Caso Chocobar: no es sólo un caso policial
El análisis periodístico y el debate social sobre lo sucedido en el abatimiento y posterior muerte...
17 de Febrero de 2018
Reconstruir un futuro es regenerarse frente a la desesperación.
Raúl Motta, filósofo argentino.
* * *
El análisis periodístico y el debate social en relación a lo sucedido en ocasión del abatimiento y posterior deceso del joven Kukok a manos del oficial de policía Luis Chocobar -luego de que el primero apuñalara a un turista estadounidense y lo dejara abandonado en un estado cercano a la muerte- solo pareció centrarse netamente en la función de las Fuerzas de Seguridad. En tal sentido, el mensaje al que ningún medio de comunicación atendió fue el compartido por la madre de Kukok, mientras aún luchaba por su vida: 'Mi hijo está perdido; quiero internarlo, pero no puedo, porque me dicen que no se puede obligar a una persona a que empiece un tratamiento de adicción a las drogas si no es voluntariamente'. A continuación, su lamento refiere: '(...) Ya no sabemos qué hacer con él'. En la desesperación de esas palabras, recobran sentido y valor los conceptos del filósof Motta.
Y habrá que decirlo: la situación que atravesó esa familia es idéntica a la que exhiben otros miles de núcleos familiares en la República Argentina, en este momento. La aplicación incorrecta de la legislación vigente impide, a todas luces, la protección y el resguardo preventivo de estos jóvenes, que se caracterizan por experimentar una carrera desenfrenada en el consumo de sustancias. No pueden detener ese proceso, porque de eso se trata, precisamente, una adicción; esto es, la imposibilidad de evitar ese empeño autodestructivo. Es que la voluntad también queda herida de muerte en estos individuos: es prácticamente imposible que un consumidor compulsivo 'toque el timbre' en un centro de rehabilitación, para ser atendido. Periódicamente, sucede que la persona es llevada allí por alguien (a partir de un accidente, o por presión familiar, o bien debido a una intervención judicial). La ignorancia -que atraviesa hoy un sinnúmero de estamentos- estima que este tipo de intervenciones comportan un carácter represivo cuando, en rigor, es el resguardo de la vida humana lo que está en juego. La contrapartida, y tal como el joven Kukok -que exhaló su último suspiro en el Hospital Cosme Argerich- es un escenario en donde la ciudadanía asiste como mudo e impotente testigo de un extendido drama social que remata en tragedias. Los padecimientos de los familiares de un consumidor juvenil de drogas son dramáticos. En este caso en particular, el drama mutó en tragedia y no hay ya vuelta atrás: pero pudo evitarse, de haberse registrado la intervención de determinados actores sociales (léase: un proceso de rehabilitación y prevención social). Este ha sido el gran tema, referido en múltiples ocasiones en este preciso espacio de comunicación.
La escasez de centros para patologías severas es el dato que hemos venido subrayando: desde 2010, la legislación argentina no permite inaugurar centros de alta especialización en patologías múltiples en donde el uso compulsivo de drogas se asocia a daños cerebrales y síntomas psiquiátricos. En el instante histórico presente, nuestro país ha optado por ignorar a las denominadas patologías severas en el campo adictivo. En consecuencia, jóvenes como el de la historia que hoy nos ocupa, quedan fuera de alcance de cualquier atención mínimamente digna. O bien solo cuentan con acceso limitado a salas hospitalarias atestadas por jóvenes de la misma condición que Kukok; tales espacios terminan convirtiéndose en meras 'tintorerías' o 'lavaderos' de personas que, al poco tiempo, retornan al ciclo del consumo compulsivo. En otros casos, unas pocas clínicas psiquiátricas los atienden por periódos breves (nunca más de un mes, provisto que, naturalmente, la persona cuente con una buena obra social), y todo redunda en el ofrecimiento de simples aspirinas para tratar un mal de mayor magnitud. Apenas un calmante de acción perentoria en la existencia de estas familias, que luego regresan al sendero de rigor: sus integrantes cierran el círculo con un destino certero en prisión, o bien en la muerte. Instancia en la que tampoco deben soslayarse accidentes callejeros con lesiones incapacitantes de por vida, y en perpetuo riesgo para sí mismos y para terceros.
Tanto la sociedad argentina como sus autoridades han optado por cerrar los ojos e ignorar la magnitud de la epidemia. Complementariamente, la imposibilidad de apertura de centros de alta complejidad para rehabilitación conduce, inexorablemente, a la inauguración de centros ilegales que carecen de habilitación médica y de profesionales serios; tampoco interviene allí autoridad sanitaria alguna. A la postre, todo parece estar diseñado para fogonear o alimentar el núcleo de la epidemia.
Hora de abordar la complejidad
Raúl Motta, filósofo argentino.
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El análisis periodístico y el debate social en relación a lo sucedido en ocasión del abatimiento y posterior deceso del joven Kukok a manos del oficial de policía Luis Chocobar -luego de que el primero apuñalara a un turista estadounidense y lo dejara abandonado en un estado cercano a la muerte- solo pareció centrarse netamente en la función de las Fuerzas de Seguridad. En tal sentido, el mensaje al que ningún medio de comunicación atendió fue el compartido por la madre de Kukok, mientras aún luchaba por su vida: 'Mi hijo está perdido; quiero internarlo, pero no puedo, porque me dicen que no se puede obligar a una persona a que empiece un tratamiento de adicción a las drogas si no es voluntariamente'. A continuación, su lamento refiere: '(...) Ya no sabemos qué hacer con él'. En la desesperación de esas palabras, recobran sentido y valor los conceptos del filósof Motta.
Y habrá que decirlo: la situación que atravesó esa familia es idéntica a la que exhiben otros miles de núcleos familiares en la República Argentina, en este momento. La aplicación incorrecta de la legislación vigente impide, a todas luces, la protección y el resguardo preventivo de estos jóvenes, que se caracterizan por experimentar una carrera desenfrenada en el consumo de sustancias. No pueden detener ese proceso, porque de eso se trata, precisamente, una adicción; esto es, la imposibilidad de evitar ese empeño autodestructivo. Es que la voluntad también queda herida de muerte en estos individuos: es prácticamente imposible que un consumidor compulsivo 'toque el timbre' en un centro de rehabilitación, para ser atendido. Periódicamente, sucede que la persona es llevada allí por alguien (a partir de un accidente, o por presión familiar, o bien debido a una intervención judicial). La ignorancia -que atraviesa hoy un sinnúmero de estamentos- estima que este tipo de intervenciones comportan un carácter represivo cuando, en rigor, es el resguardo de la vida humana lo que está en juego. La contrapartida, y tal como el joven Kukok -que exhaló su último suspiro en el Hospital Cosme Argerich- es un escenario en donde la ciudadanía asiste como mudo e impotente testigo de un extendido drama social que remata en tragedias. Los padecimientos de los familiares de un consumidor juvenil de drogas son dramáticos. En este caso en particular, el drama mutó en tragedia y no hay ya vuelta atrás: pero pudo evitarse, de haberse registrado la intervención de determinados actores sociales (léase: un proceso de rehabilitación y prevención social). Este ha sido el gran tema, referido en múltiples ocasiones en este preciso espacio de comunicación.
La escasez de centros para patologías severas es el dato que hemos venido subrayando: desde 2010, la legislación argentina no permite inaugurar centros de alta especialización en patologías múltiples en donde el uso compulsivo de drogas se asocia a daños cerebrales y síntomas psiquiátricos. En el instante histórico presente, nuestro país ha optado por ignorar a las denominadas patologías severas en el campo adictivo. En consecuencia, jóvenes como el de la historia que hoy nos ocupa, quedan fuera de alcance de cualquier atención mínimamente digna. O bien solo cuentan con acceso limitado a salas hospitalarias atestadas por jóvenes de la misma condición que Kukok; tales espacios terminan convirtiéndose en meras 'tintorerías' o 'lavaderos' de personas que, al poco tiempo, retornan al ciclo del consumo compulsivo. En otros casos, unas pocas clínicas psiquiátricas los atienden por periódos breves (nunca más de un mes, provisto que, naturalmente, la persona cuente con una buena obra social), y todo redunda en el ofrecimiento de simples aspirinas para tratar un mal de mayor magnitud. Apenas un calmante de acción perentoria en la existencia de estas familias, que luego regresan al sendero de rigor: sus integrantes cierran el círculo con un destino certero en prisión, o bien en la muerte. Instancia en la que tampoco deben soslayarse accidentes callejeros con lesiones incapacitantes de por vida, y en perpetuo riesgo para sí mismos y para terceros.
Tanto la sociedad argentina como sus autoridades han optado por cerrar los ojos e ignorar la magnitud de la epidemia. Complementariamente, la imposibilidad de apertura de centros de alta complejidad para rehabilitación conduce, inexorablemente, a la inauguración de centros ilegales que carecen de habilitación médica y de profesionales serios; tampoco interviene allí autoridad sanitaria alguna. A la postre, todo parece estar diseñado para fogonear o alimentar el núcleo de la epidemia.
Hora de abordar la complejidad
La situación, en definitiva, se complica. Porque estos muchachos viven en medios habitualmente críticos, caracterizados por los siguientes factores: a) escasa o nula asistencia escolar (habitualmente, ni siquiera culminan el primario); b) sus familias cuentan otros consumidores en su seno; c) escasa 'nutrición relacional' ('mesa familiar' ausente, así como los vínculos y la cercanía de los afectos, que han probado ser la vacuna fundamental en una sociedad con innumerables estímulos que invitan a la patología); d) consumo de drogas que se registra desde la infancia (11 o 12 años); e) notoria ausencia de campañas masivas de prevención de drogas desde hace casi ya dos décadas en el país; lo cual motoriza a la 'normalización' del consumo, por parte de medios de comunicación y personalidades, etcétera; f) la existencia habitual de grupos familiares disgregados, multiproblemáticos (varios miembros del núcleo tienen problemas de salud mental), lo cual se completa con una intensa vida callejera en permanente contacto con grupos de orden marginal; g) locaciones barriales de comercialización de drogas al alcance de la mano de todos los habitantes, que multiplican su oferta desde canales como Facebook o WhatsApp.
Fundamentalmente, la detección precoz -recurso crítico en cualquier programa preventivo funcional- se caracteriza por una ausencia total a nivel nacional. Se utilizan, por ejemplo, en las patologías mamarias, diabéticas, hipertensivas, etcétera -pero no en el concierto de las drogas. Al final del partido, la ausencia de detección precoz condena a miles de jóvenes y a sus familias. La marihuana, por ejemplo, hoy es tomada ya como un dato certificado en la vida de cualquier adolescente; su promoción aumenta. Como ya es costumbre, hacemos a un lado las problemáticas de índole emocional que empujan a la persona al consumo y a la inermidad biológica -particularmente, de individuos jóvenes, conforme el cerebro de estos se encuentra en pleno desarrollo y recién culmina ese proceso a los 25 años. Los profesionales nos referimos, puntualmente, al área que hace al control de los impulsos, el pensamiento abstracto, la lectura de sí mismo, la empatía con el otro y el juicio moral. En estas circunstancias evolutivas, el consumo de estupefacientes hace las veces de quien 'echa leña al fuego'. La denominada hipofrontalización de los jóvenes se amplifica, a partir del uso de todo tipo de drogas. De allí, por ejemplo, emergen conductas como la del joven abatido Kukok. Será hora de prestar verdadera y sincera atención: la vida de un joven en carrera de consumo se caracteriza por un absoluto caos.
Tareas de rehabilitación
La recuperación de estos jóvenes fuerza a una tarea que llevará un tiempo prudencial, y que comporta cuatro elementos (unidos en la complejidad del problema): 1) recuperar la función cerebral alterada, debido a que la totalidad de las drogas altera el metabolismo del cerebro y sus funciones, generando -en principio- un hipofuncionamiento de las estructuras superiores de control (de allí la violencia descontrolada) y un hiperfuncionamiento de las estructuras instintivas y más automáticas del ser humano. Se libera al cerebro automático y se registra el fallo operativo del cerebro más lento y reflexivo, ligado a la planificación, al pensamiento y al control de los impulsos; b) rehabilitar funciones de la personalidad que habían quedado marginadas, dado que la vida en las adicciones severas solo se centra en conseguir las sustancias requerida; aquí, los diálogos terapéuticos y los grupos de contención cobran una importancia fundamental; c) promover a cambios de conducta y comportamiento, en virtud de que algo se ha visto modificado en la vida psíquica de nuestros pacientes, los cuales quedan eminentemente vulnerables ante personas con quienes consumían, o bien a sitios físicos de consumo (esquinas, plazas, boliches, etcétera), a la parafernalia del consumo (pipas, objetos de corte de sustancias, y demás) y a los ambientes adictivos; a lo cual habrá de sumársele la necesidad de protección y resguardo ante eventuales escenarios de estrés, puesto que, en etapas iniciales de tratamiento, las conductas automáticas ante los estupefacientes suelen reiterarse; finalmente, d) proceder a la contención y sincera orientación de las familias, por cuanto éstas habrán de ser garantes del proceso de rehabilitación. En simultáneo, es posible que otros miembros del núcleo familiar precisen ingresar en un proceso terapéutico.
Fundamentalmente, la detección precoz -recurso crítico en cualquier programa preventivo funcional- se caracteriza por una ausencia total a nivel nacional. Se utilizan, por ejemplo, en las patologías mamarias, diabéticas, hipertensivas, etcétera -pero no en el concierto de las drogas. Al final del partido, la ausencia de detección precoz condena a miles de jóvenes y a sus familias. La marihuana, por ejemplo, hoy es tomada ya como un dato certificado en la vida de cualquier adolescente; su promoción aumenta. Como ya es costumbre, hacemos a un lado las problemáticas de índole emocional que empujan a la persona al consumo y a la inermidad biológica -particularmente, de individuos jóvenes, conforme el cerebro de estos se encuentra en pleno desarrollo y recién culmina ese proceso a los 25 años. Los profesionales nos referimos, puntualmente, al área que hace al control de los impulsos, el pensamiento abstracto, la lectura de sí mismo, la empatía con el otro y el juicio moral. En estas circunstancias evolutivas, el consumo de estupefacientes hace las veces de quien 'echa leña al fuego'. La denominada hipofrontalización de los jóvenes se amplifica, a partir del uso de todo tipo de drogas. De allí, por ejemplo, emergen conductas como la del joven abatido Kukok. Será hora de prestar verdadera y sincera atención: la vida de un joven en carrera de consumo se caracteriza por un absoluto caos.
Tareas de rehabilitación
La recuperación de estos jóvenes fuerza a una tarea que llevará un tiempo prudencial, y que comporta cuatro elementos (unidos en la complejidad del problema): 1) recuperar la función cerebral alterada, debido a que la totalidad de las drogas altera el metabolismo del cerebro y sus funciones, generando -en principio- un hipofuncionamiento de las estructuras superiores de control (de allí la violencia descontrolada) y un hiperfuncionamiento de las estructuras instintivas y más automáticas del ser humano. Se libera al cerebro automático y se registra el fallo operativo del cerebro más lento y reflexivo, ligado a la planificación, al pensamiento y al control de los impulsos; b) rehabilitar funciones de la personalidad que habían quedado marginadas, dado que la vida en las adicciones severas solo se centra en conseguir las sustancias requerida; aquí, los diálogos terapéuticos y los grupos de contención cobran una importancia fundamental; c) promover a cambios de conducta y comportamiento, en virtud de que algo se ha visto modificado en la vida psíquica de nuestros pacientes, los cuales quedan eminentemente vulnerables ante personas con quienes consumían, o bien a sitios físicos de consumo (esquinas, plazas, boliches, etcétera), a la parafernalia del consumo (pipas, objetos de corte de sustancias, y demás) y a los ambientes adictivos; a lo cual habrá de sumársele la necesidad de protección y resguardo ante eventuales escenarios de estrés, puesto que, en etapas iniciales de tratamiento, las conductas automáticas ante los estupefacientes suelen reiterarse; finalmente, d) proceder a la contención y sincera orientación de las familias, por cuanto éstas habrán de ser garantes del proceso de rehabilitación. En simultáneo, es posible que otros miembros del núcleo familiar precisen ingresar en un proceso terapéutico.