Argentina: coaliciones y diagnósticos
En una nota reciente (titulada ¿Entre lo viejo y lo nuevo?), partimos de la base según la cual...
13 de Abril de 2022
En una nota reciente (titulada ¿Entre lo Viejo y lo Nuevo?), partimos de la base según la cual, en la actualidad, un amplio espectro de actores estratégicos de nuestra sociedad, cuyas expresiones políticas electoralmente más relevantes van del peronismo no-kirchnerista hasta Juntos por el Cambio, tienden a converger en torno a una premisa común: el modelo económico del populismo kirchnerista está irremisiblemente agotado.
Y, a este convencimiento, le corre parejo un desafío no menor: es preciso forjar otro proyecto político-económico que brinde sustento a un nuevo ciclo de estabilidad y crecimiento, que la sociedad reclama a gritos.
En algún sentido, se evidencia cierto déjà vu en esta constatación de hoy, que nos retrotrae a la recordada aseveración del entonces candidato presidencial Eduardo Duhalde, allá por finales de la década del noventa, cuando afirmaba: 'El modelo de la convertibilidad –al que estaba atado el menemismo, y al que se ataría fatalmente la Alianza- está agotado'. Salvando las manifiestas distancias con aquella época, emerge una serie de puntos de reflexión que bien podrían servir referencia para nutrir el debate actual.
En primer término, y en cualquier instancia de la vida, tener consciencia de que algo no funciona es el primer paso para cambiar; sin embargo, de ahí en adelante, emerge un largo trecho que nos separa de definir con claridad el nuevo rumbo. Acto seguido, nos queda la complicada faena de llegar a otro puerto de la manera menos caótica y costosa posible. La memoria colectiva está todavía demasiado fresca como para ahorrarnos el recuerdo de aquella desordenada y trágica transición del 2001/2002.
En segundo orden, aunque hace rato estoy anotado entre los que piensan que el kirchnerismo ha sido (desde el punto de vista político-económico) una auténtica desgracia para el país, también me apunto entre los que suscriben la siguiente perogrullada: el matrimonio patagónico no inventó la restricción externa, el déficit fiscal, la inflación, la desastrosa gestión de las empresas públicas, la corrupción, la baja productividad de la economía, el estancamiento de las exportaciones, la informalidad, la evasión impositiva, la pobreza, la 'fuga de divisas', la industria del juicio laboral, las mafias sindicales, el empresariado prebendario, la tragedia educativa, el incumplimiento generalizado de las leyes, y un largo etcétera de indicadores que testimonian nuestra secular decadencia, y que en los últimos tiempos nos ubican incluso a la cola de varios países latinoamericanos.
En tercer lugar, arribamos al punto en el que la estrategia política se cierra en círculo, al morderse la cola económica del problema. El desafío central se hospeda en la necesaria correlación entre tipo de diagnóstico y tipo de coalición/liderazgo que los diferentes actores estratégicos van elucubrando en sus respectivas mesas de arena. Mientras tanto, todos y todas miran de reojo el calendario y comienzan a tomarle el pulso a la hondura de la crisis económica y a las condiciones sociopolíticas con las que habremos de llegar al próximo turno electoral (no es lo mismo llegar con un escenario de 'mal, pero acostumbrados', al decir de Inodoro Pereyra, o en medio de un 'diluvio universal', conforme tiene la costumbre de graficarlo el profesor Juan Carlos de Pablo).
En este marco, dos clases de diagnóstico (uno de superficie y otro más profundo) y dos coaliciones (una más restringida y otra más amplia) comienzan a recortarse en el horizonte.
Los diagnósticos de superficie se limitan a 'desandar' el sendero de las políticas populistas que nos depositaron en el presente concierto, con variables condimentos de otros ingredientes: un trato más amigable hacia el mercado, una recuperación de la relación con el campo, un cambio de alianzas a escala internacional, etcétera. Se trata, en rigor, de una visión enfocada en desmontar el modelo económico del kirchnerismo, pero sin ir mucho más allá (confiado en la creencia de que no es necesario ir más allá). Las trazas de este diagnóstico primigenio se dejan ver en lo que a duras penas se acordó con el Fondo Monetario Internacional, y también en lo que no se acordó (reducción del gasto público, reforma laboral, fiscal, previsional, etc.). Está claro que el trípode de orientaciones de políticas económicas acordadas con el FMI (corrección cambiaria, sinceramiento tarifario y tasas de interés real positivas), más allá del detalle de los números finos de su implementación efectiva, es la contracara de las políticas maestras que ha seguido el cristinismo, y que nos han metido en un callejón de muy estrecha salida: dólar artificialmente bajo, atraso tarifario y tasas de interés real negativas. El problema invita a considerar si acaso estas medidas, que no avanzan sobre las restricciones estructurales de la Argentina, pueden ser efectivas en ausencia de dichas reformas.
Y es aquí donde asoma una familia de diagnósticos más profundos, que trascienden el modelo kirchnerista, y se ubican en una temporalidad de largo aliento, así como también en un plano estructural de mayor espesor; se le pueden otorgar distintas etiquetas, aunque podríamos frasearlo consignando que se trata de una visión cuya meta es transformar la matriz organizadora del régimen social de acumulación. Se trata de una familia de diagnósticos, en virtud de que no se limitan a una sola orientación económica, ya que es plausible encontrar desde visiones neoliberales extremas, hasta miradas más heterodoxas y pragmáticas. No obstante, todos están unidos por la convicción de que el país enfrenta una crisis orgánica, y que es necesario poner en el centro de la revisión la matriz de relaciones entre Estado, sociedad y mercado, y cuyo exponente más evidente es la persistencia crónica del flagelo inflacionario y sus deletéreas consecuencias: pérdida de valor adquisitivo de los salarios, aumento de la pobreza, desvalorización de la moneda, destrucción del ahorro, desaliento de la inversión, baja productividad de la economía, etc.
Y, a este convencimiento, le corre parejo un desafío no menor: es preciso forjar otro proyecto político-económico que brinde sustento a un nuevo ciclo de estabilidad y crecimiento, que la sociedad reclama a gritos.
En algún sentido, se evidencia cierto déjà vu en esta constatación de hoy, que nos retrotrae a la recordada aseveración del entonces candidato presidencial Eduardo Duhalde, allá por finales de la década del noventa, cuando afirmaba: 'El modelo de la convertibilidad –al que estaba atado el menemismo, y al que se ataría fatalmente la Alianza- está agotado'. Salvando las manifiestas distancias con aquella época, emerge una serie de puntos de reflexión que bien podrían servir referencia para nutrir el debate actual.
En primer término, y en cualquier instancia de la vida, tener consciencia de que algo no funciona es el primer paso para cambiar; sin embargo, de ahí en adelante, emerge un largo trecho que nos separa de definir con claridad el nuevo rumbo. Acto seguido, nos queda la complicada faena de llegar a otro puerto de la manera menos caótica y costosa posible. La memoria colectiva está todavía demasiado fresca como para ahorrarnos el recuerdo de aquella desordenada y trágica transición del 2001/2002.
En segundo orden, aunque hace rato estoy anotado entre los que piensan que el kirchnerismo ha sido (desde el punto de vista político-económico) una auténtica desgracia para el país, también me apunto entre los que suscriben la siguiente perogrullada: el matrimonio patagónico no inventó la restricción externa, el déficit fiscal, la inflación, la desastrosa gestión de las empresas públicas, la corrupción, la baja productividad de la economía, el estancamiento de las exportaciones, la informalidad, la evasión impositiva, la pobreza, la 'fuga de divisas', la industria del juicio laboral, las mafias sindicales, el empresariado prebendario, la tragedia educativa, el incumplimiento generalizado de las leyes, y un largo etcétera de indicadores que testimonian nuestra secular decadencia, y que en los últimos tiempos nos ubican incluso a la cola de varios países latinoamericanos.
En tercer lugar, arribamos al punto en el que la estrategia política se cierra en círculo, al morderse la cola económica del problema. El desafío central se hospeda en la necesaria correlación entre tipo de diagnóstico y tipo de coalición/liderazgo que los diferentes actores estratégicos van elucubrando en sus respectivas mesas de arena. Mientras tanto, todos y todas miran de reojo el calendario y comienzan a tomarle el pulso a la hondura de la crisis económica y a las condiciones sociopolíticas con las que habremos de llegar al próximo turno electoral (no es lo mismo llegar con un escenario de 'mal, pero acostumbrados', al decir de Inodoro Pereyra, o en medio de un 'diluvio universal', conforme tiene la costumbre de graficarlo el profesor Juan Carlos de Pablo).
En este marco, dos clases de diagnóstico (uno de superficie y otro más profundo) y dos coaliciones (una más restringida y otra más amplia) comienzan a recortarse en el horizonte.
Los diagnósticos de superficie se limitan a 'desandar' el sendero de las políticas populistas que nos depositaron en el presente concierto, con variables condimentos de otros ingredientes: un trato más amigable hacia el mercado, una recuperación de la relación con el campo, un cambio de alianzas a escala internacional, etcétera. Se trata, en rigor, de una visión enfocada en desmontar el modelo económico del kirchnerismo, pero sin ir mucho más allá (confiado en la creencia de que no es necesario ir más allá). Las trazas de este diagnóstico primigenio se dejan ver en lo que a duras penas se acordó con el Fondo Monetario Internacional, y también en lo que no se acordó (reducción del gasto público, reforma laboral, fiscal, previsional, etc.). Está claro que el trípode de orientaciones de políticas económicas acordadas con el FMI (corrección cambiaria, sinceramiento tarifario y tasas de interés real positivas), más allá del detalle de los números finos de su implementación efectiva, es la contracara de las políticas maestras que ha seguido el cristinismo, y que nos han metido en un callejón de muy estrecha salida: dólar artificialmente bajo, atraso tarifario y tasas de interés real negativas. El problema invita a considerar si acaso estas medidas, que no avanzan sobre las restricciones estructurales de la Argentina, pueden ser efectivas en ausencia de dichas reformas.
Y es aquí donde asoma una familia de diagnósticos más profundos, que trascienden el modelo kirchnerista, y se ubican en una temporalidad de largo aliento, así como también en un plano estructural de mayor espesor; se le pueden otorgar distintas etiquetas, aunque podríamos frasearlo consignando que se trata de una visión cuya meta es transformar la matriz organizadora del régimen social de acumulación. Se trata de una familia de diagnósticos, en virtud de que no se limitan a una sola orientación económica, ya que es plausible encontrar desde visiones neoliberales extremas, hasta miradas más heterodoxas y pragmáticas. No obstante, todos están unidos por la convicción de que el país enfrenta una crisis orgánica, y que es necesario poner en el centro de la revisión la matriz de relaciones entre Estado, sociedad y mercado, y cuyo exponente más evidente es la persistencia crónica del flagelo inflacionario y sus deletéreas consecuencias: pérdida de valor adquisitivo de los salarios, aumento de la pobreza, desvalorización de la moneda, destrucción del ahorro, desaliento de la inversión, baja productividad de la economía, etc.
Dejando afuera de la conversación al kirchnerismo, un dato a tener en cuenta es que existe un espectro de posiciones políticas respecto a estos diagnósticos que atraviesan las líneas de frontera de los espacios partidarios en competencia. Así, por ejemplo, buena parte del peronismo no-kirchnerista difícilmente se mueva en lo inmediato del primer tipo de análisis, pero también un segmento de los radicales podría plantear una apuesta análoga; mientras que otros exponentes del radicalismo están más claramente identificados con la segunda visión, con la que parece coincidir el núcleo duro de Juntos por el Cambio.
Ahora, bien; en política, no 'diagnostica' aquél que quiere (o el que sabe), sino el que puede. En tal sentido, podría afirmarse que, en un primer movimiento, el diagnóstico técnico adquiere cierta prioridad lógica, en el sentido que impulsa a los actores a explorar una suerte de coalición/liderazgo pero, al final del día, el tipo de coalición/liderazgo que se logre conformar es el que terminará por definir el diagnóstico que efectivamente se adopte, y la narrativa que habrá de sostenerlo. Dicho de otro modo, si te dan los números, 'vas por todo'; si no te alcanzan, 'vas por algo'.
Con el importante agregado de que los 'números' no sólo son 'votos', sino que reflejan anclajes efectivos de poder en diversas arenas donde se juega la elaboración de las decisiones públicas. En este proscenio, cualquier menú de reformas económicas que tenga cierta pretensión requiere una compleja articulación doméstica (que el mundo acompañe, es otro precio…) de factibilidad política, viabilidad judicial, convencimiento cultural y aceptación social para arribar a buen destino; hablando en plata: parlamento, tribunales, medios de comunicación, y calles.
Nadie sabe cómo continuará esta película; sin embargo, las recientes malas experiencias deberían legarnos una clara enseñanza: ni las coaliciones que se encapsulan en una mesa ratona -dirigida por un patrón empresarial-, ni los rejuntados muy amplios de última hora -que carecen de un diagnóstico compartido y consistente- son ensayos para repetir. De cara al próximo turno electoral, hallar un punto de equilibrio entre amplitud de apoyos y coherencia en el diagnóstico, será la menuda tarea a cumplir a través de ese vilipendiado pero imprescindible arte de la política.