Latinoamérica y la triste similitud entre populistas
Se ha vuelto común afirmar que los dos países más grandes de América Latina, Brasil y México...
18 de Enero de 2019
Se ha vuelto común afirmar que los dos países más grandes de América Latina, Brasil y México, han caído en regímenes populistas, pero en direcciones opuestas: porque uno se dice de derecha y el otro de izquierda. En rigor, ambos países se están moviendo en exactamente la misma dirección —la que define el mismo populismo, que es más determinante que la izquierda y la derecha.
Durante muchos años el populismo se entendió como una enfermedad de la izquierda: un régimen irresponsable que gasta más de lo que le ingresa, y que lo hace en nombre de la justicia social. Un sistema de gobierno que da inicio con numerosas dádivas, sin pensar en cómo van a ser pagadas y que siempre remata en crisis económicas muy serias, como las del Brasil de Lula, la Argentina de Perón y luego la de los Kirchner, la Venezuela de Chávez y la Nicaragua de Ortega.
Esta concepción del populismo se exhibía incompleta. Por una parte, la historia ha mostrado que la demagogia no es exclusiva de la izquierda. En realidad, uno de los primeros populistas en la región, Juan Domingo Perón, no podía ser catalogado como de izquierda, sino como fascista. Igual que los regímenes fascistas europeos de su época, fogoneó agitación política en nombre de la justicia social, usó dádivas enormes para comprar votos, y terminó en gran corrupción y desastres económicos. Poco a poco, la gente ha entendido que hay populistas de derecha y de izquierda.
Además, aunque ciertamente la irresponsabilidad fiscal y la falsa apelación a la justicia social son partes importantes del populismo, existe un componente fundamental, que es la que le da su esencia, que es lo que comparten los populismos de derecha e izquierda: la sustitución de las instituciones democráticas por el comando autocrático de un caudillo, alrededor del cual se construye un culto a la personalidad. Es por esta razón, porque buscan es una dictadura absoluta, que los populistas de cualquier signo ideológico son enemigos a muerte de la institucionalidad democrática, en la que nadie tiene el poder absoluto.
El ciudadano tiende a ignorar esta dimensión del populismo, porque los populistas sacan su parte tiránica solo después de haber adquirido el poder y de haber limpiado a sus rivales y a las instituciones que tienen poder independientemente de él —los poderes legislativo y judicial y los cientos de instituciones que contribuyen al manejo del Estado.
En sus inicios, los venezolanos y los nicaragüenses se reían de los que les hablaban de la conversión de los populistas en tiranos sangrientos. No comprendían que el populista acusa a todas las instituciones democráticas de ser corruptas para argüir que para cambiar la sociedad hay que destruirlas y darle a ellos el poder total. Cuando alguien exige la suma del poder público para poder resolver o poner en orden los problemas del país, está pidiendo que lo conviertan en dictador.
Por supuesto, el populista persigue el poder total por el poder mismo, no como instrumento para mejorar al pueblo. El beneficio del pueblo es el pretexto a través del cual los populistas se vuelven tiranos. Con el poder total, con las instituciones destruidas, los populistas se corrompen absolutamente y se arrogan el derecho de mantenerse en el poder a costa de sangre y sufrimientos para la población, como en Venezuela y Nicaragua.
Esa es la historia de Venezuela y de Nicaragua y podría ser la de El Salvador si elegimos a Nayib Bukele, que ya comenzó, antes de llegar al poder, a tratar de emplear la fuerza bruta para intimidar al pueblo y a las instituciones democráticas. Igual que Chávez en su momento, amenaza con usar el poder militar de la presidencia para intimidar a la Asamblea, dice que va a cambiar la Constitución aunque un presidente no tiene el poder de hacerlo, y ha recurrido a turbas para amenazar a la Fiscalía y el Tribunal Supremo Electoral. La imagen que proyecta es la de un caudillo que se cree que está por encima de las instituciones —que es la imagen que de sí mismos tienen todos los tiranos.
Es de desear que ni México ni Brasil ni El Salvador se precipiten en esta maldición.
Seguir en
@ElCatoEnCorto
Sobre Manuel Hinds
Economista y consultor económico, Hinds se desempeñó como Ministro de Hacienda de El Salvador entre 1994 y 1999. Se le considera el padre de la dolarización, tras haber propuesto la idea en su país. Es autor de Playing Monopoly with the Devil: Dollarization and Domestic Currencies in Developing Countries (publicado por Yale University Press en 2006) y co-autor con Benn Steil de Money, Markets and Sovereignty (Yale University Press, 2009). Hinds también es columnista de El Diario de Hoy de El Salvador. En 2010, obtuvo el Premio Hayek del Manhattan Institute.