Importante déficit de vivienda a nivel mundial
Naciones Unidas estima que la población mundial supera las 7.000 millones de personas. Según la FAO, 1.200 millones viven en pobreza extrema.
De acuerdo al organismo internacional, cerca de 200 millones carecen de vivienda y 1.500 millones (mas del 20% del total) residen en casas inhabitables o indignas, en condiciones de hacinamiento y promiscuidad.
Un elevado porcentaje carece de servicios como agua y cloacas.
Estas falencias se agudizan en naciones de África, Asia y América Latina, en ese orden.
En nuestro continente, el déficit habitacional de Venezuela, Cuba y la Argentina alcanza niveles casi imposibles de revertir.
En el otro extremo, Estados Unidos y países de Europa tales como España, Portugal y Grecia, atraviesan crisis financieras que generan serios problemas con los deudores de créditos hipotecarios, muchos de los cuales no pueden continuar enfrentando sus obligaciones.
Los bancos centrales de las naciones principales habrán destinado -desde el 2008 a la fecha- cerca de 17 trillones (miles de millones) para paliar la crisis financiera.
El problema de la vivienda y la crisis financiera afectan, de una manera u otra, a todo el mundo.
Se genera malestar social. Prueba de ello es lo que sucede en España, Grecia y Portugal.
Ciertamente no es bueno para la economía que caigan bancos y empresas.
Menos aún que miles de familias dejen de pagar por sus viviendas y las pierdan, teniendo que ir a vivir con parientes y, por ende, perdiendo en calidad de vida como consecuencia final del “boom inmobiliario” que no redujo los valores sino que, en contrario, dio lugar a la duplicación de los precios.
Los conflictos pasan por situaciones disímiles: familias que no tienen posibilidades de acceder a una vivienda en un caso y, en otros, el incremento del valor de las propiedades y la variación de las condiciones. Factores que dan lugar a la imposibilidad de pago por parte de los deudores.
Como la vivienda es un importante reactivador de la economía, la falta de construcciones por exceso de oferta reduce sus efectos positivos.
Ante la sobreoferta -explicada por situaciones de masiva imposibilidad de pago-, los inmuebles pierden valor y cae el índice de construcción de viviendas.
En la Argentina, de manera recurrente, padecemos ambas situaciones.
Se observa un elevado déficit habitacional, estimado en más de 3 millones de casas. Casi el 60% de la población carece de cloacas, en tanto que cerca del 40% acusa falta de agua potable. A lo expuesto, corresponde añadir situaciones de imposibilidad de pago, originadas en la pérdida del poder adquisitivo del salario a consecuencia de la inflación. Este gravísimo escenario se reitera en el tiempo.
Cabe destacar que el problema se agravó a partir de 1976, momento en que se sancionaron leyes y emitieron circulares del Banco Central de la República Argentina que permitieron el incremento desmesurado de los créditos por la actualización de las deudas más intereses. Ello generó un constante crecimiento del capital como resultado del anatocismo (interés sobre interés).
Se iniciaron miles de recursos administrativos y judiciales contra los bancos y del Estado, a los efectos de impedir los remates.
Algunas expresiones graficaron la situación: "Mientras las deudas suben por el ascensor, los salarios lo hacen por escaleras".
O "Mientras más se paga, más se debe".
Más ejemplos:
"Como las deudas siempre crecen, se elimina el efecto liberatorio que supone el pago, con lo cual el desembolso de dinero no tiene sentido".
"El capital se queda con los bienes y con los salarios de la gente".
"Se produce una teórica concentración de la riqueza a favor de las financieras porque, al incrementarse la cantidad de familias que no pagan, tampoco se benefician los bancos ni las empresas que, al tiempo, ven aniquiladas sus presuntas ganancias por la pérdida de valor de los activos".
"Cuando la rentabilidad del dinero -mero facilitador de intercambios-, supera la del trabajo y la producción; se pierde el sentido y objetivo del trabajo".
En nuestra patria, luego de años de reclamos, fue sancionada la Ley 23.370. Esta ordenó la relación entre bancos acreedores, familias deudoras y el Estado, reestructurándose las obligaciones mediante un sistema del esfuerzo compartido, y fijándose, a la vez, reglas equitativas con el propósito de que no resultara perjudicada sólo una parte.
Los estados provinciales sancionaron leyes que modificaron los procedimientos de ejecución de sentencia (remate), estirando los plazos de amortización, reduciendo los intereses y adecuando las relaciones entre acreedor y deudor.
Se evitaron miles de remates con sus graves consecuencias económicas y sociales. También, la posibilidad certera de que los bancos se transformaran en inmobiliarias que trabajaban a pérdida.
En 1989, el Banco Hipotecario Nacional, frente a una inflación del 249% anual imposible de soportar por los deudores, dispuso que el monto de las cuotas no podía superar del 20 al 25% de los ingresos de quienes ocupaban la vivienda. En el caso de los jubilados, el porcentual se fijó entre el 10 y el 15%.
La mora se redujo del 86% al 14%, mientras que las familias no perdieron sus propiedades.
Todos aportaron, y perdieron menos. Ganó la sociedad.
En otras partes del mundo hoy se padecen situaciones similares. El Estado, o los Bancos Centrales intentan paliar las respectivas situaciones.
Estados Unidos atraviesa, con otras causas, un contexto parecido. Cerca de 10 millones de familias deben a los bancos montos que no pueden o no les conviene pagar porque superan el valor de las casas. En algunos estados, los afectados oscilan en el millón.
Sumados los valores, resultaron tan impresionantes, que el gobierno y la Reserva Federal debieron auxiliar a varias instituciones bancarias para que no cayeran más de los que debieron cerrar.
Fue la consecuencia de factores no previstos ni solucionados oportunamente.
El Gobierno asistió a los bancos para no producir un negativo efecto cascada en la economía.
Pero no se solucionó el problema de fondo, porque no se tuvo en cuenta a los deudores que siguen con el problema y abandonan las pertenencias.
El valor de las propiedades, en algunos estados, ha caído a la mitad o la tercera parte. Las familias prefieren alquilar.
En España, se estima que en 2010 fueron embargadas 118 mil propiedades. La cifra total en riesgo superaría 1.000.000 de casas y departamentos. Contrariamente, existen miles de casas que no se pueden vender, por falta de compradores.
En Colombia, aún se debate en la justicia la correcta aplicación de una ley del año 1999 -la Ley Marco de Vivienda- sobre los montos de deudas originadas en las denominadas UPAC.
Mensualmente, se rematan centenares de viviendas, favoreciendo -hasta ahora- al sistema financiero.
El parlamento colombiano, como en la Argentina, debería intervenir para reestructurar los saldos ajustándolos a la realidad, considerando lo prestado y lo pagado, sin tener en cuenta la constante capitalización de intereses que producen anatocismo.
Cuando las deudas superan los valores de los bienes que las garantizan, pagarlas no tiene sentido.
España, Estados Unidos, Portugal, y otras naciones, no acostumbradas a estos conflictos, deberían evaluar los escenarios y analizar diversas alternativas.
Cabe señalar que estos lamentables hechos posibilitan la aparición de quienes lucran con tremendas ganancias.
Debe denunciarse, en muchos casos, la alteración unilateral de los contratos, que modifica el objetivo principal de la obligación, que es el acceso a una vivienda digna y propia.
A pesar de que, para algunos, estas ideas se asemejan a intervencionismo del estado en cuestiones privadas, es imperativo observar que el tremendo impacto social y económico que significa la pérdida de viviendas por parte de miles de familias impone la búsqueda de soluciones que no vendrán solo por la acción del mercado, sino por la defensa del principio del bienestar general y del interés común. Tal debería ser el objetivo de todo gobierno.
¿Por qué no buscar una salida participada?
Como en muchas relaciones, existen responsabilidades y culpas compartidas.
Cuando se trata de la vivienda, debe actuarse con cautela, porque es un bien no utilizado para negociar sino, antes bien, para vivir.
Muchos bancos prestaron sin tomar las debidas precauciones respecto de la futura solvencia de a quienes otorgaban los créditos.
Los deudores, incentivados por facilidades en origen y con el ánimo de acceder a una vivienda o cambiar la que tenían, no previeron que podrían modificarse sus ingresos, o incrementarse sus obligaciones.
Allí aparecen las “responsabilidades compartidas” y los actos basados en la teoría de la imprevisión.
El deudor -persona no experta en ciencias económicas- no podía prever el aumento de sus deudas, o la reducción de sus ingresos.
Los bancos sí pudieron predecir esa posibilidad.
Con la depreciación, los bancos no recuperan el dinero prestado. Todos pierden.
Por ello, es injusto que solo se perjudique al supuesto deudor, muchos de los cuales han padecido graves problemas familiares, psíquicos o bien se han suicidado.
Separados, ni el gobierno, los bancos o los deudores, tendrán la solución en sus manos.
¿Podrán rematarse en Estados Unidos casi 10 millones de casas¿ ¿Qué sucederá con las 200 mil en España o las 500 mil en Colombia?
¿Qué sucederá con las familias? ¿Acaso no deberían reunirse los deudores, en defensa del derecho a una vivienda? ¿No debieran hacer lo propio los bancos sin poder cobrar sus presuntas acreencias? ¿Qué sucede con la imagen y los recursos de que dispone el gobierno?
A la luz de lo que sucede, el problema solo continuará judicializado, sumando miles de demandas. La Justicia tiene el deber de aplicar la Ley frente al no pago.
Pero, también, la obligación de preservar el orden y la paz social, evitando remates masivos de propiedades. A fin de cuentas, ¿a favor de quiénes emitirá sus sentencias definitivas?
Corresponde arbitrarse los medios y mecanismos para encontrar una solución legal justa, equitativa y razonable para las partes. Que se presente como económicamente posible y moralmente válida.
Por Egardo Civit Evans
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