Argentina: mejor no hablar (de ciertas cosas)
Con el debido respeto por la insigne memoria de Don Isaac Newton, quien esto escribe se atreve a formular...
14 de Julio de 2022
Con el debido respeto por la insigne memoria de Don Isaac Newton, quien esto escribe se atreve a formular la siguiente ley de la inercia del debate público vernáculo: el habla de las y los líderes argentinos tiende a permanecer en 'reposo demagógico' o, en su defecto, en 'movimiento chicanero rectilíneo y uniforme', a menos que una fuerza descomunal saque el discurso de su eje (evento que podría llegar a tener lugar durante las graves crisis que, periódicamente, debemos enfrentar).
A efectos de ilustrar el asunto, tomemos por las astas un tema delicado: el populismo kirchnerista está absolutamente agotado, y la economía argentina enfrenta –más allá de los parches que intentan tapar el sol con el dedo- un proceso ineludible de sinceramiento general de variables (con miras a ordenar el desaguisado de precios relativos), de estabilización y de restructuración económica. Y, si se trata de echar algo de sal en las heridas, evitemos la salida fácil de hablar de 'equilibrio fiscal', cobrándole 'más impuestos a los que más tienen'. Digamos, en cambio, que -adicionalmente- tenemos que reducir el gasto público, aumentar las tarifas o devaluar más pronunciadamente el peso (con la consiguiente caída de nuestro ya golpeado salario real). Hablemos, pues, del trago amargo del 'ajuste'.
Según es fama, del 'ajuste' sólo se habla desde la oposición, cual misil discursivo enfilado contra el gobierno de turno: el que ajusta es siempre –como el infierno sartreano- el Otro. Del mismo modo que todo incendio es 'voraz', o toda represión es 'brutal', todo ajuste es 'inaceptable', 'injusto', 'intolerable' y 'jamás será aprobado por nuestro partido' (aún cuando esa misma agrupación haya ejecutado ajustes cuando le tocó estar en el poder en la vuelta previa…).
Sin embargo, lo más llamativo es que, si el ajuste se realiza -como viene ajustando el gobierno actual, ajustó el anterior y ajustará el siguiente-, no se menciona; es más, al igual que el consejo destinado habitualmente al cónyuge infiel: 'Siempre hay que negarlo'. En tal virtud, poco interesa que a todo el mundo nos ajuste cada día la inflación, que el sector informal se ajuste más que el formal, que el privado más que el público, que una persona pobre que vive en Córdoba, San Luis o Jujuy, pague más cara la luz que un vecino rico de Nordelta, y así sucesivamente. Lo que verdaderamente importa es que, si hay ajuste, que no se lo nombre.
¿Por qué no se habla de 'ajuste' cuando se está en el gobierno (y menos que menos durante ese dulce vuelo nupcial de la campaña electoral)? Diríase que existe una razón bastante obvia, y otra un poco más encubierta. La explicación habitual nos recuerda que 'Hablar de ajuste es piantavotos', y que todo dirigente con módicas aspiraciones siempre buscará compartir buenas noticias. Como no soy ni muy viajado ni muy leído, ignoro genuinamente qué sucede en otras geografías del glob, con los que habitualmente nos gusta compararnos. Afortunadamente, costosos asesores ecuatorianos, catalanes o congoleños –que religiosamente pagamos con nuestra abultada carga de impuestos- nos educan en buenas prácticas internacionales y civilizan a los ignaros: si no hay buenas nuevas para dar, entonces se las inventa.
En paralelo a este patrón compulsivo de no mencionar públicamente lo que se hace, ostentamos -en cambio- una dilatadísima experiencia en perorar sobre lo que no se realiza. Como puede comprobarlo cualquiera que se ponga a curiosear entre los archivos, por estos andurriales, los dirigentes políticos han desarrollado con los años una asombrosa capacidad de adaptación a cualquier ecología discursiva, especialmente si se trata de ese vocabulario 'progre' y bien pensante que circula incontenible por las redes sociales, en ciertos organismos multilaterales y en buena parte de la academia.
En honor a esa ecología lingüística dominante, si cabe hablar de planificación, se recita el credo de la planificación normativa, estratégica, situacional, o la que más les guste; si es menester hablar de evaluación, se promete realizar una evaluación diagnóstica, formativa, sumativa, o la que mejor cotice en el mercado de la simulación; si corresponde hablar de transparencia, se prometen manos limpias, cuentas claras, metáforas cristalinas; si cabe hablar en lenguaje inclusivo, cualquier honorable concejal de morondanga (que nadie se ofenda: estoy citando a la Sra. Vicepresidenta) se despacha con 'el chancho, la chancha y le chanche', en algún improvisado reportaje a las puertas de una carnicería de barrio. Poco después, no importará qué cosa se haga efectivamente con las políticas públicas, como tampoco tendrá importancia su eventual impacto en las prácticas sociales y en los problemas 'reales'; pero lo dicho, bien dicho está.
Ahora, bien; junto a esta retahíla de obviedades, creo que existe otra razón más profunda, recóndita -casi secreta- para entender el por qué no se habla de 'ajuste'. Y es que hablar de 'ajuste', pedir esfuerzos –y hasta sacrificios- a diferentes sectores de la sociedad, conlleva un peligroso movimiento de búmeran, esto es, que se termine exigiendo a los y las dirigentes políticos que el 'ajuste' comience por ellos y ellas. Y que, como la caridad bien entendida, comiencen por la propia casa.
Y aquí tocamos una cuestión sensible. Del mismo modo que nuestros respetables jueces se las han ingeniado durante muchos años para defender su salario, bendecido por el privilegio de que no los alcance el impuesto a las ganancias, nuestros políticos han evitado sistemáticamente hincarle el diente a los costos directos, indirectos y ocultos de la política. Todos ellos, verdaderos especialistas en defender la 'propiedad social' de los bienes de los otros (jamás las posesiones que ellos y ellas han amarrocado como fruto de la piratería), el ajuste de la política siempre queda para un futuro más propicio, al que nunca se llega.
Se dirá –es el argumento de siempre- que ese ahorro no mueve el amperímetro del gasto público. Y, si bien en la actualidad los subsidios energéticos y las transferencias a las empresas públicas absorben una porción muy significativa del presupuesto, y explican buena parte del déficit fiscal, al trazarse guarismos algo más finos (como espero mostrar en otra oportunidad), entiendo que el 'ajuste de la política' tendría un efecto económico nada desdeñable. No obstante, más allá del detalle concreto del ahorro, en el marco del desastre socioeconómico en el que nos encontramos, y en un clima de peligroso descreimiento de cualquier dirigencia democrática, comportaría un efecto simbólico fundamental. Por lo pronto, enviaría una clara y contundente señal a la ciudadanía al respecto de que se ha adoptado un rumbo difícil, pero con el que vale la pena comprometerse a criterio de favorecer la inversión productiva, el empleo y el bienestar social. Asimismo, debería dejarse en claro que ese ahorro tiene una inequívoca dirección de resguardar a los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, los cuales se verían mucho más perjudicados si el 'ajuste' fuese resuelto salvajemente por las fuerzas del mercado.
Tal vez los anuncios de la Ministro de Economía -compartidos el último lunes- (sobre los cuales resta ver si se traducirán en decisiones concretas, y comprobar el formato de implementación), marquen un punto de inflexión en el discurso político de este período. Acaso la penosa crisis en la que nos encontramos obligue, esta vez, a la política a hablar fuerte y claro, sobre eso que a nadie le gusta.
Quizás haya llegado la hora de ponerle un límite a la irresponsable 'sarasa', y de empezar a llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan; y, al ajuste, ajuste.
A efectos de ilustrar el asunto, tomemos por las astas un tema delicado: el populismo kirchnerista está absolutamente agotado, y la economía argentina enfrenta –más allá de los parches que intentan tapar el sol con el dedo- un proceso ineludible de sinceramiento general de variables (con miras a ordenar el desaguisado de precios relativos), de estabilización y de restructuración económica. Y, si se trata de echar algo de sal en las heridas, evitemos la salida fácil de hablar de 'equilibrio fiscal', cobrándole 'más impuestos a los que más tienen'. Digamos, en cambio, que -adicionalmente- tenemos que reducir el gasto público, aumentar las tarifas o devaluar más pronunciadamente el peso (con la consiguiente caída de nuestro ya golpeado salario real). Hablemos, pues, del trago amargo del 'ajuste'.
Según es fama, del 'ajuste' sólo se habla desde la oposición, cual misil discursivo enfilado contra el gobierno de turno: el que ajusta es siempre –como el infierno sartreano- el Otro. Del mismo modo que todo incendio es 'voraz', o toda represión es 'brutal', todo ajuste es 'inaceptable', 'injusto', 'intolerable' y 'jamás será aprobado por nuestro partido' (aún cuando esa misma agrupación haya ejecutado ajustes cuando le tocó estar en el poder en la vuelta previa…).
Sin embargo, lo más llamativo es que, si el ajuste se realiza -como viene ajustando el gobierno actual, ajustó el anterior y ajustará el siguiente-, no se menciona; es más, al igual que el consejo destinado habitualmente al cónyuge infiel: 'Siempre hay que negarlo'. En tal virtud, poco interesa que a todo el mundo nos ajuste cada día la inflación, que el sector informal se ajuste más que el formal, que el privado más que el público, que una persona pobre que vive en Córdoba, San Luis o Jujuy, pague más cara la luz que un vecino rico de Nordelta, y así sucesivamente. Lo que verdaderamente importa es que, si hay ajuste, que no se lo nombre.
¿Por qué no se habla de 'ajuste' cuando se está en el gobierno (y menos que menos durante ese dulce vuelo nupcial de la campaña electoral)? Diríase que existe una razón bastante obvia, y otra un poco más encubierta. La explicación habitual nos recuerda que 'Hablar de ajuste es piantavotos', y que todo dirigente con módicas aspiraciones siempre buscará compartir buenas noticias. Como no soy ni muy viajado ni muy leído, ignoro genuinamente qué sucede en otras geografías del glob, con los que habitualmente nos gusta compararnos. Afortunadamente, costosos asesores ecuatorianos, catalanes o congoleños –que religiosamente pagamos con nuestra abultada carga de impuestos- nos educan en buenas prácticas internacionales y civilizan a los ignaros: si no hay buenas nuevas para dar, entonces se las inventa.
En paralelo a este patrón compulsivo de no mencionar públicamente lo que se hace, ostentamos -en cambio- una dilatadísima experiencia en perorar sobre lo que no se realiza. Como puede comprobarlo cualquiera que se ponga a curiosear entre los archivos, por estos andurriales, los dirigentes políticos han desarrollado con los años una asombrosa capacidad de adaptación a cualquier ecología discursiva, especialmente si se trata de ese vocabulario 'progre' y bien pensante que circula incontenible por las redes sociales, en ciertos organismos multilaterales y en buena parte de la academia.
En honor a esa ecología lingüística dominante, si cabe hablar de planificación, se recita el credo de la planificación normativa, estratégica, situacional, o la que más les guste; si es menester hablar de evaluación, se promete realizar una evaluación diagnóstica, formativa, sumativa, o la que mejor cotice en el mercado de la simulación; si corresponde hablar de transparencia, se prometen manos limpias, cuentas claras, metáforas cristalinas; si cabe hablar en lenguaje inclusivo, cualquier honorable concejal de morondanga (que nadie se ofenda: estoy citando a la Sra. Vicepresidenta) se despacha con 'el chancho, la chancha y le chanche', en algún improvisado reportaje a las puertas de una carnicería de barrio. Poco después, no importará qué cosa se haga efectivamente con las políticas públicas, como tampoco tendrá importancia su eventual impacto en las prácticas sociales y en los problemas 'reales'; pero lo dicho, bien dicho está.
Ahora, bien; junto a esta retahíla de obviedades, creo que existe otra razón más profunda, recóndita -casi secreta- para entender el por qué no se habla de 'ajuste'. Y es que hablar de 'ajuste', pedir esfuerzos –y hasta sacrificios- a diferentes sectores de la sociedad, conlleva un peligroso movimiento de búmeran, esto es, que se termine exigiendo a los y las dirigentes políticos que el 'ajuste' comience por ellos y ellas. Y que, como la caridad bien entendida, comiencen por la propia casa.
Y aquí tocamos una cuestión sensible. Del mismo modo que nuestros respetables jueces se las han ingeniado durante muchos años para defender su salario, bendecido por el privilegio de que no los alcance el impuesto a las ganancias, nuestros políticos han evitado sistemáticamente hincarle el diente a los costos directos, indirectos y ocultos de la política. Todos ellos, verdaderos especialistas en defender la 'propiedad social' de los bienes de los otros (jamás las posesiones que ellos y ellas han amarrocado como fruto de la piratería), el ajuste de la política siempre queda para un futuro más propicio, al que nunca se llega.
Se dirá –es el argumento de siempre- que ese ahorro no mueve el amperímetro del gasto público. Y, si bien en la actualidad los subsidios energéticos y las transferencias a las empresas públicas absorben una porción muy significativa del presupuesto, y explican buena parte del déficit fiscal, al trazarse guarismos algo más finos (como espero mostrar en otra oportunidad), entiendo que el 'ajuste de la política' tendría un efecto económico nada desdeñable. No obstante, más allá del detalle concreto del ahorro, en el marco del desastre socioeconómico en el que nos encontramos, y en un clima de peligroso descreimiento de cualquier dirigencia democrática, comportaría un efecto simbólico fundamental. Por lo pronto, enviaría una clara y contundente señal a la ciudadanía al respecto de que se ha adoptado un rumbo difícil, pero con el que vale la pena comprometerse a criterio de favorecer la inversión productiva, el empleo y el bienestar social. Asimismo, debería dejarse en claro que ese ahorro tiene una inequívoca dirección de resguardar a los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, los cuales se verían mucho más perjudicados si el 'ajuste' fuese resuelto salvajemente por las fuerzas del mercado.
Tal vez los anuncios de la Ministro de Economía -compartidos el último lunes- (sobre los cuales resta ver si se traducirán en decisiones concretas, y comprobar el formato de implementación), marquen un punto de inflexión en el discurso político de este período. Acaso la penosa crisis en la que nos encontramos obligue, esta vez, a la política a hablar fuerte y claro, sobre eso que a nadie le gusta.
Quizás haya llegado la hora de ponerle un límite a la irresponsable 'sarasa', y de empezar a llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan; y, al ajuste, ajuste.
* El autor, Antonio Camou, es profesor-investigador del Departamento de Sociología (Universidad Nacional de La Plata) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés. Las opiniones son a título personal.