POLÍTICA ARGENTINA: JULIANA SANTILLAN

Sobre la administración de justicia en América Latina

Es claro que las causas, las concepciones y el desarrollo práctico que ha seguido a las reformas...

29 de Octubre de 2017

Es claro que las causas, las concepciones y el desarrollo práctico que ha seguido a las reformas, nada han podido solucionar. una  reflexión sobre los avances y retrocesos,  y sobre las dificultades y obstáculos a su desarrollo.

Existe hoy, en América Latina, un reclamo con miras a que los Estados desarrollen políticas criminales serias e integrales, no solo a los efectos de optimizar el funcionamiento de los sistemas de administración de justicia, sino también en relación con la lucha eficaz contra las diversas formas de criminalidad, incluídas las más complejas, como es el caso del crimen organizado. Pero no todo puede ser evaluado como un problema de dinámica exclusivamente cultural.

Poder Judicial de la Nación, ArgentinaLa matriz  histórica de la justicia penal inquisitorial ha perdurado, entre otras razones, por su funcionalidad política. De hecho, el modelo inquisitorial heredado por América Latina cumplía funciones políticas claras, al servicio de los novedosos formatos de absolutismo y poder concentrado  sobre territorios más extensos. La justicia penal, al manejar -aunque más no fuera parcialmente- uno de los instrumentos más poderosos del Estado, ha estado al servicio de ese poder concentrado a lo largo de nuestra historia.

Nadie puede desconocer las dificultades exhibidas por la región a la hora de intentar construir una vida republicana, mucho más cuando comenzó a tratarse de una república democrática. No es difícil comprender que la justicia penal haya, no solo acompañado, sino servido a una dirigencia  política que no asumía con facilidad la idea de límites y menos aún la construcción de un poder que lo limitara. No obstante, cabe destacar también que la magnitud de la debilidad del Estado de derecho en la región ha sido tal, que los poderes concentrados tampoco necesitaban el uso -aunque espurio- de la maquinaria judicial. Los poderes gobernantes podían valerse  por sí mismos a criterio de llevar adelante muchas formas de abuso directo mediante la intervención directa de las fuerzsa de policía o de comisiones policiales, o de tribunales político-administrativos. Alcanzaba meramente con la complicidad silente de los jueces y fiscales o, simplemente, con el hecho más imperceptible aún de que estuvieran  entretenidos en sus  propios  trámites, sin tomar conciencia cabal de los efectos sociales y políticos del funcionamiento de la justicia penal. Esta dualidad también marcó la institucionalidad de la  justicia penal, haciendo que ella tampoco fuera una institución poderosa, ya que para el mantenimiento del 'orden' y para el abuso, alcanzaba y sobraba con la manipulación de las policías y la debilidad judicial.

Vemos, pues, que  la justicia penal tuvo, por una parte, una funcionalidad de apoyo a los poderes concentrados, pero por otra, un desarrollo institucional débil, dado que para cumplir las funciones de cobertura tampoco se necesitaba una gran cuota de justicia penal. La figura del juez de instrucción quien, más allá de sus defectos intrínsecos, era manifestación de la centralidad y autonomía policial es, en este sentido, paradigmática. A raíz de ello, podían existir pocos jueces  de instrucción, sobrecargados, sin estructura, etcétera. Mucho peor era la situación del  Ministerio Público fiscal que, en el contexto de este  funcionamiento, cumplía funciones accesorias, muchas veces  menores, salvo cuando las formalidades del sistema inquisitorial napoleónico (mixto) le daban el poder de requerir o de acusar. En ese sentido, su funcionalidad política se limitaba a asegurar que los jueces de instrucción no iban a exagerar sus facultades.

Una justicia penal tan dócil como débil era la que podía asegurar el control directo de las policías sobre la criminalidad y, al mismo tiempo, asegurar la impunidad estructural de los delitos de los poderosos, ya se tratara de corrupción o de otras actividades ilícitas organizadas. El control policial sobre los delitos urbanos contra la propiedad, o directamente el control sobre poblaciones o sectores sociales, es decir, lo que tiempo más tarde la criminología denunciaría como selectividad del sistema penal, orientado casi exclusivamente al castigo de cierto tipo de delitos cometidos por ciertos sectores de la sociedad  (pobres, marginales, jóvenes, etcétera), remitió también a un funcionamiento selectivo de la justicia penal, que continúa hasta el presente.

Esta función adquirió, finalmente, un carácter más profundo de complicidad con las distintas formas de terrorismo de Estado. Ya sea en los casos de represión directa, como en el Cono Sur, o en el contexto de guerras civiles más o menos extendidas, la justicia penal fue una parte esencial en una cobertura de impunidad  que encubrió masacres, torturas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamiento forzado de poblaciones y otras aberraciones propias de las estrategias contrainsurgentes  de la época.

De este modo, a las críticas tradicionales al funcionamiento selectivo de la justicia penal, ahora se suma una más profunda, vinculada a su  complicidad,  más o menos directa, con la violencia  del terrorismo  de Estado. Los grandes  documentos que testimonian y analizan ese  periodo (Comisión de la Verdad, Informe Rettig, y en general toda la literatura que ha analizado el problema de la justicia transicional), hablan desde la falta de valentía moral hasta la complicidad más directa, pasando por el reconocimiento del problema estructural de la administración de justicia. En consecuencia, los procesos de transición hacia la democracia que comienzan a gestarse en la década de los ochenta, con las particularidades y ritmos de cada uno de ellos, pero también con sus elementos comunes, trajeron como una novedad la inclusión de la  cuestión judicial como parte del problema democrático en su totalidad. Ya no se tratará exclusivamente de los ejes de  procesos eleccionarios libres y transparentes o del respeto a la pluralidad y fortaleza de los partidos políticos, sino que se trata de pensar, junto a los problemas intrínsecos de la dimensión democrática, los que aparecen ahora como propios de una  república democrática, esto es, la  fortaleza del poder judicial como condición del imperio de la ley en la vida social.

Incluso para sectores cuyo eje de pensamiento había girado exclusivamente  alrededor de la transformación social, aparece  un horizonte de reflexión  vinculado a las instituciones propias de un sistema democrático de base constitucional. La actividad constituyente propia de esas épocas se caracterizó tanto por la reafirmación del constitucionalismo social como por la insistencia en la necesidad de la fortaleza del poder  judicial como límite a los poderes ejecutivos.

Emerge, así, una idea que todavía hoy comporta resonancias, desafíos y deudas: la democratización de la justicia. La pregunta acerca de cuál debería ser el papel del sistema judicial en general y el penal en particular en una democracia no ha recibido aún respuestas completas.

En particular si se trata de una democracia que debe convivir con grandes desigualdades sociales, con sistemas electorales frágiles, con un sistema de partidos incipiente o en crisis, etcétera. Ello implica una democracia con grandes tensiones sociales irresueltas que marcan una tendencia hacia la  lógica de la emergencia, que siempre se ha llevado mal con la administración de justicia, que trabaja con regularidades y normalidades, antes que  con excepciones.

Por otro lado, la cultura política ha derivado rápidamente hacia una práctica de abundantes concesiones de derechos y una retórica o lenguaje de los derechos que condiciona el debate político.

 

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