bergoglio, ocupante del cargo de Papa en el Vaticano por estos días, y que al parecer le interesa ser testigo no de mayor libertad y prosperidad, sino de un incremento acelerado del número de pobres en el mundo, que es la especialidad del socialismo, y en particular del comunismo al que gusta reivindicar.
Lo escrito por Lenin especialmente, pero también por otros como Trosky, para justificar y fortalecer la “revolución” rusa de 1917 también permite comprender por qué a pesar de los millones de muertos que ha causado esta teología política, la misma sigue contando con buen nombre en no pocos países, y en todo caso no se le considera igualmente peligrosa, inhumana y despreciable como el fascismo y el nacionalsocialismo: el comunismo habla de los pobres, de los explotados, de la justicia social, de la igualdad material, de la solidaridad, del fin de la discriminación y del hombre nuevo, e incluso de la viabilidad de una sociedad sin violencia, sin diferencias sociales y hasta sin Estado, pero lo hace con el plan siempre bien definido de asaltar y secuestrar el poder, el Estado, y todos los medios de producción, empleando la violencia a discreción, contra toda forma de disidencia y en contra de toda persona sospechosa de ser “antirevolucionaria”.
Por desgracia, son muchas las personas en el mundo que aún no se aceptan como son, y no aceptan a los demás seres humanos como son: imperfectos, limitados, con intereses y con capacidad de elegir según sus preferencias, es decir, de ser libres. El ser humano tal cual es irrita al comunista, no le es funcional para sus planes de dominación en nombre de los “excluidos”. Quiere siervos, sumisos, conformes, pobres y aduladores, masa y no individuos, y le miente a la gente diciendo que sólo si actúan así, es que podrán ser felices. Y allí radica el peligro de esta teología: a diferencia del nazi, que sólo es opción para el ario y emplea la violencia contra el resto, o el fascista que también es opción sólo para el militante fascista y usa la violencia contra todos los que no lo son, el comunista, y el socialista en general, se vende como única opción para todas las personas que se sientan —lo sean o no— explotadas, marginadas, excluidas o robadas por otros, estén o no militando en un partido comunista, y la violencia que emplea la justifica diciendo que es inevitable para preservar la revolución comunista de los “enemigos del pueblo”.
Otro aspecto que importa destacar a propósito de los 100 años del evento que marcó el inicio de un siglo con millones de muertes causadas por Estados, partidos y guerrillas comunistas en todo el mundo, son las múltiples semejanzas entre el comunismo soviético y el nacionalsocialismo, a los que se suele colocar por inercia en el espectro político como extremos antagónicos, a pesar de ser más las coincidencias que las diferencias entre ambas formas totalitarias de ejercer el poder. El documental La verdadera historia soviética de History Channel (disponible en: https://goo.gl/CEZqiY), arroja muchas luces al respecto. Y es importante no por la mera enumeración de esas semejanzas, sino porque al comprender en qué medida comunismo y nazismo están imbricados entre sí en lo sustancial, y que entre ambos el comunismo ha sido más exitoso en asesinar, controlar y manipular a millones en todo el mundo, es posible que se genere con el paso del tiempo un nivel de rechazo a nivel mundial respecto del comunismo, similar al que existe con toda razón respecto del nazismo, lo que redundaría en mejores anti cuerpos a favor de la libertad, de la democracia, el Estado de Derecho y la economía abierta.
Luego de un siglo de comunismo real en el mundo, nada hay que celebrar, conmemorar o reconocer acerca de lo ocurrido en Rusia en 1917, menos aún es comprensible quienes sientan nostalgia o frustración porque la utopía no fue alcanzada. La tragedia expuesta por Orlando Figues en La Revolución rusa (1891-1924) (Edhasa) explica tal afirmación. Por el contrario, sí hay mucho que estudiar, comprender y recordar acerca de las causas, la mentira y los nefastos efectos del legado criminal del comunismo: regímenes totalitarios y sangrientos, millones de muertos en todo el mundo, violencia sin justificación, abolición de la libertad y la dignidad humanas, y asesinos con privilegios y fama, como el reciente fallecido Fidel Castro, que luego, para dolor y humillación de sus víctimas, son honrados en instancias como la Organización de Naciones Unidas, aunque supuestamente ésta fue creada entre otras cosas para detener a criminales como el mencionado.
De igual forma, estos 100 años de la primera experiencia del socialismo real, como es el comunismo soviético, en el mundo, debería convocar a los amantes de la libertad en todo el mundo a seguir advirtiendo sobre la dificultad del ser humano, dada su natural tendencia a la tribu, a detectar y repudiar las mentiras comunistas y caer una vez más en sus seducciones ocultas tras caudillos o discursos populistas, a comprender que no es posible un mundo sin injusticias ni desigualdades, pero que sí es posible uno en el que las instituciones que mejor se adecuan a la condición humana, como son las del Estado de Derecho, la democracia y la economía de mercado, brinden oportunidades a todas las personas sin discriminaciones y corrijan las injusticias que se cometan.
Y finalmente, este 2017 bien puede servir para calificar al comunismo y sus promotores como la teología política más peligrosa y abominable de la Historia, por su capacidad de “viralizarse” por los cinco continentes con gran acogida y legitimidad —oculto o no bajo múltiples nombres—, al dirigirse a las emociones más básicas y negativas de las personas y aprovecharse de su ignorancia o su desesperación para engañarlos, manipularlos y luego destruirlos, sin remordimientos, con tal de lograr sus fines de poder absoluto, calificación que, desde luego, no apunta a la prohibición legal de partidos con esa visión criminal de la política, al uso de la violencia en su contra o a la intolerancia hacia sus promotores, sino más bien a la permanente difusión de lo que es realmente, y lo que ha hecho a millones de personas en todo el mundo su aplicación (en la obra El Libro Negro del Comunismo. Crímenes, terror, represión, coordinado por Stéphane Courtois y otros, de Ediciones B, se calcula en alrededor de 20 millones de muertos sólo en la URSS por el terror comunista), en nombre de la igualdad, la justicia social y la sociedad socialista, y a nunca más subestimar su potencia para volver de sus cenizas y asaltar el poder, como ocurrió en 1998 en ese arrasado y triste país llamado Venezuela.
Es Licenciado en Filosofía, y Abogado especializado en Derecho Administrativo por la Universidad Central de Venezuela (UCV). Herrera se desempeña actualmente como Investigador de CEDICE-Libertad y es director de la asociación civil Un Estado de Derecho. Además, es profesor de la UCV. Sus artículos son publicados periódicamente en el matutino El Nacional (Venezuela) y en la web en español del think tank estadounidense The Cato Institute.