Colombia: 'antiimperialistas' domésticos importan la 'Cultura de la Cancelación' estadounidense
Durante el ataque contra el edificio del Capitolio en Washington...
Durante el ataque contra el edificio del Capitolio en Washington el pasado 6 de enero, el reconocido periodista Jake Tapper dijo a un colega suyo de la cadena CNN, quien reportaba desde Washington, D.C., que se sentía “como si le hablara a un corresponsal en Bogotá”. Pero, ahora que los desmanes azotan una vez más a Bogotá y al resto de Colombia, lo curioso es que se asemejan a las protestas violentas del año pasado en Washington, D.C.
Aunque Colombia tiene una larga historia de disturbios callejeros, sus partícipes raramente derrocaban estatuas. Fue sólo después del ocaso de los ídolos del 2020 en EE.UU., donde manifestantes destruyeron monumentos históricos en la capital y otras ciudades, que un grupo de guambianos o misak, un pueblo indígena del departamento suroccidental del Cauca, decidió derribar la estatua en honor a Gonzalo Jiménez de Quesada. En el siglo XVI, este último se alió con ciertos pueblos nativos y conquistó buena parte del interior de lo que hoy es Colombia. Los guambianos intentaron “cancelar” a Jiménez de Quesada el mes pasado en el centro colonial de Bogotá. Días antes, habían dado un golpe similar en la ciudad de Cali, donde tumbaron la estatua de Sebastián de Belalcázar, otro conquistador.
Aparte de importar la “cultura de la cancelación” -Cancel Culture- desde los Estados Unidos, los proclamados anti-imperialistas que lideran las protestas actuales en Colombia han recurrido al bloqueo de vías principales. Así, han impedido el flujo de comida, medicamentos, combustible y hasta ambulancias hacia los grandes centros urbanos. En Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia con 2,2 millones de habitantes, la prensa local reportó una grave escasez de arroz, carne, huevos y demás alimentos el 5 de mayo, después de varios días de bloqueos y complicidad por parte de las autoridades locales. El 9 de mayo, el intento de numerosos residentes acorralados de liberar las vías por sí solos resultó en enfrentamientos a tiros con los grupos de indígenas que bloqueaban el tráfico. Los últimos inclusive invadieron conjuntos residenciales y lanzaron proyectiles contra un dron de seguridad que filmaba su asalto.
El bloqueo sistemático de vías no es nada nuevo. Los saboteadores han perfeccionado esta agresiva táctica contra la población civil al practicarla durante décadas. En Popayán, una ciudad de 318 mil habitantes en el Cauca, situada a unos 138 kilómetros al sur de Cali, los comerciantes se han acostumbrado a almacenar suficientes víveres para sobrevivir 20 días al año sin suministros. Como escribe el periodista Fernán Martínez, esto se debe a los bloqueos anuales por parte de grupos indígenas, los cuales asedian a la urbe regularmente desde los 1980.
El objetivo de los bloqueos siempre es el mismo: extraer del gobierno nacional promesas de gasto público o concesiones de tierra adicional para sus ya extensos territorios. De hecho, los “resguardos”, cuya propiedad es exclusivamente colectiva según la ley colombiana, concentran gran parte de la tierra del país. Según un estudio del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural publicado en el 2011, los 675 resguardos, originalmente una creación del Imperio Español, poseen 31 millones de hectáreas de un total de 114 millones del territorio nacional. Como comenta Martínez, los tecnócratas citadinos e inexpertos del gobierno suelen capitular en sus negociaciones con curtidos líderes indígenas, “verdaderos doctores con PhD en el arte del bloqueo”.
Otros rentistas profesionales han implementado los mismos métodos al nivel nacional. Los principales sindicatos del país, compuestos principalmente de una minoría de funcionarios, generaron el caos actual al convocar un paro nacional para el 28 de abril en contra de la reforma tributaria del gobierno. Según los sindicalistas, la ley era un asalto contra la clase media porque ampliaba la base del cobro del impuesto a la renta, el cual sólo declara un 4 % de las personas naturales productivas.
En realidad, la reforma tributaria era una medida cuasi-socialista que buscaba aumentar el impuesto al patrimonio existente del 1% al 2%, cobrar una sobretasa del 10% a los salarios relativamente altos y crear lo que La Silla Vacía, un medio progresista, llamó “un subsidio sin condición al 40% de la población- una versión de la renta básica que la izquierda lleva promoviendo durante años”.
Dado que una mayoría en el Congreso planeaba rechazar la reforma tributaria, el Presidente Iván Duque retiró el proyecto de ley y despidió a su ministro de Hacienda cinco días después del inicio del paro. No obstante, los sindicatos aún bloquean vías a través del país, lo cual demuestra que su oposición a la reforma tributaria no era más que un pretexto para desatar el desorden. De hecho, mientras que la reforma tributaria pretendía recaudar COP $14 billones (USD $3,79 mil millones), financiar las exigencias de los sindicatos –desde la gratuidad de las matrículas universitarias hasta un esquema de renta básica mucho más extravagante que el del gobierno– costaría más de cinco veces esa cifra. Entretanto, la violencia indiscriminada del paro contra la infraestructura pública y las empresas privadas causó pérdidas de COP $10,8 billones (USD $2,92 mil millones) en menos de un mes.
El sindicato de maestros (Fecode), el cual fomenta de manera abierta el socialismo, ha sido particularmente manipulador. Mientras sus líderes se rehusaban a regresar a las aulas al alegar que sus miembros eran vulnerables ante el contagio del COVID-19, también protestaban en masa y hasta se aglomeraban en concurridos conciertos callejeros. Según su conveniencia, demostraban pavor o indiferencia frente al coronavirus, cambiando una posición por la otra con una velocidad asombrosa. Fecode sólo anunció que los maestros regresarían a las urnas cuando surgió un vídeo en el cual uno de sus líderes, quien planea ser candidato al Congreso, admite que el objetivo del paro es ganar el poder en las elecciones del 2022.
Pero la izquierda incendiaria no es la única responsable de la convulsión en Colombia. En la medida en que hay un descontento popular legítimo, la clase de tecnócratas dirigistas que domina la política económica carga la mayor parte de la culpa. Durante décadas, la tecnocracia colombiana ha implementado un modelo de bajo crecimiento, regulaciones laborales inflexibles, una moneda débil y altos impuestos sobre las empresas. Mientras que el recaudo tributario ha crecido de manera continua, ha sido insignificante comparado al desenfrenado gasto público que exigen los inmensos esquemas asistencialistas y una burocracia expansiva. Sus consecuencias son los usuales déficits presupuestales y los peligrosos niveles de deuda externa, la cual equivalía el 40% del Producto Interno Bruto inclusive antes de la pandemia.
Imprudentemente, los presupuestos nacionales llegaron a depender de las expectativas de los ingresos petroleros, calculados según optimistas pronósticos del precio del petróleo Brent durante el año siguiente. Cuando el gobierno actual preparó el presupuesto para el 2020, el cual aprobó el Congreso en el 2019, asumía que el precio promedio del Brent sería de USD $67 por barril. El colapso de los precios del petróleo al inicio del 2020, cuando un barril de Brent llegó a costar USD $9,12, desató el caos en las finanzas públicas.
El pasado mes de abril, la deuda externa colombiana alcanzó un nivel del 60,4 % del PIB y los bonos soberanos del país se vendieron a precios de deuda “basura”. Como era de esperar, en mayo, la agencia Standard & Poors rebajó la calificación crediticia de Colombia y le retiró su grado de inversión. Y aunque la tasa oficial de desempleó llegó a un nivel de 15,1 % en abril, el gobierno no planea introducir reformas del lado de la oferta ni flexibilizar el régimen laboral, por ejemplo, al permitir el trabajo por horas o los contratos de despido libre. De cierta manera, los sindicatos ya gobiernan el país.
En su cobertura de las protestas, la prensa extranjera se ha concentrado en el abuso policial, un problema real que los políticos exacerbaron son sus autoritarias restricciones sanitarias a raíz del COVID-19. El pasado septiembre, en Bogotá, varios agentes de policía electrocutaron, asfixiaron y luego asesinaron a un hombre de 43 años llamado Javier Ordoñez, quien violó los términos de una draconiana cuarentena al salir de su casa para comprar cerveza. El pasado 17 de mayo, la Fiscalía anunció que investigaba 278 casos de abuso policial durante las protestas actuales. Agregó que 703 policías habían sido heridos desde el inicio del paro, cifra que la policía misma elevó a 1.326 el pasado 11 de junio. En las polarizadas redes sociales, no muchos usuarios rechazan tanto el abuso de poder de la policía como la violencia metódica contra los agentes que, pese a hacer bien su trabajo, sufren ataques constantes con bombas Molotov y otros proyectiles.
La izquierda colombiana, cuyo líder es el exguerrillero y ahora senador Gustavo Petro, quiere hacerle creer al mundo que Colombia está bajo un régimen ilegítimo y autoritario que viola los derechos humanos de manera sistemática. En realidad, sin embargo, Colombia aún es una democracia liberal, imperfecta y asediada, que lucha por preservar las instituciones republicanas que sus vecinos o han perdido –como en el caso de Venezuela– o que pueden perder muy pronto, como en el caso de Perú. No sorprende que el país esté inmerso en tal lucha; tras perder las elecciones presidenciales en el 2018, Petro anunció que iba a “dirigir un pueblo que debe ser movilizado” contra el gobierno electo.
No obstante, la rebelión de los rentistas no ha logrado mucho aparte de rebatir la noción marxista de la lucha de clases. “En el Estado moderno”, escribió el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, “las clases con intereses opuestos no son tanto la burguesía y el proletariado, como la clase que paga impuestos y la que de ellos vive”.
* El autor, Daniel Raisbeck, es senior fellow en la Reason Foundation; es fundador del Movimiento Libertario de Colombia.