Estados Unidos y el peligro de la caída de la confianza pública en los oficiales militares
Recientemente, la firma Gallup dio a conocer los resultados de una encuesta, describiendo el modo...
Recientemente, la firma Gallup dio a conocer los resultados de una encuesta, describiendo el modo en que ha retrocedido el nivel de confianza de la ciudadanía estadounidense en sus oficiales militares, al escalafón más bajo desde que comenzó a medirse esa variable, en el año 2001. La novedad fue que, entre 2017 y 2022, los ciudadanos del país que percibían a los oficiales militares como portadores de 'altos niveles de ética' retrocedieron en un 10%, a 61 unidades porcentuales.
Un análisis optimista podría interpretar que el dato es infortunado pero tolerable, provisto que los oficiales militares continúan estando entre las profesiones más respetadas -sólo quedando detrás de profesionales de la medicina y de maestros de escuela. Una evaluación más objetiva, sin embargo, estudiaría el escenario como lo que en realidad es: un voto de confianza en declinación, por parte de los ciudadanos de los Estados Unidos, frente a una de sus instituciones más antiguas y otrora más respetadas. Los militares necesitan, acto seguido, proceder con las correcciones necesarias para lidiar con este contexto, o bien prepararse para hacer frente a las consecuencias.
Nadie habría de sorprenderse con los resultados, sin embargo. El desastre público que consignara el retroceso en Afganistán de agosto pasado conmovió a los ciudadanos del país, en profundidad. Al día de la fecha, nadie puede comprender por qué las fuerzas armadas se encontraban tan mal preparadas para el avance del Talibán a través del territorio afgano. No es sencillo de entender cómo fue que las fuerzas estadounidenses debieron ejecutar una evacuación de un aeropuerto civil que no estaba preparada para ese propósito, como también es difícil evaluar cómo es que los Estados Unidos se respaldaron en terroristas a efectos de contar con seguridad en la terminal aérea de Kabul.
A pesar de breves instancias de franqueza -como sucediera con el General Mark Milley y su descripción de la guerra afgana como un 'fallo estratégico', incontables jornadas de testimonios en el congreso fueron inútiles a la hora de arrojar luz sobre estas preguntas. Surge de los resultados del estudio de opinión que los ciudadanos de los EE.UU. no están dispuestos a tolerar que líderes militares zafen de la debacle.
Pero es probable que no sea solo Afganistán la variable que explique este retroceso en la consideración pública.
Previo a los desarrollos en territorio afgano, ya crecía la sensación de que los oficiales militares de carrera estaban politizándose cada vez más, y esta realidad no es grata para los ciudadanos.
Aún cuando las cosas comenzaron bien previo a los comicios presidenciales de 2016, se acrecentó la percepción de que se cruzaron líneas inconvenientes cuando oficiales y generales retirados se unieron para respaldar a candidatos específicos, tanto en las convenciones Republicana como Demócrata.
No obstante, la preocupación pública terminaría ampliándose, hasta abarcar a los oficiales actualmente en servicio.
En 2021, cuando el General Milley respondió a una pregunta planteada por un miembro del Congreso, en relación a la enseñanza de teoría crítica de la raza o CRT, afirmando el uniformado: 'Me propongo comprender el odio racial de los ciudadanos blancos', algunos interpretaron tales conceptos como un respaldo a esos postulados. Otros no se mostraban seguros. En el mejor de los casos, la respuesta fue inconveniente.
De igual modo, durante 2021, cuando el jefe de operaciones navales, el Almirante Michael Gilday, incluyó el libro 'Cómo Combatir al Racismo', con pronunciamientos al estilo de 'El capitalismo es, en esencia, racista' o 'Cuando observo disparidad racial, veo racismo' en su lista de lecturas, ello se pareció más al respaldo de una visión política que a una recomendación genuina de material de lectura para profesionales.
El retroceso en los índices de confianza tuvo lugar a lo largo de cuatro años consecutivos, de tal suerte que, sin más información, se vuelve difícil conocer exactamente las causas que lo motivaron.
Lo que está fuera de dudas es el perjuicio que la pérdida de confianza en el liderazgo militar podría consignar para el país. Una recurrente pérdida de confianza en las cúpulas militares comprometerá al reclutamiento, frustrará la capacidad de garantizar los fondos necesarios para las fuerzas armadas y, fundamentalmente, herirá gravemente a la seguridad nacional de los Estados Unidos de América.
El reclutamiento ya acusa problemas. La Fuerza Aérea ha declarado que tendrá dificultades a la hora de completar sus objetivos para 2022, mientras que el Ejército ya se muestra incrementando sus bonos en dinero para ampliar las pobres cifras a la mano. El reclutamiento depende directamente de la percepción que los familiares y amigos de un potencial recluta tienen de sus fuerzas armadas; la declinación de esa confianza volverá mucho más difícil persuadir a los jóvenes para que se decidan a unirse.
Más aún, el Congreso y el pueblo de los Estados Unidos confían en el liderato militar a efectos de que describan con precisión el estado de las fuerzas armadas del país, y que hagan lo propio con los éxitos y fracasos en sus compromisos en el extranjero. Cada primavera, almirantes y generales de cuatro estrellas son convocados al Capitolio para que testifiquen en relación a sus respectivos comandos y servicios. Si el Congreso y el público ven multiplicadas sus dudas de cara a la veracidad de esos testimonios, ello terminará perjudicando a la seguridad nacional del país.
Al igual que otras agencias federales, el Departamento de Defensa cuenta con funcionarios políticamente designados -en el Pentágono, existen más de cuarenta de ellos. Se entiende que estén allí para respaldar la agenda de un presidente. Asimismo, existe más de un centenar de generales y almirantes que trabajan junto a esos funcionarios políticos. Es corriente para un funcionario designado por la política, como es el caso de un secretario en el servicio, se refiera a su colega del jefe de Estado Mayor como su 'compañero de batalla' -terminología empleada por lo general entre los militares. Mientras tanto, los oficiales de carrera también utilizan referencias similares al nombrar a sus jefes en el plano civil.
En efecto, es beneficioso que exhiban una modalidad de trabajo efectiva. Pero no son 'amigos', y lo cierto es que ese tipo de caracterizaciones ayudan a nadie.
Existe una frontera que jamás debe cruzarse, entre funcionarios designados políticamente y oficiales militares de carrera; estos últimos han de mantenerse alejados de la política para la obtención de rédito personal. Lo correcto es proceder de este modo, para nutrir y mantener la confianza del país en las fuerzas.
Previo a que cualquier oficial militar de carrera sea confirmado por el Senado de los Estados Unidos, se les exige responder afirmativamente a la pregunta: '¿Está Usted de acuerdo, al ser consultado por el presente comité, en que le compete ofrecer sus perspectivas personales, aún cuando las mismas difieran de las que porta una Administración?'.
Con frecuencia, este requisito coloca a muchos oficiales militares en un serio problema, porque el hecho de contradecir a una Administración puede derivar en su reemplazo o en su eyección. Algunos oficiales transitan ese dilema inclinándose por respuestas no comprometedoras.
Otros eligen el camino más escarpado. Dos ejemplos del último caso vienen a la mente.
En 1980, al testificar frente al Congreso, el Jefe de Estado Mayor del Ejército, General Edward 'Shy' Meyer informó que el Ejército de los Estados Unidos era, en esencia, 'algo vacío', y que compañías y los pelotones del Arma habían sido 'eliminados'. Los titulares en los medios que acompañaron a esa declaración no fueron bienvenidas por la Administración política del momento.
Cuando, ya en 2003, el Congreso le consultó al Jefe del Estado Mayor del Ejército, el General Eric Shinseki, cuántas tropas demandaría efectivamente la estabilización de Irak, ofreció su opinión personal: refiriendo que serían necesarios 500 mil soldados. Eso no era lo que la Administración quería oír, y el secretario adjunto del Departamento de Defensa repudió el testimonio. Con el tiempo, sin embargo, el juicio del uniformado se vio reivindicado.
Si las fuerzas armadas de los Estados Unidos se proponen revertir esta peligrosa declinación de la confianza, pues entonces habrá de realizar un autoexamen y proponerse genuinamente recuperarla, recurriendo a los ejemplos de Meyer y Shinseki como sanas guías.
Los oficiales militares de carrera habrán de hacer todo lo posible para mantenerse apolíticos, declarando ante el Congreso y ante el público de su país las verdades que corresponda -sin importar su carácter inconveniente. Como sucede en distintos senderos de la vida, el camino correcto suele ser el más difícil. Pero, en este caso, es la mejor opción para los Estados Unidos.
Artículo original, en inglés
El autor lleva a cabo y supervisa actividades de investigación en temáticas de defensa nacional, como ser presupuestos, adquisición de equipamiento, estrategia y política gubernamental, en su rol de director del Centro para la Defensa Nacional en el think tank estadounidense The Heritage Foundation. Sus artículos son publicados en inglés en el sitio web The Daily Signal.