EE.UU. no ha sufrido una derrota en Afganistán -y sus fuerzas aún deben permanecer allí
Con cada ataque talibán exitoso, los inevitables titulares de los medios se orientan...
18 de May de 2018
Con cada ataque talibán exitoso, los inevitables titulares de los medios se orientan hacia los fallos de Estados Unidos en Afganistán. Esta es la razón por la cual el presidente estadounidense Donald Trump se encuentra revisando su política para ese país durante el presente verano; tras lo cual será importante que el mandatario no evalúe cada victoria táctica del Talibán como una derrota estratégica de EE.UU.
Por sobre todo, se han consolidado progresos positivos en Afganistán, y Trump deberá mantenerse comprometido a la estrategia delineada el pasado año.
Tras los ataques del 11 de septiembre, los objetivos en Afganistán fueron dos: en primer lugar, denegar a al-Qaeda la posibilidad de contar con un santuario desde donde planificar, entrenar y lanzar ataques terroristas a escala global. Segundo: remover al régimen talibán, como castigo por no haber cooperado con la comunidad internacional en la requisición de no resguardar al terrorismo en el territorio bajo su control. Ambas metas fueron consolidadas, con relativa velocidad.
Conforme los años fueron transcurriendo, la presencia militar estadounidense en Afganistán fue definida en torno de los quijotescos objetivos que referían a la necesidad de crear 'un gobierno central sólido' y una 'sociedad pluralista'. Estados Unidos ha intentado cumplir con estos objetivos llevando a cabo comicios 'libres y justos', 'atacando a la corrupción' y construyendo 'instituciones democráticas'. Pero esto dio lugar a un escenario imposible para las fuerzas armadas estadounidenses. Con el foco del éxito puesto en la meta que se sintetizó en la construcción de un país, lo único que hoy el público concluye es que lo sucedido en Afganistán remitió a un fracaso.
Tras los ataques del 11 de septiembre, los objetivos en Afganistán fueron dos: en primer lugar, denegar a al-Qaeda la posibilidad de contar con un santuario desde donde planificar, entrenar y lanzar ataques terroristas a escala global. Segundo: remover al régimen talibán, como castigo por no haber cooperado con la comunidad internacional en la requisición de no resguardar al terrorismo en el territorio bajo su control. Ambas metas fueron consolidadas, con relativa velocidad.
Conforme los años fueron transcurriendo, la presencia militar estadounidense en Afganistán fue definida en torno de los quijotescos objetivos que referían a la necesidad de crear 'un gobierno central sólido' y una 'sociedad pluralista'. Estados Unidos ha intentado cumplir con estos objetivos llevando a cabo comicios 'libres y justos', 'atacando a la corrupción' y construyendo 'instituciones democráticas'. Pero esto dio lugar a un escenario imposible para las fuerzas armadas estadounidenses. Con el foco del éxito puesto en la meta que se sintetizó en la construcción de un país, lo único que hoy el público concluye es que lo sucedido en Afganistán remitió a un fracaso.
Pero, lejos de haber fracasado en Afganistán, Estados Unidos y sus aliados han consolidado allí notables progresos. Tras la exitosa campaña contra los líderes del Talibán, combinado ello con una robusta campaña contrainsurgente a lo largo de los años, el movimiento nacional del Talibán ha degenerado en un grupúsculo de insurgencias más pequeñas, más débiles y localizadas -cada uno con distintos propósitos y objetivos.
Aún acontecidos los recientes y horrendos ataques en Kabul, el nivel de violencia en Afganistán se ha alejado de su cénit. Al-Qaeda, que otrora utilizó el territorio afgano con impunidad, ya no disfruta de un santuario en este país. La amenaza en su momento personificada en el Estado Islámico ni siquiera se acerca a la perpetrada por el Talibán, y palidece en comparación con el resto de los afiliados del grupo en Siria, Libia y Yemén.
Tras 2001, ningún atentado terrorista con origen en Afganistán ha tenido éxito en los Estados Unidos. El Talibán que, en los años noventa, arrolló Kandahar y Kabul con tanques y aeronaves, es apenas una sombra de lo que fuera su anterior mecanismo.
En 2001, amén de una pequeña porción de territorio administrado por la Alianza del Norte en el noreste de Afganistán, el Talibán controlaba el 90% del territorio total del país. Hoy día, de acuerdo al Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán -en su informe cuatrimestral presentado al congreso estadounidense-, el Talibán exhibe 'control o influencia' en un área equivalente al 13% del total de la población del país asiático. En contraste, el 65% de la población afgana reside hoy bajo el 'control o la influencia' del gobierno de Kabul. El 22% remanente de la población reside en áreas 'en disputa'.
Y esto dista de ser un escenario negativo. En esencia, al-Qaeda ha desaparecido del mapa. ISIS no cuenta con la capacidad para establecerse con solidez en el país. El alguna vez omnipresente Talibán ha sido relegado a una insurgencia fracturada y eminentemente dividida.
Con todo, se multiplican los artículos periodísticos y análisis que se refieren al fracaso estadounidense en Afganistán. Aún no queda claro qué es lo que hará felices a estos críticos de la guerra. ¿Se contentarían acaso con que solo el 10% de la población estuviese bajo control del Talibán? ¿Quizás con el 5%? ¿O el 0%?
Tras casi diecisiete años de conflicto armado, probablemente debamos mostrarnos de acuerdo con el hecho de que, hasta tanto no exista un arreglo político entre la totalidad de las partes, y hasta tanto Paquistán deje de respaldar al Talibán, lo que vemos hoy en territorio afgano podría ponderarse como el mejor de los escenarios posibles -bajo las circunstancias.
Y esto dista de ser un escenario negativo. En esencia, al-Qaeda ha desaparecido del mapa. ISIS no cuenta con la capacidad para establecerse con solidez en el país. El alguna vez omnipresente Talibán ha sido relegado a una insurgencia fracturada y eminentemente dividida.
Con todo, se multiplican los artículos periodísticos y análisis que se refieren al fracaso estadounidense en Afganistán. Aún no queda claro qué es lo que hará felices a estos críticos de la guerra. ¿Se contentarían acaso con que solo el 10% de la población estuviese bajo control del Talibán? ¿Quizás con el 5%? ¿O el 0%?
Tras casi diecisiete años de conflicto armado, probablemente debamos mostrarnos de acuerdo con el hecho de que, hasta tanto no exista un arreglo político entre la totalidad de las partes, y hasta tanto Paquistán deje de respaldar al Talibán, lo que vemos hoy en territorio afgano podría ponderarse como el mejor de los escenarios posibles -bajo las circunstancias.
El público en los Estados Unidos tiene razones válidas para mostrar orgullo por lo que las fuerzas estadounidenses han logrado en Afganistán, dada la complejidad del escenario. Será hora de que los analistas se aferren a una sana dosis de realismo frente a lo que sucede en ese país, a criterio de reducir las expectativas sobre lo que podría lograrse de cara al futuro. Afganistán no será perfecto, como tampoco se convertirá en la Suiza del Hindu Kush próximamente. A menos que, por supuesto, los críticos confiesen su ensoñación idealista que reconozcan jamás haber puesto un pie en esa nación; la perfección jamás ha tenido nada que ver con el objetivo.
El éxito se consolidará cuando Afganistán sea lo suficientemente estable -esto es, cuando cuenta con la capacidad para administrar su seguridad interna y externa en un grado tal que logre impedir la interferencia de potencias extranjeras, permitiendo que el propio país resista todo intento de resurgimiento de parte de bases terroristas -como sucedió años atrás. Ni más, ni menos.
La crítica inmediata contra la estratagema de Trump del año pasado se respaldó en la argumentación de que la cifra extra de cuatro mil entrenadores y consejeros nunca podría lograr en 2018 lo que más de cien mil tropas americanas no pudieron conseguir en 2011. Pero el problema con este argumento se deriva de un modo de pensar anticuado sobre el rol de Estados Unidos en Afganistán. La guerra que se combate hoy día allí no es la misma que la que se llevó adelante en 2001, siendo imposible de comparársela también con la de 2009 (año en que el entonces presidente Barack Obama develó su estrategia para Afganistán), cuando Estados Unidos lideraba las operaciones de combate.
En este preciso momento, los afganos conducen su destino. Y la misión estadounidense ha quedado reducida a aspectos vinculados con entrenamiento, consejo profesional, y apoyo.
Las fuerzas de seguridad afganas representan el boleto del país a la estabilidad y seguridad de largo plazo. Si Estados Unidos y sus aliados continúan la labor de mentores, entrenadores, y si prorrogan el financiamiento de los militares afganos, los afganos podrán, entonces, desarrollar un trabajo superador al enfrentar ellos mismos al elemento insurgente. No solo ello ayudará a que los afganos impidan que su país se convierta en un nodo para el terrorismo internacional, sino que también establecerán, eventualmente, las condiciones de seguridad en la que un genuino proceso político podrá tener lugar. Este último punto es de una importancia crítica.
El éxito se consolidará cuando Afganistán sea lo suficientemente estable -esto es, cuando cuenta con la capacidad para administrar su seguridad interna y externa en un grado tal que logre impedir la interferencia de potencias extranjeras, permitiendo que el propio país resista todo intento de resurgimiento de parte de bases terroristas -como sucedió años atrás. Ni más, ni menos.
La crítica inmediata contra la estratagema de Trump del año pasado se respaldó en la argumentación de que la cifra extra de cuatro mil entrenadores y consejeros nunca podría lograr en 2018 lo que más de cien mil tropas americanas no pudieron conseguir en 2011. Pero el problema con este argumento se deriva de un modo de pensar anticuado sobre el rol de Estados Unidos en Afganistán. La guerra que se combate hoy día allí no es la misma que la que se llevó adelante en 2001, siendo imposible de comparársela también con la de 2009 (año en que el entonces presidente Barack Obama develó su estrategia para Afganistán), cuando Estados Unidos lideraba las operaciones de combate.
En este preciso momento, los afganos conducen su destino. Y la misión estadounidense ha quedado reducida a aspectos vinculados con entrenamiento, consejo profesional, y apoyo.
Las fuerzas de seguridad afganas representan el boleto del país a la estabilidad y seguridad de largo plazo. Si Estados Unidos y sus aliados continúan la labor de mentores, entrenadores, y si prorrogan el financiamiento de los militares afganos, los afganos podrán, entonces, desarrollar un trabajo superador al enfrentar ellos mismos al elemento insurgente. No solo ello ayudará a que los afganos impidan que su país se convierta en un nodo para el terrorismo internacional, sino que también establecerán, eventualmente, las condiciones de seguridad en la que un genuino proceso político podrá tener lugar. Este último punto es de una importancia crítica.
En su discurso del año pasado, en el que anunciaba su nueva estrategia para ese país, Trump se refirió a un eventual acuerdo político 'que podrá provenir luego de un esfuerzo militar eficiente'. Y esta es la perspectiva correcta. Uno no puede combatir eternamente en medio de una campaña insurgente, del mismo modo en que no se puede curar el alcoholismo ingiriendo mayores cantidades de alcohol.
El objetivo de toda estrategia de contrainsurgencia es permitir que aquellos que portan preocupaciones políticas genuinas cuenten con la capacidad de hacer frente a esas disputas, a través de un proceso político -y nunca a través de la violencia. Si la insurgencia en Afganistán llegase a su fin, ello se conseguirá a través de un acuerdo político entre el gobierno afgano y el Talibán.
Mientras Trump evalúa su decisión hacia fines del verano -en lo que compete al rol futuro de los Estados Unidos en Afganistán-, el mandatario precisará comenzar a mensurar los éxitos tomando en consideración los logros en el terreno, y no basándose en expectativas poco realistas. El presidente estadounidense deberá asfixiar la crítica recurrente y comprometerse con la estrategia delineada en 2017, que se muestra claramente realista, razonable y responsable.
El objetivo de toda estrategia de contrainsurgencia es permitir que aquellos que portan preocupaciones políticas genuinas cuenten con la capacidad de hacer frente a esas disputas, a través de un proceso político -y nunca a través de la violencia. Si la insurgencia en Afganistán llegase a su fin, ello se conseguirá a través de un acuerdo político entre el gobierno afgano y el Talibán.
Mientras Trump evalúa su decisión hacia fines del verano -en lo que compete al rol futuro de los Estados Unidos en Afganistán-, el mandatario precisará comenzar a mensurar los éxitos tomando en consideración los logros en el terreno, y no basándose en expectativas poco realistas. El presidente estadounidense deberá asfixiar la crítica recurrente y comprometerse con la estrategia delineada en 2017, que se muestra claramente realista, razonable y responsable.
Afganistán es un sitio de extrema complejidad. Existe una brecha remarcable entre la victoria y la derrota. Y allí es donde nos encontramos hoy -y donde es más probable que permanezcamos durante un tiempo de aquí al futuro. Pero eso en modo alguno significa que Estados Unidos ha fracasado; se trata, simplemente, de la realidad.
Artículo original, en inglés, en éste link
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@LukeDCoffey
Sobre Luke Coffey
Desarrolla artículos relacionados con la relación especial entre Estados Unidos y Gran Bretaña, en la Fundación Heritage (Washington, D.C.). Se concentra específicamente en temas de Seguridad y Defensa, incluyendo el rol de la OTAN en la Unión Europea y en materia de seguridad transatlántica. Previo a desempeñarse en Heritage, Coffey sirvió en el ministerio de defensa británico como consejero especial al entonces secretario de Defensa, Liam Fox. Sus trabajos también son publicados en español en el sitio web The Daily Signal.