En la Corte del Rey Carmesí o "Aires de Ayatollah"
Un relato codificado que pretende adelantarse a los sucedáneos del futuro cercano de la política nacional, disponible para todo aquel con tiempo y ganas para interpretar. Con algún ribete de ficción, o quizás, no tanta...
21 de Julio de 2010
Aquel que se ha dado en llamar "el Nuevo Innombrable" sabe de antemano que la batalla es perdidosa. En el centro del court todavía se desplazan grupos minúsculos de alienados peones que -en vano- creen ciegamente en lo justo de la causa, seguros de las victorias que -en su visión- se acumulan.
Una golpiza de escribas por aquí. Un "escrache real" por allá. Algún que otro llamado de advertencia -Correo de por medio- para quien se resiste a alinearse por acuyá. Todo suma.
Pero el Innombrable ha comenzado a derramar sus primeras lágrimas amargas, de largo y lento recorrido. Ya no alcanzan los arrebatos ni los gritos. Puertas adentro, los viejos amigos ajustan los detalles del propio salvoconducto para abandonar la nave que se hunde. Afuera, los súbditos se han rebelado, y de un momento a otro, bien podrían consensuar la hora para tomar el Palacio por asalto, haciendo rechinar dentaduras completas.
La otrora amistosa Corte Real otea el horizonte y percibe que, más tarde o más temprano, habrá que hacer caer todo el peso de la Ley sobre la Soberana y el Innombrable. O la Patria -pala y pico en mano- se lo demandará (por las malas): tal como le sucediera a Nicolae de los Cárpatos, o a Benito el Grande en la Bota Itálica de Posguerra.
Mas el refrán que reza Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe, no le aplica al Innombrable. El y su cónyuge -la Soberana- no se atreven a soltar el espejo que les devuelve la imagen pulida y perfecta de siempre. Como que aquí "no ha pasado nada".
Al Innombrable le cuesta ordenar sus tórridos pensamientos. Ello se debe al rugido sostenido de los cadáveres amortajados que se han adueñado de la semiderruída ciudadela. Sus gritos -antes débiles en la distancia- ahora son bien perceptibles: se encuentran a punto de enfilar hacia Palacio. La Soberana parece no escuchar: se encuentra absorta en el cuidado de su tersa cabellera y su piel facial recién estrenada. "¿Necesitaré algún retoque?", piensa para sus adentros. "Me urge contar con la opinión de mi Amado".
En la sala contigua, el Innombrable repasa las salidas posibles, una y otra vez. Se encuentra tan inmerso en sus planes que solo puede oír los pesados golpes de sus propios latidos contra el pecho. ¿O será acaso el sonido de sus enfurecidos súbditos que se aproximan para ajusticiarle? ¿Se tratará, tal vez, de la cacofonía compuesta por los Muertos Vivientes de los Campos? ¿Pudiera ser el Ejército de la Compañía de Jesús, que ha sido enviado por el Papa para cobrarse venganza, luego de tanto desplante?
"Podría tratarse de cualesquiera de ellos", piensa el Innombrable. "A todos he ordenado torturar y reprimir, desde el accionar de mi Guardia Real y mis Recaudadores de Impuestos Reales. El enemigo mantiene miles de frentes; pero su culpa es, pues no han sabido comprenderme ni apreciarme".
Aníbal el Lenguaraz ha caído ya. La Corte Real hace tiempo que ha dado cuenta de él, una vez conocidas sus debilidades por los dineros del Condado Anexado de Quilmes. De tal suerte que el mencionado no puede ya oficiar de Defensor Oficial de la Monarquía. Tampoco está aquí para repeler a las furibundas masas con su lenguaje soez y su pendulante bigote. Se rumorea que, tiempo ha, las bien cebadas ratas que deambulaban hambrientas por el sucio suelo de las celdas de piedra devoraron hasta el último resquicio de sus entrañas. Sus desconsolados gritos -cuentan testigos auditivos de mazmorras contiguas- helaban la sangre. Lo último que estos escucharon fue un compendio de pedidos de perdón. Ensayos de tibio arrepentimiento que algunos alcanzaron a oír, pero que nadie se preocupó por atender.
El Innombrable y la Soberana se han quedado irremediablemente solos. La esperanza del escape yace en algún pasillo de la intrincada mente del cónyuge, Gran Arquitecto y Ejecutor del Plan que los ha depositado en esta delicada situación. Tal vez, él pueda rehuírle a su propia impaciencia y acometer con una táctica de última hora...
El Innombrable camina por el Patio de las Palmeras y, de pronto, su mirada parece fijarse en una de las columnas del Palacio Rosado.
"La mejor solución es usurpar la figura del Ayatollah Ruhollah Mousavi Khomeini -así se refiere a él Wikipedia-: partir hacia el exilio (que los acólitos y pajes reales bautizarán como "Puesto de Avanzada") y reordenarlo todo desde allí".
Pero tampoco está presente ahora el Bufón de la Corte, Luis (veterano de mil batallas), cuyos huesos se blanquean en la celda lindante con la de Aníbal el Lenguaraz. La atrevida Corte Real oportunamente decidió colocarle los grilletes, a partir de su cuestionable y áspera costumbre de apalear súbditos al azar, echar mano discrecional de las monedas doradas del Tesoro, incendiar carretas en la vía pública y destruir las Barracas de los Soldados Federales al Servicio del Rey.
¿Y qué sucedió con otro de los hombres de confianza, Julio el Acaparador? Pues bien; hete aquí que a él también le fue reservado un sitio especial en el Calabozo de la Corte. Pero fue de los últimos en ingresar: el bueno de Julio había creído que su pacto con los Súbditos Disidentes sería suficiente como para garantizarle la tan ansiada (pero inmerecida) inmunidad. Así era, hasta que se conocieron los detalles de sus turbios y pútridos negocios con el Reino Unido de la Pequeña Venecia. Los Disidentes -que hasta ese momento recibían con tibia sonrisa a su albacea- le dieron la espalda y optaron por soltarle definitivamente la mano.
De cualquier forma -y mientras contemplaba con su ojo tuerto a las negras aves que revoloteaban en círculos sobre el Palacio Rosado-, ni Julio ni Luis eran necesarios para elucubrar ideas ahora. Después de todo, tanto ellos como Aníbal el Lenguaraz fueron siempre considerados por el Innombrable como abiertamente desechables. "Perdón, Aníbal", musitó el Innombrable. Se respondió a sí mismo con una altisonante carcajada.
Continuó rumiando el personaje y consensuó consigo mismo que la adopción de la figura del Ayatollah se presentaba como la salida más idónea. "De esta forma -concluyó-, podré interferir en los destinos de quien fuere designado para ocupar la Corona durante los próximos años; sin importar se trate de Eduardo el Tormentoso, Ricardo II (Hijo del Restaurador), o ese endemoniado traidor de Cletus I".
El Nuevo Ayatollah volvió a sonreírse. De repente, los pájaros que volaban en círculos sobre él no le parecieron tan atemorizantes. Los Disidentes y los súbditos en su conjunto podrían ser puestos nuevamente bajo control. "¡Volverán a ser dóciles como en las épocas doradas!", compartió con sus únicas amigas, las Palmeras, en medio de una extensa y espantosa risotada que hizo estremecer a unos gorriones que daban pequeños saltos a pocos metros de él.
Después de todo, pudiera ser que las cosas terminaran bien. El próximo Soberano no la tendría fácil en los asuntos de Gobierno. No con el Nuevo Ayatollah plácidamente asoleándose en las Islas Margaritas y ordenando -desde el exilio- la faena de sus Peones, esos idiotas útiles de rigor que todavía mantiene localmente a base de Subsidios Reales.
Los Escribas siempre representaban un problema grave pero, en tal caso, el Innombrable podía ejecutar la fase siguiente de su diabólico plan: remitir a un puñado de ellos a la guillotina para sentar un ejemplo. El resto -cobardes y ambiciosos como lo han sido siempre, en esa combinación tan aprovechable- se alinearía de inmediato. Algunos de ellos, bien conocidos, supieron patear la pelota con él los sábados en la Residencia Real Campestre, cuando los tiempos eran mejores y los campos solían vomitar el yuyo maldito con periodicidad, dejando abultadas rentas para el Tesoro.
El Nuevo Ayatollah seguiría construyendo su propio Imperio de Escribas Reales -hoy en rápida formación-, y los Negocios de la Corona (aún en su poder) le proporcionarían el metálico necesario para mantener su Reino de Terror y empujar al nuevo Soberano -cualquiera que fuese- a una nueva Epoca Oscurantista.
Al cabo de cuatro largos años de renovado sufrimiento, los súbditos que hoy lo vituperan, reclamarían a gritos su regreso. Y para entonces, podría retornar con más poder que antes.
La hoy monarca -su infiel pareja- seguiría con luz verde para recorrer los Mercados Reales de París, en el Reino Galo, sin que nada ni nadie la molesten. Todo mundo sabe lo insoportable que se pone cuando no puede ir de compras...
Y, si acaso todo lo demás fallara, en cierto banco situado en el Principado de Luxemburgo, residían los dos mil millones de créditos que el Innombrable supo acumular (a nombre de su primogénito Máximo I) que servirían para garantizarse una feliz ancianidad.
Por Matías Ruiz, para El Ojo Digital Política.
e-Mail: contacto (arroba) elojodigital.com.
Por Matías Ruiz, para El Ojo Digital Política