Por qué el coeficiente de caja 100% es un error
El domingo pasado los suizos votaron —y rechazaron— en referéndum la iniciativa legislativa del 'Vollgeld'...
El domingo pasado los suizos votaron —y rechazaron— en referéndum la iniciativa legislativa del 'Vollgeld' por la que supuestamente se pretende recuperar la soberanía popular sobre el proceso de creación de dinero. A efectos prácticos, lo que se busca con esta consulta es prohibir que labanca privada cree depósitos en exceso de sus reservas en efectivo: o, expresado de otra forma, prohibir que la banca otorgue crédito mediante la creación de nuevos depósitos. Esto es, en esencia, lo que se conoce como un coeficiente de caja del 100% sobre los depósitos bancarios: una medida que ha sido históricamente defendida por la Escuela de Chicago (Milton Friedman) y por algunos sectores de la Escuela Austriaca (Ludwig von Mises o Murray Rothbard).
Pero a pesar de las aparentemente buenas referencias intelectuales que avalan tal propuesta, se trata de un profundo error intelectual que, de implantarse, conllevaría adversos efectos económicos. Para explicarlo, permítanme empezar distinguiendo entre dos versiones de la propuesta: la que solamente pretende congelar la oferta monetaria dentro de una economía y la que busca delegar su entera creación en el banco central.
Versión 1: Congelar la oferta monetaria
Lo que realmente pretenden muchos defensores del coeficiente de caja del 100% es congelar la cantidad de dinero en circulación. Esto es, buscan arrebatarle al sistema financiero la capacidad de crear sustitutos monetarios en exceso del dinero existente en una economía (buscan eliminar lo que Mises denominaba “medios fiduciarios”). De este modo, la oferta monetaria pasaría a ser fija y ello supuestamente eliminaría el riesgo inflacionista… exponiéndola, eso sí, al riesgo deflacionista.
A la postre, esta primera versión del coeficiente de caja del 100% se desentiende del problema que representan las fluctuaciones de la demanda de dinero. Si la oferta monetaria es constante y la demanda de dinero se incrementa —y puede hacerlo por diversas razones: porque haya un aumento estacional en el volumen de pagos, porque suba la incertidumbre dentro de la economía, o por mera especulación monetaria—, entonces la estructura de precios de la economía se verá abocada a la deflación (en términos de la ecuación cuantitativa, M*V=P*Q, si M es constante y V cae, entonces o P o Q deberán contraerse).
En principio, si todos los precios fueran perfectamente flexibles, el incremento de la demanda de dinero en un contexto de oferta monetaria fija no supondría ningún problema grave: el nivel nominal de precios se ajustaría al volumen de dinero efectivamente circulante y todos los patrones de producción y de distribución de bienes se seguirían reproduciendo como antes del incremento de la demanda de dinero. Ahora bien, en el mundo real, no todos los precios son igual de flexibles, especialmente en el muy corto plazo. De ahí que un aumento de la demanda de dinero provoque necesariamente cambios en los precios relativos, es decir, cambios en los patrones de producción de bienes, incluyendo desempleo forzoso (por ejemplo, si el precio de las mercancías cae más rápidamente que el de los salarios, habrá desempleo).
La incapacidad de un oferta monetaria rígidamente constante para hacer frente a las fluctuaciones de la demanda de liquidez constituye el problema económico central que muchos defensores del coeficiente de caja del 100% se niegan siquiera a considerar. Dada la rigidez de precios en el corto plazo, resulta beneficioso para la coordinación económica el que la oferta monetaria (o un tramo de ella) pueda incrementarse o reducirse elásticamente en respuesta a los cambios de la demanda de dinero. Claro que, entonces, la cuestión pasa a ser la de quién debe ser el agente competente para alterar la oferta monetaria: si el sistema financiero en su conjunto (situación actual) o el banco central en exclusiva. Que sólo pueda hacerlo el banco central era justo la propuesta del Vollgeld que el domingo pasado se votó en Suiza: otorgarle al banco central un control pretendidamente absoluto sobre la oferta monetaria.
Versión 2: Nacionalizar la oferta monetaria
Los defensores del coeficiente de caja del 100% que entienden que la oferta monetaria no debe ser constante —esto es, que ha de adaptarse dinámicamente a los cambios de la demanda monetaria— buscan, en última instancia, estatalizar toda la oferta de medios de intercambio: en otras palabras, buscan prohibir que la banca privada cree nuevos sustitutos del dinero (depósitos bancarios) en exceso de los que ya haya creado previamente el banco central. Por consiguiente, sólo el banco central de un país está autorizado a alterar —al alza o a la baja— la totalidad de la oferta monetaria (nótese la ironía de que muchos supuestos defensores del libre mercado y enemigos acérrimos del banco central terminan abrazando una doctrina que implica una estatalización de gran parte de las funciones de la banca privada y un incremento, aún mayor, del poder de los banco centrales).
El núcleo de la polémica, por tanto, se reduce a la siguiente pregunta: ¿conviene que la oferta monetaria de una economía sea gestionada, centralizada y monopolísticamente, por el banco central o que lo sea descentralizada y semicompetitivamente por el banco central y el resto del sistema financiero?
A este respecto, y antes siquiera de tratar de aventurar una respuesta, debemos tener presente es que resulta enormemente complicado impedir que otros agentes económicos creen sustitutos monetarios. Cualquier promesa de pago a corto plazo que socialmente sea percibida como suficientemente solvente puede desempeñar la función de sustituto del dinero… no sólo disponen de esa capacidad los depósitos bancarios a la vista. Por ejemplo, si se prohibiera a los bancos crear depósitos por encima de sus reservas de efectivo, la banca bien podría manufacturar otro tipo de pasivos (por ejemplo, pagarés bancarios a corto plazo o participaciones en fondos monetarios) que desempeñarían la función que hasta la fecha han venido ejerciendo los depósitos. De hecho, esto mismo ya sucedió en el siglo XIX: cuando la Ley de Peel de 1844 prohibió que la banca inglesa emitiera billetes propios, ésta se limitó a abandonar la creación de un tipo de pasivo bancario (los billetes) por otro tipo de pasivo bancario (los depósitos). Lo que se logra con tal prohibición, pues, no es subordinar la oferta monetaria al banco central, sino forzar a que los bancos y sus clientes sustituyan unos componentes de la oferta monetaria —prohibidos por ley— por otros que les resultan menos convenientes… pero que están autorizados por la ley. Que en pleno siglo XXI, cuando acabamos de asistir al desarrollo de la denominada banca en la sombra, algunos nos quieran convencer de que son capaces de controlar la creación financiera de liquidez a través de la regulación de los depósitos a la vista es de una ingenuidad primitiva.
Pero obviemos por un momento el problema anterior. Imaginemos que, en efecto, el Estado sí es capaz de otorgarle un monopolio sobre la oferta monetaria al banco central. ¿Sería un avance con respecto a la situación actual en la que no se prohíbe a otros agentes crear sustitutos monetarios? No, no lo sería. Recordemos que tanto el banco central como la banca privada incrementan la oferta monetaria cuando conceden nuevos créditos, ya sea a familias, empresas o administraciones (un aumento del crédito se materializa en un aumento de sus pasivos financieros, y estos pasivos financieros constituyen la oferta monetaria). Por consiguiente, al final todo se reduce a la cuestión de quién ha de estar autorizado a otorgar crédito contra la creación de nueva oferta monetaria: si solo la banca central (verbigracia, a través de las famosas flexibilizaciones cuantitativas) o también los bancos privados (como hacen en la actualidad cuando otorgan cualquier crédito creando nuevos depósitos).
Y, en este sentido, por enormes que sean los defectos de los bancos privados dentro del sistema actual —y lo son—, es necesario constatar que tienden a poseer mejor información y mejores incentivos para otorgar crédito de los que posee el banco central. Por un lado, los bancos privados se hallan mucho más cerca que el banco central de aquellos deudores que les solicitan financiación y, por tanto, están en mejor posición para conocer si éstos constituyen buenos o malos riesgos. Por otro, el banco central se enfrenta a un riesgo moral incluso superior al de una banca privada asegurada por el Estado: al tratarse de una entidad totalmente pública que no puede quebrar, sus incentivos pasan por otorgar crédito al margen de la solvencia de los deudores (por ejemplo, crédito a empresas cercanas al gobierno de turno o a la burocracia del banco central, a lobbies que prometen elevados emolumentos, a industrias nacionales que el Estado desee promover por cualquier razón extraeconómica, etc.).
Tan es así que incluso los propios defensores del Vollgeld consideran que deberían ser los bancos privados quienes se dediquen a otorgar créditos a familias y empresas: pero, claro está, antes de hacerlo deberían solicitarle la pertinente financiación al banco central. Pero, ¿cómo podría saber el banco central si la solicitud de financiación de una entidad privada —para, a su vez, financiar a una familia o empresa— es una solicitud de financiación que merece ser atendida? ¿Debería proveer barra libre a todas las peticiones de la banca privada? ¿O de qué manera pasaría a racionar el crédito entre los potenciales deudores de los bancos privados?
Al final, pues, aquellos defensores del coeficiente de caja del 100% que no aspiran a congelar la oferta monetaria buscan otorgarle al banco central un monopolio sobre la concesión de crédito con cargo a la creación de pasivos líquidos. No soy ni lejanamente un entusiasta del actual oligopolio bancario privilegiado por el Estado: pero todavía lo soy menos de un monopolio bancario igualmente privilegiado por el Estado.
Conclusión
En definitiva, es del todo cierto que el presente sistema bancario está roto. En su configuración actual, la banca privada constituye uno de los principales motores de los ciclos de sobreendeudamiento y de malas inversiones generalizadas que recurrentemente azotan a nuestras economías. Pero las causas de este fracaso persistente de la banca privada no cabe buscarlas en la ausencia de un coeficiente de caja del 100%, sino en otra parte: la deuda bancaria disfruta de un doble privilegio —refinanciación garantizada por el banco central y rescate garantizado por el Tesoro público— que alimenta su irresponsabilidad estructural. Avanzar hacia un coeficiente de caja del 100% no soluciona ninguno de estos problemas, sino que o bien los reemplaza por otros problemas igualmente dañinos —incapacidad financiara para responder a fluctuaciones de la demanda de dinero— o bien los concentra en un nivel burocrático superior —monopolio irresponsable de la banca central—. Lo que necesitamos es libre competencia bancaria, es decir, ausencia de privilegios entre el oligárquico oligopolio de la banca: no ocurrencias regulatorias que, en última instancia, ignoran los roles que desempeñan el dinero, el crédito y la banca dentro de una economía y que, por fortuna, los suizos han rechazado por amplia mayoría.
Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista en ElCato.org. Es Licenciado en Derecho y Licenciado en Economía (Universidad de Valencia).