Estados Unidos: coronavirus versus libertades, no es una disyuntiva
Durante una crisis, siempre es difícil que el gobierno aborde los problemas de manera eficaz...
Durante una crisis, siempre es difícil que el gobierno aborde los problemas de manera eficaz, al tiempo que se resguarda el daño colateral eventualmente inflingido contra las libertades que los ciudadanos estadounidenses dan por sentadas. Ese dilema se ha agudizado dada la actual epidemia de coronavirus, y con las medidas implementadas a efectos de intentar controlarla.
Nadie ha de poner en duda que la pandemia es un problema preocupante. No solo es el virus altamente contagioso, sino que la tasa de mortalidad (especialmente entre las víctimas mayores de edad y aquellos con problemas subyacentes de salud) es sustancialmente mayor a aquella de enfermedades como la influenza u otras similares. Esa brecha está compartiendo señales de reducirse, pero hay pocas dudas de que el coronavirus consigna una seria amenaza para la salud de las personas. Sin embargo, la problemática de esa realidad es que los gobiernos siempre han explotado las crisis para ampliar sus poderes —en muchas ocasiones, llevándolos a niveles peligrosos. Ese ciertamente ha sido el caso a lo largo de la historia de los Estados Unidos de América.
Algunos precedentes que están sentado los funcionarios de los estados y de los gobiernos locales a efectos de abordar la epidemia del coronavirus son realmente alarmantes. Tanto el gobernador de California Gavin Newsom como el gobernador de Nueva York Andrew Cuomo, han emitido órdenes ejecutivas que, en esencia, han depositado a sus respectivos distritos en una clausura o cierre total. Los abusos de poder en tiempos de crisis anteriores deberían prepararnos para los potenciales peligros de una reiteración de los mismos.
La Primera Guerra Mundial no solo resultó en violaciones frontales a la Primera Enmienda de la Constitución (incluyendo el encarcelamiento de críticos de la guerra), sino que condujo a estatutos y órdenes ejecutivas que hasta el día de hoy padecemos. Numerosas Administraciones se han valido de la Ley de Espionaje de 1917 a la hora de castigar a informantes, y de intimidar a los periodistas de investigación. No pocos presidentes echaron mano de otras legislaciones aprobadas en tiempos de guerra, en formatos que nunca fueron contempladas en todo su alcance por los legisladores que las aprobaron. Cítese el ejemplo de agosto de 1971, oportunidad en la que Richard Nixon declaró una emergencia nacional en virtud de la Ley de Comerciar con el Enemigo de 1917 con el objetivo de imponer aranceles, clausurar la comercialización de oro para hacer frente a pagos internacionales, y para establecer controles de precios y salarios.
La Segunda Guerra Mundial produjo abusos adicionales, así como también dio a luz otros precedentes igualmente preocupantes. Acaso el más sobresaliente de todos fue la orden ejecutiva firmada por el Presidente Franklin D. Roosevelt, que envió a los japoneses-estadounidenses a 'centros de traslado' (en rigor, campos de concentración como Manzanar), por el sólo delito de ser japoneses-estadounidenses. En un fallo que fuera particularmente vergonzoso, la Corte Suprema defendió la legalidad de sus acciones, lo cual permitió que esa política se prorrogara. Durante la Guerra con Corea, el Presidente Harry Truman intentó tomar control de las plantas de acero de la nación, como una medida de guerra.
Más recientemente, la réplica ante los ataques terroristas del 9/11 incluyeron a la tal llamada Ley Patriota y su legendaria erosión de las protecciones de la Cuarta Enmienda en contra de las búsquedas y confiscaciones no razonables de la propiedad, así como también del debilitamiento de otros derechos garantizados en la Constitución. El resultado ha sido una entrometida vigilancia estatal que nadie parece poder controlar.
Los estadounidenses deben evaluar con la cabeza fría la respuesta estatal a la crisis del coronavirus, y estar alertas en contra de otra expansión casual del poder arbitrario que podría sentar precedentes peligrosos. Ya estamos presenciando mandatos en otros países que equivalen a a la reglamentación de poblaciones enteras. Tales medidas han cerrado prácticamente todos los negocios, prohibido los viajes 'no esenciales', prohibido la mayoría de las reuniones, impuesto toques de queda, y establecido la ley marcial en todo menos en nombre. Esto ha sucedido no solo en la China dictatorial y en Corea del Norte, sino también en países democráticos como Italia, España y Francia. En algunos casos, las restricciones adicionales han sido impuestas sobre aquellos considerados especialmente vulnerables ante el virus, como las personas mayores de setenta años.
En los Estados Unidos, el gobierno federal no ha seguido el ejemplo de medidas así de draconianas —al menos no todavía. El presidente Donald Trump reiteró, en su conferencia de prensa del 16 de marzo, que no tenía intención de imponer un cierre o toque de queda a nivel nacional. La presión sobre él para que lo haga, no obstante, podría incrementarser. Aún así, en lo que consignó un suceso particularmente alarmante, el Departamento de Justicia ahora está buscando la autoridad para pedirle a un juez federal el poder de detener a una persona de manera indefinida durante esta o cualquier otra 'emergencia'.
Numerosos estados y localidades ya han tomado medidas severas. Desde un comienzo, las autoridades sancionaron la clausura de las escuelas y prohibieron una serie de eventos públicos a gran escala, como los conciertos y eventos deportivos. Algunos estados han ido más allá. Louisiana y Georgia cancelaron las elecciones primarias, mientras que Ohio y Maryland han seguido su ejemplo desde ese entonces. Illinois, Ohio, California, Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut y otros estados (además de un creciente número de gobiernos locales) han ordenado que los restaurantes, bares, gimnasios, casinos, y otros negocios privados cierren sus puertas. San Francisco ordenó un sistema de “refugiarse en su propio lugar”, prohibiendo que los residentes participen en cualquier actividad “no esencial” fuera de sus casas.
Las propuestas de instruir a todo el mundo de más de setenta años de edad de 'auto-aislarse' y no dejar sus casas está siendo abiertamente discutida. Actualmente, dichas medidas son voluntarias pero, ¿durante cuánto tiempo seguirán siéndolo? Los esquemas represivos que China, Italia, España, y otros países extranjeros han adoptado para lidiar con la epidemia están empezando a aparecer en algunas geografías de los Estados Unidos.
La cuestión está escalando rápidamente. Carolina del Norte ha ido más allá del cierre de comercios individuales; las autoridades han colocado gran parte de la costa del estado fuera del alcance de los turistas y de gran parte de los extranjeros. Se establecerán controles de seguridad para revisar identificaciones, y se requerirán permisos para obtener acceso.
Existe un rastro de esa mentalidad de puntos de seguridad ubicuos y 'Muéstreme sus papeles' de los países del otrora bloque soviético. Ciertamente, ésta no es una imagen que los ciudadanos estadounidenses que valoran las libertades individuales deberían respaldar.
Las emociones crudas detrás de los argumentos a favor de los cierres integrales, como aquellos que han ordenado Newsom y Cuomo, son comprensibles, pero los costos económicos son enormes, y el perjuicio contra las libertades civiles básicas podría terminar siendo gigantesco. Los funcionarios han impuesto restricciones sin ninguna provisión para apelar a aquéllas. Peor todavía, no parece que reconozcan límite alguno para su poder. Debería notarse que los pasos tomados van más allá de la autoridad establecida desde hace mucho tiempo para imponer cuarentenas. Los individuos diagnosticados con ciertas enfermedades contagiosas (y cualquier otra persona dentro de sus hogares) desde hace mucho han estado sujetos a cuarentenas. Pero, ahora mismo, ciudades y estados enteros están cayendo bajo restricciones similares, aún cuando la gran mayoría de sus residentes no son víctimas del coronavirus.
Necesitamos hacer preguntas, incluyendo qué tanto tiempo durarán dichas medidas y cuáles son los objetivos numéricos que deben lograrse respecto del declive de la enfermedad antes de que estos sean levantados. Estos son pasos extremadamente importantes, especialmente si esta crisis no es breve. Originalmente, parecía haber una presunción muy difundida de que la emergencia duraría tan solo unas cuantas semanas y luego la vida volvería a la normalidad. Pero hay una creciente sensación de que ahora el ambiente de crisis podría continuar hasta mediados del verano o más allá del verano. En la conferencia de prensa del presidente Trump del 16 de marzo, tanto el jefe de Estado como sus asesores de política de salud explicaron que la epidemia podría durar hasta julio o agosto.
Eso presenta algunos serios dilemas. No existe una manera realista de conducir una economía compleja e interconectada durante un periodo extendido de tiempo, cuando un país —o incluso grandes porciones de este— se encuentra bajo clausura. Un problema similar surge si el coronavirus demuestra no ser un visitante de una sola vez, sino que resulta pareciéndose a las epidemias de influenza que van y vienen cada año, pero que nunca se van totalmente. Amén de los obstáculos económicos, las poblaciones encerradas a la fuerza se resentirán profundamente (con justa razón) si sus vidas son interrumpidas repetidas veces por mandatos de los burócratas.
De igual manera, todos deberíamos estar preocupados frente a los precedentes que estamos construyendo. No queremos que los funcionarios públicos demasiado cautelosos o ególatras estén tentados a imponer medidas drásticas en respuesta a emergencias menores de salud o de otra índole. Posponer elecciones debería ser una causa de incomodidad, sino de alarma. Darle a los funcionarios electos en el cargo tal autoridad, crea un potencial para el abuso evidente —especialmente si el funcionario en el poder se enfrenta a la probabilidad de ser derrotado electoralmente. Una postergación breve comporta el potencial para, eventualmente, convertirse en una postergación extendida.
Dado el récord histórico de cómo las políticas de la emergencias previas continuaron amenazando las libertades básicas años o incluso décadas después, no resulta inadecuado ni prematuro exigir que se planteen preguntas incisivas acerca de las respuestas a la crisis actual. De hecho, las limitaciones legales sobre los poderes de emergencia de salud del gobierno deberían buscarse en el futuro cercano, ya sea mediante una legislación nueva, o a través de decisiones de los tribunales.
Los ciudadanos deberemos cuidarnos de no ser presionados para respaldar cualquier política que los políticos con intereses propios planteen como necesaria.
Ted Galen Carpenter es Académico Distinguido -distinguished fellow- en el think tank estadounidense Cato Institute, y autor o editor de numerosos libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington's Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002). Publica regularmente en el sitio web en español de Cato.