Estados Unidos: inventando nuevos enemigos
La política exterior americana contribuye a la creación de nuevas alianzas en el exterior.
No debería representar una sorpresa que múltiples observadores -los cuales portan distintas perspectivas políticas- estén comenzando a apuntar que existe una seria desconexión en la política exterior de los Estados Unidos de América.
La fallida evacuación desde Afganistán conmovió a la ya declinante autoconfianza de la élite política americana, en tanto las recurrentes negociaciones con Irán y Rusia fueron diseñadas para ir hacia ninguna parte -lo cual certifica que nadie en la Casa Blanca está genuinamente enfocado en resguardar los intereses del país. Ahora, y como resultado, asistimos a una guerra real en Ucrania, conflicto que fácilmente podría dar lugar a una escalada, si es que Washington insiste en enviar señales equivocadas a Moscú.
A efectos de citar sólo un ejemplo para ilustrar cómo las influencias externas distorsionan la política pública, en una conversación telefónica fechada el 9 de febrero pasado, el primer ministro israelí Naftali Bennett sugirió al presidente Joe Biden no incurrir en acuerdos de no-proliferación con Irán. Biden no se comprometió, ni aún cuando hace a los verdaderos intereses estadounidenses el arribar a un acuerdo con Teherán. En lugar de ello, el mandatario americano expresó que, en lo que respecta a la posición de Washington, Israel podrá aferrarse a su 'libertad de acción' para lidiar con los iraníes. A partir de esa concesión, llegó a su fin la única posibilidad de consolidar un éxito diplomático -el único que la presente Administración hubiese podido celebrar.
Por defecto, la política exterior de seguridad global de la Administración Biden se reduce a lo que los críticos han descrito como 'cerco y contención'. Esta es la razón por la cual a las nutridas fuerzas armadas estadounidenses se les ha otorgado la misión de crear cada vez más bases en el extranjero, como parte de un esfuerzo tendiente a contrarrestar a 'enemigos' percibidos, los cuales por lo general sólo ejercitan su derecho a defender su soberanía nacional y su derecho a la seguridad en sus propias zonas de influencia. Irónicamente, cuando los países se rehúsan a someterse al mandato de Washington, con frecuencia terminan siendo caracterizados como 'agresores' o 'antidemocráticos', terminología que, de manera particular, suele emplearse para describir a Rusia. La política de Biden, si es que existe tal cosa, parece respaldarse en un reciclaje del librillo de 1991 y 1992, instancia en la que el imperio soviético colapsó. De lo que se trata es de fogonear el viejo sueño americano de supremacía global, de la mano con un intervencionismo liberal; sin embargo, por estas épocas, los Estados Unidos carecen tanto de los recursos como de la aspiración nacional para continuar con el citado esfuerzo. Si queda margen para la esperanza, la Casa Blanca comprenderá que, en ocasiones, hacer nada es preferible a desplegar amenazas vacías.
Mientras tanto, y conforme el escenario tiende a complicarse, se vuelve cada vez más obvio que la crisis gemelas que han estado desarrollándose en torno de Ucrania y de Taiwan son 'Made in Washington'. Ambas son inexplicables, conforme los EE.UU. carecen de un interés nacional vinculante que justifique las amenazas de rigor, y las opciones militares al alcance. Una vez más, la Administración americana ha respondido a las maniobras rusas recurriendo a devastadoras sanciones. No obstante, Rusia también cuenta con armamento no-convencional en su arsenal. Puede, por principio, reenfocar la atención desde Ucrania, para situarla más activamente en respaldo a Siria e Irán en Oriente Medio, provocando una severa disrupción en el esfuerzo estadounidense que pretende beneficiar, en esa región, al Estado de Israel.
De acuerdo a economistas expertos, Rusia también ha reconvertido su economía para convertirla en un ecosistema anti-sanciones, en tanto Moscú hoy es capaz de revertir las reprimendas frente a naciones que respaldan la iniciativa estadounidense sin entusiasmo alguno. Con toda probabilidad, la réplica rusa heriría mucho más a los europeos de lo que sufriría el propio Kremlin. Quitar de la ecuación el gas ruso vía la clausura del gasoducto Nord Stream 2 llevaría, por ejemplo, a que se incrementen las ventas del fluído ruso a China y a cualquier otra geografía en Asia -nuevamente, inflingiendo más perjuicios a los europeos que a Moscú. El embarque de gas líquido estadounidense al Viejo Continente sería, por citar otro ejemplo, más del doble de caro que la tarifa hoy ofrecida por el Kremlin, en tanto el gas americano sería menos confiable. Los miembros europeos de OTAN están hoy muy nerviosos, y no respaldan al unísono la agenda estadounidense en Ucrania, en gran parte debido a que existe la genuina preocupación de que las opciones consideradas ahora por Washington fácilmente podrían dar lugar a equívocos que propicien una escalada en torno de un intercambio nuclear -el cual sería catastrófico para todas las partes involucradas.
Amén del inmediato peligro que emana de los combates que hoy tienen lugar en Ucrania, el verdadero daño -y de largo plazo- es estratégico. La Administración Biden se ha encerrado torpemente en un laberinto mientras que Rusia y China, dos adversarios de magnitud, se han acercado aún más, para constituír lo que pareciera presentarse como una relación defensiva y también económica. La misma se dedicará a reducir y, eventualmente, a licuar el rol autoasumido por Washington en pos de la hegemonía global y de la implementación de reglas de juego.
Un reciente artículo en el magazine New Yorker, desarrollado por la columnista de relaciones internacionales Robin Wright -quien razonablemente podría ser caracterizada como miembro del clan de los 'halcones'-, declara al flamante desarrollo como el 'Pacto contra los Estados Unidos y Occidente que revelan Rusia y China'. Sin embargo, ella no está sola a la hora de hacer sonar las alarmas, mientras Anita Hill -ex miembro del Consejo de Seguridad Nacional de la Administración Trump- advierte que la intención del Kremlin es remover a los Estados Unidos de Europa. Complementariamente, Alexander Vindman -experto sobre Ucrania en el ya citado Consejo- ha recomendado la fuerza militar como medio para disuadir a Rusia hoy, antes de que sea demasiado tarde.
Wright comparte un análisis con mayor seriedad, al respecto de los desarrollos en curso. Argumenta la autora: 'Vladimir Putin y Xi Jinping, los dos más poderosos autócratas, desafían el orden político y militar vigente'. La analista describe cómo, en el cónclave compartido por ambos líderes durante los Juegos Olímpicos de Pekín, citaron un 'convenio que, asimismo, desafía a los Estados Unidos como potencia global, a OTAN como piedra de toque de la seguridad internacional, y a la democracia liberal como modelo para el mundo'. Se comprometieron ambos regentes a eliminar toda 'zona prohibida' en materia de cooperación, y elaboraron un acuerdo por escrito que luego declararía: 'Rusia y China se pronuncian en contra de los intentos originados en fuerzas externas cuyo fin es comprometer la seguridad y la estabilidad en regiones comunes y adyacentes, buscando contrarrestar la interferencia de fuerzas externas en los asuntos domésticos de naciones soberanas bajo cualquier pretexto, oponiéndose este acuerdo a las revoluciones de colores, y prometiendo aumentar los niveles de cooperación'. Observa Wright que existe una fuerza considerable detrás del acuerdo: 'Conforme dos naciones poseedoras de armamento nuclear se proyectan sobre Europa y Asia, el grado de musculatura y acercamiento que caracteriza a Rusia y China podría consignar un verdadero cambio en las reglas del juego militares y diplomáticas'. Uno podría agregar que, ahora, China cuenta con la economía más grande del planeta, mientras que Rusia cuenta con unas fuerzas armadas altamente desarrolladas, en poder de novedosos misiles hipersónicos que le otorgarían una clara ventaja en cualquier conflicto frente a OTAN y los Estados Unidos. Tanto Rusia como China, de resultar atacadas, se beneficiarían; pues los combates se desarrollarían más cerca de sus bases en líneas intrafronterizas.
Y, naturalmente, no todo el mundo evalúa como necesariamente negativo el hecho de que el autoproclamado rol estadounidense de hegemonía se vea reducido. Alastair Crooke, ex diplomático británico, argumenta que del presente contexto emergerá un perpetuo estado de crisis en el orden internacional, hasta que emerja del status quo que puso fin a la Guerra Fría un nuevo sistema; finalmente, el resultado de la ecuación no incluirá a los EE.UU. como diseñador y árbitro semioficial de las reglas de juego transnacionales. Sostiene el diplomático: 'La crux de los reclamos rusos en torno de las amenazas contra su seguridad tienen poco que ver con Ucrania per se, sino que las raíces del problema parten de la obsesión de los halcones washingtonianos con Rusia, y del deseo de éstos de minimizar a Putin (y a Rusia) -aspiración que se ha convertido en marca registrada de la política exterior americana desde los años de Boris Yeltsin. El consorcio de Victoria Nuland jamás aceptará que Rusia se reconfigure en una potencia de magnitud en Europa -posibilidad que eclipsaría el control americano sobre el Viejo Continente'.
Finalmente, lo que hoy sucede en Europa y Asia debería arribar a una simple verdad, vinculada a los límites frente al poder: los Estados Unidos no tienen nada qué ganar tras arriesgar a una guerra nuclear con Rusia de cara a Ucrania o Taiwan. Los EE.UU. han estado combatiendo ya a gran parte del mundo durante más de dos décadas, empobreciéndose a sí mismos y segando las vidas de millones, en guerras evitables que dieron inicio con Irak y Afganistán. El gobierno estadounidense explota cínicamente los recuerdos de la Guerra Fría frente al enemigo de entonces, con el objetivo de construir una falsa narrativa que bien podría sintetizarse de este modo: 'Si no los detenemos allí ahora, la próxima semana llegarán a Nueva Jersey'. Todo es un sinsentido. Y, adicionalmente, ¿quién designó a los Estados Unidos como árbitro excluyente de las relaciones internacionales? Ya es hora de que los propios ciudadanos de los EE.UU. cuestionen a un orden internacional que tolera que Washington determine qué pueden hacer otros países, y qué no pueden hacer.
Para peor, debe decirse que el derramamiento de sangre en Ucrania ha sido por demás innecesario. Un atisbo de diplomacia real, practicada por negociadores sinceros y planteándose intereses genuinos, fácilmente podrían haber sido la receta para soluciones aceptables para todas las partes en pugna. Es ciertamente irónico que el candente deseo de ir a la guerra con Rusia -desplegado desde el New York Times, el Washington Post y el congreso estadounidense- ha logrado, en la práctica, construir un formidable enemigo. Esa conjunción ha empujado a la consolidación de la alianza entre Rusia y China, reflejando ambas naciones la frustración de tener que lidiar con una Administración Biden que nunca parece comprender qué está haciendo, ni hacia dónde quiere ir.
Artículo original, en inglés
Especialista en contraterrorismo; ex oficial de inteligencia militar de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de América (CIA). Se desempeña como columnista en medios estadounidenses, y como Director Ejecutivo en el Council for the National Interest. Giraldi es colaborador frecuente en Unz.com, Strategic Culture Foundation y otros. En español, sus trabajos son sindicados con permiso en El Ojo Digital.