Argentina: delito plebeyo y delito de casta, dos impunidades consolidadas
Una Señora se dispone a bajar de su coqueto Audi 1, mientras se balancea entre carteras y bolsos...
24 de Agosto de 2020
Una Señora se dispone a bajar de su coqueto Audi 1, mientras se balancea entre carteras y bolsos. Dos jóvenes, cabalgando una moto de baja cilindrada, tras brusca maniobra, manotean inclementes todo lo que pueden. Desde el suelo, la victima pide auxilio, mientras los arrebatadores inician una fuga desesperada. La dama es la amante de un conocido empresario que gana habitualmente las licitaciones estatales de insumos hospitalarios, apelando al sencillo recurso de ser el oferente que promete los retornos más suculentos. Si respectivas investigaciones concluyeran con la imputación penal de los motochorros y del empresario, ninguno de ellos sufriría pena privativa de libertad o, a lo sumo, ésta sobrevendría en el formato de unos pocos días, para cubrir apariencias. Poco después, el sistema judicial -por razones bien distintas- inicia el paciente tejido de una telaraña cuya complejidad laberíntica supera las ensoñaciones borgeanas. Al final de los senderos que se bifurcan con vocación de perennidad, ambos expedientes duermen plácidamente en los archivos, tras su agobiante jornada burocrática.
Una de las muchas teorías que periódicamente seducen y escandalizan -casi siempre en proporciones parejas- a los científicos sociales, intenta una explicación y una justificación del delito perpetrado por algún miembro de las clases desposeídas y sectores vulnerables. En tanto teoría, intenta abordar un fenómeno mediante la descripción de la cadena de causa y efecto que lo generan, evitando -por un lado- toda contradicción de su lógica y manteniendo, al mismo tiempo, una distancia en el proceso descriptivo que garantice un nivel aceptable de objetividad. El andamiaje así construído tiene por fin soportar la prueba axiológica, aquella que ingresa al terreno cenagoso de lo justo y debido. Llamada ingeniosamente 'teoría de la hipoteca social' sostiene que la prosperidad de un sector siempre minoritario de la sociedad consiste en la apropiación del esfuerzo mal retribuído de las mayorías. Por lo tanto, el precio que la franja privilegiada debe pagar, consiste en soportar cierto nivel de inseguridad, con referencia especialmente a los atentados al derecho de propiedad. El Estado -se argumenta-, como mero gerente de los intereses de la clase usufructuaria, no puede aplicar un rigor desmesurado en la represión del delito, conforme se corre el riesgo de que el equilibrio inestable en que se debate el mecanismo concluya en un clima de caos y desorden, el cual destruiría las bondades del artefacto.
Una dificultad adicional -aunque no menos trascendente- radica en que el Estado no puede explicitar públicamente el fundamento de la teoría, pues resultaría insoportable tanto para los beneficiarios del sistema como para las presuntas víctimas, ubicadas generalmente en la amplia base de la pirámide social. Así, el Poder debe tolerar las más feroces críticas dirigidas a su ineptitud para controlar el delito, originadas en la franja social agredida y difundidas ampliamente por la prensa que ella consume.
La teoría explica que un escenario de cero inseguridad (reiteramos: referida especialmente a los delitos contra la propiedad) implicaría tal cuota de represión, que la apropiación de la ventaja descripta tornaría imposible su prolongación en el tiempo. Por el contrario, el Estado se impone a sí mismo cierto nivel de tolerancia y resignación, a efectos de garantizar la delicada relojería en que se sustenta el sistema.
Una vez detenido el delincuente, el juez evalúa si se registró un hecho de sangre o si tuvieron lugar lesiones o sevicias graves, la edad del imputado, el entorno social en que desarrolla su existencia, su condición de primerizo o de reincidente, y si acaso una temporada en el infierno de las cárceles producirá el efecto del escarmiento o si, por el contrario, alimentará el odio y la sed de ensayar la recompensa por la oportunidad frustrada. Surge de aquí que el sistema judicial, con su aparentemente inexplicable benignidad y negligencia, resulta, en definitiva, funcional a los preceptos en que se apoya la teoría de la hipoteca. Emerge, entonces, una notoria paradoja: la argumentación hunde sus raíces en dos axiomas instalados por el marxismo: el capital obtiene su renta de la apropiación de la parte mayoritaria de riqueza creada por el trabajador, y toda conducta individual es resultado de la naturaleza y caracteriología de la sociedad en que el mismo se ha desarrollado, de tal suerte que cualquier responsabilidad personal es también de la comunidad de pertenencia. El factor primordial que determina la conducta desviada radica en el sistema de producción y distribución de riqueza, esto es, en su distancia del ideal de justicia social en una coordenada de tiempo y lugar. Finalmente, la aceptación de la teoría por parte de las clases dominantes sería la mejor garantía para la perpetuación del sistema de privilegios de que disfrutan los propietarios.
El concepto de clase privilegiada no parece coincidir hoy con el de oligarquía que, hacia la década del treinta, redescubrieron como objeto sociológico los entusiastas radicales agrupados en FORJA, cuyas figuras descollantes fueran Scalabrini Ortiz y Jauretche. Por aquel entonces, la posesión de tierras (generalmente grandes extensiones de la pampa húmeda) y la actividad exportadora-importadora, fundamentalmente con Inglaterra, diseñaban el perfil cristalizado de las figuras del patriciado.
En la actualidad, en una Argentina en franco proceso de desindustrialización, desde hace al menos cuarenta años, la mayoría de las figuras prominentes de la cúspide de la pirámide social han labrado su posición merced a tres invariantes precisas:
a) Negocios con el Estado elefantiásico, bobo o criminal, a quien proveen de bienes y servicios, merced a contratos viciados de algunas de las fallas derivadas de las taras o perversiones de la Administración;
b) La expansión frenética de la intermediación financiera, ahora despojada del rol primigenio, ético e histórico, de propulsora de fuentes genuinas de creación de riqueza y, por el contrario, entregada a la bacanal de la fiebre especuladora y la usura institucionalizada; y,
c) Orfebrería comunicacional para que la masividad de los mensajes equivalgan a su legitimidad axiológica, a través del control de medios, la cooptación de voces autorizadas y la sustitución de la descripción de los hechos por la interpretación caprichosa y tendenciosa de los mismos. Los puestos estratégicos de los distintos gobiernos están ocupados mayoritariamente por individuos que exhiben dos tipos de prontuarios: 1) dirigen empresas que se han expandido a través de contratos con el Estado o, b) se trata de personajes cuya carrera laboral es la de políticos profesionales, es decir, aquellos quienes, ocupando tareas como funcionarios públicos o bien ejerciendo cargos electivos, transcurren el período de vitalidad práctica de sus existencias.
Es previsible, entonces, que los Tribunales terminen configurados como aparatos de absolución programada de la casta, cuyo aporte de recursos e influencia hace sustentable el horizonte de su impunidad.
Una de las muchas teorías que periódicamente seducen y escandalizan -casi siempre en proporciones parejas- a los científicos sociales, intenta una explicación y una justificación del delito perpetrado por algún miembro de las clases desposeídas y sectores vulnerables. En tanto teoría, intenta abordar un fenómeno mediante la descripción de la cadena de causa y efecto que lo generan, evitando -por un lado- toda contradicción de su lógica y manteniendo, al mismo tiempo, una distancia en el proceso descriptivo que garantice un nivel aceptable de objetividad. El andamiaje así construído tiene por fin soportar la prueba axiológica, aquella que ingresa al terreno cenagoso de lo justo y debido. Llamada ingeniosamente 'teoría de la hipoteca social' sostiene que la prosperidad de un sector siempre minoritario de la sociedad consiste en la apropiación del esfuerzo mal retribuído de las mayorías. Por lo tanto, el precio que la franja privilegiada debe pagar, consiste en soportar cierto nivel de inseguridad, con referencia especialmente a los atentados al derecho de propiedad. El Estado -se argumenta-, como mero gerente de los intereses de la clase usufructuaria, no puede aplicar un rigor desmesurado en la represión del delito, conforme se corre el riesgo de que el equilibrio inestable en que se debate el mecanismo concluya en un clima de caos y desorden, el cual destruiría las bondades del artefacto.
Una dificultad adicional -aunque no menos trascendente- radica en que el Estado no puede explicitar públicamente el fundamento de la teoría, pues resultaría insoportable tanto para los beneficiarios del sistema como para las presuntas víctimas, ubicadas generalmente en la amplia base de la pirámide social. Así, el Poder debe tolerar las más feroces críticas dirigidas a su ineptitud para controlar el delito, originadas en la franja social agredida y difundidas ampliamente por la prensa que ella consume.
La teoría explica que un escenario de cero inseguridad (reiteramos: referida especialmente a los delitos contra la propiedad) implicaría tal cuota de represión, que la apropiación de la ventaja descripta tornaría imposible su prolongación en el tiempo. Por el contrario, el Estado se impone a sí mismo cierto nivel de tolerancia y resignación, a efectos de garantizar la delicada relojería en que se sustenta el sistema.
Una vez detenido el delincuente, el juez evalúa si se registró un hecho de sangre o si tuvieron lugar lesiones o sevicias graves, la edad del imputado, el entorno social en que desarrolla su existencia, su condición de primerizo o de reincidente, y si acaso una temporada en el infierno de las cárceles producirá el efecto del escarmiento o si, por el contrario, alimentará el odio y la sed de ensayar la recompensa por la oportunidad frustrada. Surge de aquí que el sistema judicial, con su aparentemente inexplicable benignidad y negligencia, resulta, en definitiva, funcional a los preceptos en que se apoya la teoría de la hipoteca. Emerge, entonces, una notoria paradoja: la argumentación hunde sus raíces en dos axiomas instalados por el marxismo: el capital obtiene su renta de la apropiación de la parte mayoritaria de riqueza creada por el trabajador, y toda conducta individual es resultado de la naturaleza y caracteriología de la sociedad en que el mismo se ha desarrollado, de tal suerte que cualquier responsabilidad personal es también de la comunidad de pertenencia. El factor primordial que determina la conducta desviada radica en el sistema de producción y distribución de riqueza, esto es, en su distancia del ideal de justicia social en una coordenada de tiempo y lugar. Finalmente, la aceptación de la teoría por parte de las clases dominantes sería la mejor garantía para la perpetuación del sistema de privilegios de que disfrutan los propietarios.
El concepto de clase privilegiada no parece coincidir hoy con el de oligarquía que, hacia la década del treinta, redescubrieron como objeto sociológico los entusiastas radicales agrupados en FORJA, cuyas figuras descollantes fueran Scalabrini Ortiz y Jauretche. Por aquel entonces, la posesión de tierras (generalmente grandes extensiones de la pampa húmeda) y la actividad exportadora-importadora, fundamentalmente con Inglaterra, diseñaban el perfil cristalizado de las figuras del patriciado.
En la actualidad, en una Argentina en franco proceso de desindustrialización, desde hace al menos cuarenta años, la mayoría de las figuras prominentes de la cúspide de la pirámide social han labrado su posición merced a tres invariantes precisas:
a) Negocios con el Estado elefantiásico, bobo o criminal, a quien proveen de bienes y servicios, merced a contratos viciados de algunas de las fallas derivadas de las taras o perversiones de la Administración;
b) La expansión frenética de la intermediación financiera, ahora despojada del rol primigenio, ético e histórico, de propulsora de fuentes genuinas de creación de riqueza y, por el contrario, entregada a la bacanal de la fiebre especuladora y la usura institucionalizada; y,
c) Orfebrería comunicacional para que la masividad de los mensajes equivalgan a su legitimidad axiológica, a través del control de medios, la cooptación de voces autorizadas y la sustitución de la descripción de los hechos por la interpretación caprichosa y tendenciosa de los mismos. Los puestos estratégicos de los distintos gobiernos están ocupados mayoritariamente por individuos que exhiben dos tipos de prontuarios: 1) dirigen empresas que se han expandido a través de contratos con el Estado o, b) se trata de personajes cuya carrera laboral es la de políticos profesionales, es decir, aquellos quienes, ocupando tareas como funcionarios públicos o bien ejerciendo cargos electivos, transcurren el período de vitalidad práctica de sus existencias.
Es previsible, entonces, que los Tribunales terminen configurados como aparatos de absolución programada de la casta, cuyo aporte de recursos e influencia hace sustentable el horizonte de su impunidad.
Los casos de corrupción administrativa, en los que con frecuencia es preciso investigar el corruptor y al corrompido (en el cohecho activo, el empresario que negocia retornos y en el pasivo, el funcionario que acepta la oferta), la pesquisa judicial demanda un promedio que va de siete a catorce años, como lo ha divulgado recientemente la prensa doméstica. Un ex presidente ha sido beneficiado con el archivo del expediente en que fuera procesado, con el argumento de que había trancurrido un tiempo excesivo sin haber arribado la Justicia a conclusiones definitivas. La hábil estratagema de eternizar la marcha de los procesos garantiza la saludable impunidad y, en simultáneo, genera una razón no reprochable penalmente para los jueces involucrados en la sutil artimaña.
Las estadísticas explicitan que menos del uno por ciento de los casos en que se sustancian hechos de corrupción administrativa terminan con condena en la que la pena signifique privación efectiva de libertad.
A su vez, los sujetos que comenten delitos contra la propiedad (fundamentalmente, robos y hurtos) provienen masivamente de la base de la pirámide social. Su nivel de instrucción formal es bajo o nulo (generalmente, se trata de analfabetos funcionales), y su historia familiar se sintetiza en una retahíla de carencias materiales y afectivas con su correlato inevitable: el atajo de la adiccion a sustancias tan baratas como neurológicamente devastadoras. Una persecución del delito plebeyo requeriría la construcción de institutos penales especializados en la personalidad más o menos común de los protagonistas implicados. Sin embargo, la inauguración de cárceles es escasamente rentable, en términos estrictamente políticos. En efecto, puede ser interpretada como la materialización del fracaso de los esfuerzos por edificar una sociedad que no requiera aumentar su población penitenciaria y, al mismo tiempo, la prensa -infectada por el discurso progresista- deslizará el riesgo de que el Estado prolongue en exceso su brazo represor. Se trata, nuevamente, de una serie de contradicciones en el seno mismo del Poder que, al no lograr superarlas con medidas de gobierno, se inclina por el arbitrio expeditivo de consentir cierto nivel de violencia, a la espera de mejores tiempos o de bonanza presupuestaria. En la Justicia, es mayoritaria la opinión de que la liberación rápida de un joven arrebatador implica menos perjuicio social potencial que decidir la misma medida tras una temporada del condenado en el averno de las prisiones.
Puede resultar enigmático que la misma burguesía, que clama por una persecución más severa de los delitos contra la propiedad y, como se ha visto últimamente, de algunos crímenes determinados como el femicidio, sea ella la fuente de poder real que sospecha y aborrece de toda expansión del monopolio estatal de la violencia. La propuesta de la incorporación de la pena de muerte para el homicidio en ocasión de robo o violación no ha sido considerada políticamente correcta, y jamás fue posible su consideración parlamentaria.
No pocas razones operan para que, culturalmente, existan prevenciones en torno al aumento de la persecución del delito, en un contexto -insistimos- de contradicción entre el clamor popular y el consentimiento de los factores de autoridad material. En primer lugar, la adopción de los postulados del liberalismo social por parte de los grandes partidos y alianzas nativas, presenta como riesgosa toda posible hipertrofia de esta función estatal. La actitud de la opinión pública reconoce como antecedente la orgía de sangre de los años setenta, y la consiguiente repugnancia por la violencia de cualquier signo u origen. Asimismo, todo clima de negocios y ambiente propicio para el estímulo de las inversiones -asunto tan preciado para la franja social a la que nos referimos- exige hallar un punto intermedio entre la sensación de inseguridad generalizada y el Estado policíaco que, entre nosotros, cruza sin reparos la delgada línea roja que separa las fronteras de la licitud. Terminará aceptándose que, en economías periféricas como la nuestra, un muy reducido nivel de actividad delictiva corresponde a un régimen autoritario y, en el nivel actual de las convicciones globales, especialmente en Occidente, no sería ése el escenario capaz de incentivar el riesgo empresario. A efectos de subrayar aún más las contradicciones irresueltas, crece en algunos ámbitos la doctrina del abolicionismo penal, escuela de pensamiento que sostiene que el código respectivo es sólo un escudo para preservar los privilegios de las clases dominantes. En consecuencia, sostiene su gradual abolición, a fin de consolidar la perspectiva del delincuente como una víctima más de una sociedad injusta y promover, no ya el castigo, sino la redención, por vía de la contención y la reincorporación social.
Días después de cometer el arrebato de cartera y bolsos en perjuicio de una mujer que descendía de un costoso auto importado, ambos jóvenes fueron entregados a sus padres con el encargo de encarecerles cuidado y protección, con miras a que no reincidan en el delito. Una asistente social los visitará periódicamente, acaso para realizar un seguimiento de sus respectivas conductas.
El conocido empresario proveedor de insumos hospitalarios que fuera hallado responsable de abonar sobornos que le permitieron ganar el setenta por ciento de las licitaciones del organismo oficial mediante el empleo de variados 'sellos de goma', ha sido condenado hoy a una probation, por cuanto habrá de asistir durante el término de un año a un curso de 'ética empresarial' a dictarse en una universidad privada, en virtud de un convenio pactado el año pasado.
El Tribunal tuvo en cuenta, al fundamentar su decisión en treinta carillas, que el sujeto padece de una severa limitación respiratoria de la gama de los asmas. A la postre, el magistrado interviniente considera agravante disfuncional la privación real de su libertad ambulatoria.
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Sobre Sergio Julio Nerguizian
De profesión Abogado, Sergio Julio Nerguizian oficia de colaborador en El Ojo Digital (Argentina) y otros medios del país. En su rol de columnista en la sección Política, explora la historia de las ideologías en la Argentina y el eventual fracaso de éstas. Sus columnas pueden accederse en éste link.