Argentina: ingenuidad, estupidez y vocación de servicio; tres versiones del mismo periodista
Fue un segundo. En esa fracción de tiempo, tuvo la ocurrencia de compartir una anécdota.
26 de Febrero de 2021
Fue un segundo. En esa fracción de tiempo, tuvo la ocurrencia de compartir una anécdota: 'Llamé a mi amigo'. Había apretado un botón rojo y, de inmediato, liberó una energía neutrónica que destruyó a algunos, pero dejando otras cosas como estaban. La disculpa -que no podía esperar- reveló la vigencia de un notable C.I., y el soporte eficaz de su literatura verbal: 'Existe un estereotipo en la sociedad según el cual no puedo cometer actos de ingenuidad o de estupidez'.
La idea generalizada era un prejuicio, un error de apreciación colectivo. Se lo creía una entidad superior, mas no lo era: lo que acababa de hacer revelaba su humanidad. Era natural que su acto de ingenuidad o de estupidez produjera un torbellino de estupor.
Para colmo de males, la Jefatura Espiritual había advertido días atrás que, en el Gabinete presidencial, había funcionarios que no funcionaban. En las listas que tropa propia y enemiga se apresuraron a confeccionar -en todas ellas-, figuraba el Ministro de Salud. La advertencia severa, formulada por un Vicepresidente al mismísimo titular del Poder Ejecutivo, siendo ambos militantes del mismo partido; y no registra antecedentes en nuestra desquiciada historia reciente. Sin embargo, un monstruoso cisne negro, disfrazado en parte de engendro ingenuo y en parte estúpido, rompió la precaria previsibilidad de los días que se escurrían entre la abulia y el desencanto.
La ingenuidad y la estupidez suelen asociarse al acto negligente o irresponsable, aunque rara vez acompaña a la voluntad de cometer un acto prohibido. El conductor que mata a una familia porque no advirtió el cambio de luces de un semáforo, comete homicidio culposo. Es un reproche aminorado que, salvo desprecio criminal explícito por las consecuencias de su conducta, rara vez implica condena privativa de la libertad.
El talentoso periodista no quiso producir la hecatombe que desencadenó. Fue ingenuo o acaso estúpido; sólo que sus valiosos antecedentes profesionales hacen virtualmente increíble la astuta argumentación. El prejuicio colectivo, refrendado por años de exhibición de eximias aptitudes profesionales, derriba el sutil atajo: es difícil imaginar ingenuidad o estupidez, tanto por el pasado del sospechado, como por su probable visión del porvenir.
'Hay algunos que incluso creen que mi conducta fue un regalo a Cristina'. En otros ámbitos, el amante de la víctima juega la misma pieza: 'Sé que mi situación es difícil, porque todos saben que soy una persona muy celosa'. Adelantarse al delirio conspiranoide y admitir la vulnerabilidad de un argumento suelen constituir dos articulaciones inteligentes: asegura la anticipación de la sospecha inminente y degrada tanto la secuela de la deflagración, como desvaloriza el repentismo de los hipotéticos impugnadores.
Para su ventura, el periodista es expulsado de un portal con sobreactuada descortesía. Puede celebrarlo: ha pagado -al instante- el delito de ingenuidad o de estupidez. No es mucho el costo real del castigo pero, conforme proviene de gente amiga, es dable suponer que el dolor del escarnio resulta más traumático. Todas las sanciones de similar tenor, efectividad y daño efectivo que le sean dispensadas, son anticipos a descontar de la cuenta final. El carácter temprano de los desprecios, de propios y ajenos, terminará volviendo insulsas las arremetidas postreras. Enredada en una sutil paradoja, el nivel de ingenuidad o de estupidez presuntos revelan, de cualquier manera, una mente brillante.
El periodista no espera recompensa por la devastación producida: al menos, no en el corto plazo. Tampoco a través de actos públicos. A su provecta edad, aún se reserva el delicioso placer de la instalación mediática, todavía más gozosa al saber -desde siempre- que se es mientras se está y que entre nosotros la legitimidad de los recursos empleados es un tema de sacristanes.
Aunque valiosa, la ofrenda no calma la sed de los conjurados.
Otra cabeza habrá de rodar.
En estos días, el guillotinero revisa con prolijo detenimiento la precisión de la execrable máquina.
La idea generalizada era un prejuicio, un error de apreciación colectivo. Se lo creía una entidad superior, mas no lo era: lo que acababa de hacer revelaba su humanidad. Era natural que su acto de ingenuidad o de estupidez produjera un torbellino de estupor.
Para colmo de males, la Jefatura Espiritual había advertido días atrás que, en el Gabinete presidencial, había funcionarios que no funcionaban. En las listas que tropa propia y enemiga se apresuraron a confeccionar -en todas ellas-, figuraba el Ministro de Salud. La advertencia severa, formulada por un Vicepresidente al mismísimo titular del Poder Ejecutivo, siendo ambos militantes del mismo partido; y no registra antecedentes en nuestra desquiciada historia reciente. Sin embargo, un monstruoso cisne negro, disfrazado en parte de engendro ingenuo y en parte estúpido, rompió la precaria previsibilidad de los días que se escurrían entre la abulia y el desencanto.
La ingenuidad y la estupidez suelen asociarse al acto negligente o irresponsable, aunque rara vez acompaña a la voluntad de cometer un acto prohibido. El conductor que mata a una familia porque no advirtió el cambio de luces de un semáforo, comete homicidio culposo. Es un reproche aminorado que, salvo desprecio criminal explícito por las consecuencias de su conducta, rara vez implica condena privativa de la libertad.
El talentoso periodista no quiso producir la hecatombe que desencadenó. Fue ingenuo o acaso estúpido; sólo que sus valiosos antecedentes profesionales hacen virtualmente increíble la astuta argumentación. El prejuicio colectivo, refrendado por años de exhibición de eximias aptitudes profesionales, derriba el sutil atajo: es difícil imaginar ingenuidad o estupidez, tanto por el pasado del sospechado, como por su probable visión del porvenir.
'Hay algunos que incluso creen que mi conducta fue un regalo a Cristina'. En otros ámbitos, el amante de la víctima juega la misma pieza: 'Sé que mi situación es difícil, porque todos saben que soy una persona muy celosa'. Adelantarse al delirio conspiranoide y admitir la vulnerabilidad de un argumento suelen constituir dos articulaciones inteligentes: asegura la anticipación de la sospecha inminente y degrada tanto la secuela de la deflagración, como desvaloriza el repentismo de los hipotéticos impugnadores.
Para su ventura, el periodista es expulsado de un portal con sobreactuada descortesía. Puede celebrarlo: ha pagado -al instante- el delito de ingenuidad o de estupidez. No es mucho el costo real del castigo pero, conforme proviene de gente amiga, es dable suponer que el dolor del escarnio resulta más traumático. Todas las sanciones de similar tenor, efectividad y daño efectivo que le sean dispensadas, son anticipos a descontar de la cuenta final. El carácter temprano de los desprecios, de propios y ajenos, terminará volviendo insulsas las arremetidas postreras. Enredada en una sutil paradoja, el nivel de ingenuidad o de estupidez presuntos revelan, de cualquier manera, una mente brillante.
El periodista no espera recompensa por la devastación producida: al menos, no en el corto plazo. Tampoco a través de actos públicos. A su provecta edad, aún se reserva el delicioso placer de la instalación mediática, todavía más gozosa al saber -desde siempre- que se es mientras se está y que entre nosotros la legitimidad de los recursos empleados es un tema de sacristanes.
Aunque valiosa, la ofrenda no calma la sed de los conjurados.
Otra cabeza habrá de rodar.
En estos días, el guillotinero revisa con prolijo detenimiento la precisión de la execrable máquina.
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@Atlante2008
Sobre Sergio Julio Nerguizian
De profesión Abogado, Sergio Julio Nerguizian oficia de colaborador en El Ojo Digital (Argentina) y otros medios del país. En su rol de columnista en la sección Política, explora la historia de las ideologías en la Argentina y el eventual fracaso de éstas. Sus columnas pueden accederse en éste link.