INTERNACIONALES: CHRISTIAN RIOS M.

Segunda parte: sobre la inconveniencia de militarizar los centros urbanos en Colombia

Retomando el capítulo anterior, sobre el segundo argumento...

23 de Enero de 2021

 

Como complemento al capítulo anterior, el presente trabajo se centra en referencias en torno del armamento de dotación de las fuerzas militares colombianas, empleadas para la aplicación del uso efectivo de la fuerza.

Ejército Nacional de ColombiaEn el país, el Ejército Nacional utiliza el fusil de asalto Galil ACE 5.56 mm, de fabricación colombiana, diseñado por INDUMIL (Industria Militar de Colombia). Asimismo, para el desarrollo operacional se respalda también en el fusil IMI Galil 5.56, de fabricación Israelí. Estos instrumentos cuentan con características técnicas y tácticas para ser empleados en operaciones convencionales, pero también en el conflicto colombiano en el concierto de operaciones irregulares.

El referido armamento exhibe un poder de destrucción letal que, al ser accionado en el seno de un casco urbano, puede producir graves consecuencias; su calibre es letal y puede causar la muerte con un solo disparo -bien sea la de una persona o de varias-, siempre y cuando se sitúen en su línea de tiro. Adicionalmente, no ha de desestimarse la fuerza letal de la ametralladora M-60, con mayor poder de fuego y destrucción sobre blancos abatibles.

Este tipo de armas no debería emplearse -de acuerdo al Derecho Internacional Humanitario- en cascos urbanos, conforme los riesgos ya expuestos. En tal virtud, la Policía Nacional de Colombia se respalda en el uso de armas de bajo calibre, como ser pistolas semiautomáticas calibre 9 mm, con un sistema de disparo de recarga por retroceso corto.

En el caso hipotético de que un soldado se encontrarse presenciando un hurto o un homicidio dentro de un centro urbano, no podrá accionar su arma bajo eventualidad alguna: se limitaría a una voz preventiva y a un intento de arresto tras una tímida persecución. Su arma solo podría ser accionada en caso tal que corra en riesgo su vida; aunque se conocen no pocos casos en donde uniformados que han accionado su arma de dotación en defensa propia, han sido víctimas de procesos jurídicos y luego destituídos -o bien enviados a prisión.

Bajo la premisa de un tercer argumento, las fuerzas militares en Colombia no tienen funciones de policía judicial, lo cual los deja cabalmente vulnerables ante las amenazas ya citadas. Sin funciones de policía judicial, se dificultará insanablemente cualquier acción tendiente a proceder a la captura de cualquier presunto delincuente; sucederá lo propio con el desarrollo de retenes o de puestos de control para la verificación de documentos a personas y vehículos -en tanto tampoco cuenta con los medios para revisar si algún individuo tiene orden de captura o si un vehículo ha sido denunciado como robado. En caso de una anomalía, de no contar el soldado con el apoyo de Policía Nacional –que sí cuenta con facultades de policía judicial-, los militares estarían incurriendo en faltas contra los derechos fundamentales de los ciudadanos. La única excepción es la flagrancia, aún cuando todo se centra en la ausencia de funcionalidad de policía judicial, en razón de que se dificulta su operatividad en cascos urbanos.

A efectos de suplir ese vacío de operatividad militar, existe una 'orden de operaciones', en donde se faculta la ejecución de diferentes procedimientos, pero la evidencia empírica demuestra que este documento carece, en numerosas ocasiones, de carácter legal. Ello se debe al elevado porcentual de magistrados que desconocen francamente el mismo, restándole valor a este instrumento en sus fallos condenatorios, sentenciando una 'extralimitación de funciones'.

Al procederse a la militarización de ciudades, barrios y comunas, la estrategia se consolida sobre un mix de poder blando y poder duro. No obstante, y como tal, se trata de una maniobra de choque cuya meta ulterior es establecer un control militar efectivo de área -también de contención. Ante estas pericias operativas, la irregularidad del conflicto con actores diversos no convencionales hace que se genere una brecha asimétrica, la cual inclina la balanza en abierto perjuicio del cuerpo militar, conduciendo ello a los ya comentados cuestionamientos judiciales.

A la postre, los soldados del Ejército Nacional terminan haciendo frente a una guerra jurídica y política en donde numerosos casos rematan en fallos condenatorios -debiendo cumplir condenas de hasta sesenta años de prisión efectiva, determinada por la justicia ordinaria. De este curioso conflicto, sólo resultan indemnes los dirigentes políticos que definieron la intervención militar en sus respectivas ciudades- saliendo ilesos de esta nueva guerra los políticos que decidieron intro -por encima del mandato constitucional-, solo a efectos de ofrecer una mezquina sensación de seguridad. Desde el ámbito político colombiano, estas acciones han traído como resultado el compromiso del honor y la moral de las fuerzas militares, destinándose uniformados del Ejército a la persecución de ladrones, violadores, comerciantes de drogas, y alcohólicos; o a intervenir en peleas callejeras y hurtos. En definitiva, un verdadero atentado contra el honor militar.

Como agravante, el alto mando militar tolera este accionar político, no asesorando a éste último frente a lo inconveniente de la decisión -lo cual es más grave cuando no existe una legislación que entienda sobre escenarios de conflictos irregulares. El generalato, lejos de defender a la propia tropa, han preferido someterse a los designios de dirigentes políticos y civiles que nada conocen de decoro ni de honor militar. Una suerte de 'utilitarismo frente a la fuerza', en palabras de quien esto escribe, por cuanto las fuerzas militares de Colombia no están al servicio de la política, sino de la Nación y de la Patria. A tal efecto, será lícito subrayar -a título de mensaje para el alto mando militar-: la operación terminará cuando el último de los hombres sea puesto a sano y buen resguardo de problemas jurídicos.

En conclusión, la militarización de núcleos urbanos es una funesta decisión que nada aporta a la seguridad, y que opera en contra de la misión constitucional de las fuerzas militares, de su entrenamiento, y de la carencia de funciones de policía judicial; contribuyendo exclusivamente a la amplificación del ya citado vacío jurídico de cara a conflictos asimétricos o irregulares.

En el epílogo, será aconsejable proceder, desde el Congreso, a la optimización del devaluado Fuero Penal Militar, adaptándoselo para la confrontación irregular que caracteriza al conflicto colombiano. Ello deberá acompañarse de la creación de una Corte Penal Militar no sujeta al Ejecutivo, sino que opere de modo independiente desde la rama judicial, tomando parte de la misma un núcleo de magistrados y jueces militares que determinen sobre el correcto ejercicio de la justicia, que ofrezca genuinas garantías a militares y a potenciales víctimas.


 
Sobre Christian Ríos M.

Ríos es Politólogo Internacionalista de la Universidad Militar Nueva Granada, Profesional en Ciencias Militares de la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdova, y Administrador de Empresas; magister en Estrategia y Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra- Colombia, en 'Estrategia y Geopolítica'. Es analista político, docente y columnista en el periódico El Quindiano (Armenia, Colombia) y en El Ojo Digital. Es Oficial en Retiro del Ejército Nacional de Colombia.