INTERNACIONALES: MATIAS E. RUIZ

Venezuela: Nicolás Maduro Moros, variable de ajuste

Conforme es plausible concluír a partir de cualquier análisis que incorpore criterios...

24 de Enero de 2019


Conforme lo determina cualquier análisis que incorpore criterios mínimos de objetividad, el experimento socialista implementado en la República Bolivariana de Venezuela ha concluído en un cataclismo humanitario que no observa paralelo en el concierto internacional.

Amén de consideraciones humanas y estadísticas -que remiten a hiperinflación, escasez, desnutrición aguda, crecimiento exponencial del delito y una cifra de millones de refugiados-, el ensayo bolivariano ya obsequia dos consecuencias igualmente difíciles de soslayar: en primer término, la opinión ciudadana en no pocos países tomará nota frente a que cualquier formato de socialismo conducirá, inequívocamente, a resultados inextricablemente similares. En un segundo orden, los acérrimos defensores de la variante socialista -tanto latinoamericanos como de proyección globalista- hoy han explicitado crudamente su toma de posición en favor de un sistema retórico-ideológico a todas luces caduco, cuyas mayores contribuciones a la humanidad conducen al genocidio y a la ejecución extrajudicial con prejuicio extremo, empleados ambos de manera tanto prejuiciosa como sistemática. Su procedencia en el espectro de las ideas será anecdótico: queda expuesta, a partir de los funestos efectos compartidos por el teatro de operaciones venezolano, la falsificación que ha consignado una interpretación retorcida y radicalizada de los derechos humanos, del feminismo, del indigenismo o de la 'lucha' LGBT. En definitiva, se asiste a la caída en desgracia de una miríada de 'ismos' acostumbrados a desembocar en un activismo político de confesión gramsciana, que tradicionalmente ha guiado el norte de la brújula del pensamiento de izquierdas.

Diosdado Cabello, Nicolás Maduro, Dictadura, Genocidio, #23ESin embargo, no existe suicidio intelectual que no parta del error de juicio. El esfuerzo global de la reflexión socialdemócrata, notablemente eficiente a la hora de infiltrar medios masivos de comunicación, partidos políticos, gobiernos y tanto más, ha terminado por impactar de frente contra su propio derrumbe. Inevitablemente, el exceso de fraseología militante y el acoso propagandístico o la acusación infundada -instrumentos dilectas del subsistema de referencia- se esmeraron en alejarse de la consecución de resultados concretos para un público que venía demandándolos con avidez. En semejante contexto, la coronación del desbarajuste venezolano no es producto de la casualidad, sino de una colección de circunstancias: en todo caso, personifica el cénit de un esfuerzo que durante años se ha centrado en la ciega edificación de un fracaso. Los arquitectos primigenios de la pseudodoctrina progresista-socialdemócrata fueron declaradamente incapaces al momento de anticipar (siquiera someramente) el efecto dominó que aniquilaría sus proyecciones, y las muestras para el botón venían multiplicándose: Colombia, Brasil, Ecuador, Chile, los Estados Unidos de América, España, Francia y Alemania son solo algunos ejemplos para certificarlo. Si se ha de echar mano de explicaciones operativas para la debacle, será preciso cifrar que el socialismo (nuevamente, sin importar su presentación) ignora por completo cómo resolver dilemas extendidos, de orden global: desempleo y subempleo, delito y crimen organizado, inmigración descontrolada, ausencia de inversión, recesión, y sus interminables ramificaciones. Antes bien, el léxico y la prosa progresista -en franca confesión de incapacidad- optó por centrarse en la destrucción de la crítica por vía del sofismo cartesiano o la argumentación ad hominem. Las mencionadas problemáticas potenciaron su amplificación, y la consecuencia en el ámbito de la discusión instituciones-ciudadanía ha conducido al emerger (y posterior éxito electoral) de movimientos doctrinariamente opuestos a la socialdemocracia.

Ahora mismo, ya no solo la América Latina, sino también el orden internacional prestan particular atención al caos legado por la Venezuela del ex chauffeur de autobús Nicolás Maduro Moros, desde hace horas sindicado por las naciones de mayor peso en el orbe occidental como usurpador de la presidencia del país. Ante el recurrente desprecio internacional y la masividad verificada en las movilizaciones de este 23 de enero o #23E, y presa de una vorágine de desesperación, Maduro y sus secuaces, traficantes de estupefacientes a escala transnacional pertenecientes al Cártel de los Soles (Néstor Reverol, Tareck el-Aissami, Diosdado Cabello Rondón, Clíver Alcalá Cordones, Henry Rangel Silva, José David Cabello, y otros muchos) optaron por amplificar los decibeles de una oleada represiva que ya constituía la norma, pero que desde ahora se sirve principalmente de la ejecución extrajudicial perpetrada al azar contra manifestantes pacíficos -copiando, en formato y procedimientos, el modus operandi utilizado en su oportunidad por elementos civiles del ex gobierno del Coronel Muammar Khadaffy en Libia previo a su caída. Aunque el librillo de Maduro Moros, al parecer, también ha tomado buena nota del manual de procedimientos del ex dictador panameño Manuel Antonio Noriega, quien supo deslindar responsabilidades primarias de su modelo represivo en colectivos que apaleaban a dirigentes políticos opositores y ciudadanos corrientes. Con una macabra variante, que ilustra la crudeza del morador ilegal de Miraflores: los ejecutores civiles del régimen de la Venezuela ocupada ponen, de preferencia, la mira de sus rifles en jóvenes universitarios, a quienes es preferible neutralizar para explotar al máximo el efecto disuasorio y psicológicamente devastador que implica cada muerte para sus compañeros de protesta y familiares. A la sazón, Nicolás Maduro y sus partenaires políticos no solo regentean, desde cualquier aspecto técnico, una dictadura: también se respaldan a diario en atrocidades; sin mayor preámbulo, incurren conscientemente en el genocidio (por cuanto aquí también habrá que computar las centenares de miles de muertes registradas a consecuencia del descalabro sanitario de años). Maduro, el-Aissami y Cabello serían material de primer nivel para la Corte Penal Internacional, sino fuera porque los burócratas de la diplomacia sudamericana (entiéndase, Organización de Estados Americanos, OEA) se exhiben hoy ataviados en un laberíntico caleidoscopio de inoperancia, confesa ineptitud y buenismo irresoluto, propio de quienes tienen por única meta salir bien parados ante las cámaras de televisión.

En el quebranto, comentaristas amateurs y editorialistas dominicales portadores de conocimientos de superficie -en el mejor de los casos- han advertido que una intervención en el proscenio venezolano de, por ejemplo, los Estados Unidos de América, deberá lidiar con la furibunda réplica de la Federación Rusa o de la República Popular China, con intereses de magnitud en la nación caribeña. Nada más errado, por cuanto Moscú tiene asuntos más importantes qué atender en la región del Cáucaso, Siria o Crimea. En lo que a Pekín respecta, fue precisamente el gobierno chino el que, pocos años atrás, se volcó al acopio de toneladas de antiguos bolívares en numerosos pallets [fotos] -en represalia subterránea porque Caracas no contaba con los dólares estadounidenses, otra moneda dura ni crudo para saldar los créditos ofrecidos por la cúpula del Partido Comunista Chino. Tanto para Vladimir 'Volodya' Putin como para Xi Jinping, el desembarco en la República Bolivariana de Venezuela ha cobrado forma de una auténtica pesadilla financiera.

No habrá, entonces, mayor margen para el disenso: el actual contexto latinoamericano no comporta referencias con el de los años ochenta, cuando la pendular y peculiar ambivalencia Este-Oeste compelía a las potencias a dirimir sus asuntos en variopintas regiones del globo y en la propia América Latina, en el formato de enfrentamientos y escaramuzas entre guerrillas marxistoides versus organizaciones paramilitares de ultraderecha. Y, sin embargo, la prerrogativa de la intervención militar estadounidense en suelo venezolano también cobra forma de enunciado con fundamento en la nada misma. Mucho antes de eso, Washington cuenta con instrumentos más eficientes, a base de sanciones económicas colectivas que trasciendan la esfera individual (estas últimas, ya en marcha). Habida cuenta de que, en la práctica, EE.UU. se ha vuelto autosuficiente en materia petrolera, puede prescindir prontamente del crudo caribeño, y proceder con la implementación de sanciones para todo país que insista en comprarle a Caracas -con lo cual el régimen de Maduro y sus siniestros camaradas duraría lo que un suspiro. Escenario que propiciaría la perfecta sinonimia de la carambola a dos bandas, conforme el impacto para la Cuba de Miguel Díaz-Canel y Raúl Castro sería intolerable. Por otra parte, la Administración Trump podría auspiciar la designación de Venezuela, por intermedio del Departamento de Estado, como país patrocinador de terrorismo.

Complementariamente, la mala novedad para los ciudadanos venezolanos que -organizados o no- quisieran dar cuenta del régimen genocida manu militari en el corto plazo, es que la Dirección de Inteligencia (DI) cubana ha puesto de suyo para que el país sudamericano jamás permita trazar paralelo geopolítico alguno con Siria o Irak. Significa esto que no existen ni existirán corredores viables para el ingreso o contrabando de armamento liviano o sofisticado que pudiere facilitar la faena de eventuales milicianos libertarios. Razón por la cual ni La Habana ni los atentos handlers de Nicolás Maduro en Miraflores tolerarán la creación de un circuito de asistencia humanitaria bajo patrocinio internacional: conocen al dedillo los riesgos inherentes y potenciales de semejante iniciativa. En el epílogo, una escenografía en la que el pueblo venezolano se vea forzado a absorber miles de muertos -con el objetivo de fogonear más deserciones y rupturas en la cadena de mandos de las fuerzas armadas bolivarianas, que luego faciliten el desmoronamiento del madurismo- es la que consigna una mayor probabilidad de ocurrencia.

En cualesquiera de los casos, mucho se ha hablado -en las poco populosas mesas de arena de naciones centrales en el continente americano- de que la solución podría, en alguna medida, provenir de los pasillos del poder en La Habana. Dependiendo de el futuro horizonte de decisiones petroleras que emerjan de la Casa Blanca de Donald Trump, para los maestros de las obscuras artes de la contrainteligencia en la nomenklatura cubana, Nicolás Maduro Moros podría convertirse, de la noche a la mañana, en una variable de ajuste. Fue así como Fidel Castro Ruz decidió que era hora de poner fin, hacia mediados de 1967, a aquél poco confortable experimento que se diera en llamar Ernesto Guevara (El 'Che'), revelando su locación a sus ejecutores.

En algún incierto panteón, se acopian las existencias paralelas del 'Che', Saddam Hussein (Irak), Manuel Noriega (Panamá), Ngô Đình Diệm (Vietnam del Sur), o Muammar Khadafy (Libia). Peones que, prisioneros de su propia megalomanía y desenfreno, soñaron alguna vez con ser reyes -precisamente, rol que jamás estuvieron destinados a cumplir.


 

Sobre Matias E. Ruiz

Es Analista en Medios de Comunicación Social y Licenciado en Publicidad. Es Editor y Director de El Ojo Digital desde 2005.