SOCIEDAD: SERGIO JULIO NERGUIZIAN

Coronavirus, otro formato para el terror

El virus está ahí. En la vereda, sitiando las casas de los aterrorizados ciudadanos.

26 de Marzo de 2020

 

El virus está ahí. En la vereda, sitiando las casas de los aterrorizados ciudadanos. Carece de cerebro, pero actúa con inteligencia. Si lograre ingresar a las vías respiratorias de su víctima, se dirigirá, asertivamente, hacia un destino determinado: los pulmones. En el silencio de una tarea que inicialmente puede pasar desapercibida -o confundida con otras dolencias-, bloquea las paredes de los alvéolos que oxigenan sangre. Y mata, finalmente, por estrangulamiento. No tiene materia gris, pero dispone de un plan.

Coronavirus, Argentina, COVID.19No se trata, en rigor, de una entidad nueva: ha mutado; esto es, que estrena un disfraz que engaña al sistema inmunológico del receptor. En su inocencia, éste lo recibe como si se tratase de un amigo. Más aún; las células domésticas festejan al recién llegado y relajan los sistemas de prevención, entregándose a una curiosa algarabía.

El virus está ahí; en la vereda, sitiando las casas de los atribulados vecinos. Aún sin ingresar, su voluntad de dañar cuenta con el potencial para hacer estragos. La convivencia forzosa esmerila los lazos que sujetan a los que comparten la prisión. Lentamente, se agotan los recursos disponibles desde los cuales atenuar el encierro. Los libros disponibles se ofrecen para ser releídos. La música no tolera ya una audición repetida. La radio y la tevé están siempre encendidos, cual reflector que atormenta al interrogado. Los placeres sensuales habituales hacen una cumbre inicial y, rápidamente, se amesetan: las comidas y el sexo, cuando están disponibles, hacen a la previsible curva de interés. Los convivientes deben mantener distancia social -paradójico eufemismo de los comunicados oficiales. El intruso puede ganar la casa, oculto en la amistosa caja de pizza que acaba de ser entregada a domicilio.

Si los enamorados quedaren recluídos en sus respectivas viviendas, la distancia hace, a su vez, una tarea paciente para debilitar el extrañamiento. Las partes no pueden evitar la penosa evaluación de la calidad del vínculo. Para agravar el cuadro, en las denominadas videollamadas, todos los rostros aparecen desmejorados. Las narices exhacerban su volumen real, las frentes se dilatan, los ojos del otro nos resultan ajenos. Las charlas no tienen otro destino que la reiteración: ambos abrevan en la misma fuente y, con suerte, alguno sorprende al otro con una novedad. Pero esto ocurre rara vez, y la charla se empantana. La inminencia de un desastre esteriliza todos los meritorios esfuerzos por escapar de la noria en que nos sentimos atrapados. El virus, desde la vereda, cumple serenamente un diagrama que prevé el ataque sin confrontación.

Previo al vector COVID-19, el sueño era un tiempo muerto en el que el sujeto reponía fuerzas para arremeter con energía la jornada inminente. Se lo buscaba cuando el trabajo emitía señales de agotamiento, o en los memorables instantes de extenuación que suceden a la afiebrada cópula.

Ahora, ya no es así. Por estos momentos, el sueño es una puerta que conduce al pasadizo por el cual evadir el acoso del miedo. En la incierta penumbra, asistimos a los sucesos más disparatados, a la discusión nerviosa con personas que vemos por primera vez, o al conocimiento de algún fallecido amado. En la versión que con delicadeza llamamos pesadilla, huímos de un horror incierto, o bien nos extraviamos en una geografía en donde nada nos es familiar, o alguien nos anuncia  una muerte que nos negamos a aceptar. En ocasiones, un parte sobreviviente de la conciencia nos alienta, con el argumento de que todo es eso: una pesadilla que ha sucedido a otras, y de la que despertaremos para celebrar la lucidez.

Pero no ahora. En el actual proscenio, buscamos el alivio del sueño, acaso con el auxilio químico de la servicial pastilla; otras veces, lo hacemos con el inaudito empecinamiento de la voluntad. En las horas en que dormimos, el virus muere por falta de testigo: se trata de una tregua que sabemos breve pero eficaz y a la que, en consecuencia, catalogamos de inexcusable auxilio a efectos de mitigar el tormento del incierto futuro.

El virus no tiene cerebro; pero se desempeña con diligente prudencia. Llega para matar, pero lo hace con criterio económico, es decir, evitando el despilfarro inútil. Así, selecciona a sus mártires entre los ancianos, los enfermos sin esperanza, o los que -por alguna razón- no disponen de resistencia inmunológica contra la sutil táctica de devastación. Algunos jóvenes caen también en esa selección, cuando se cede a la tentación de la idea de que nadie está excluído del minucioso listado.

No terminará con la vida de todos, ya que, en un punto de su expansión, el asesino se autolimita. Con un porción limitada del total de terráqueos, habrá de saciar su pretensión criminal.  El remanente que sobrevivirá a la masacre será preservado para cuando, novedosa mutación mediante, el vector se abalance sobre las generaciones desprevenidas y retome su juego predilecto.

El virus no tendrá cerebro, pero tiene bien claro su propósito.


 
Sobre Sergio Julio Nerguizian

De profesión Abogado, Sergio Julio Nerguizian oficia de colaborador en El Ojo Digital (Argentina) y otros medios del país. En su rol de columnista en la sección Política, explora la historia de las ideologías en la Argentina y el eventual fracaso de éstas. Sus columnas pueden accederse en éste link.