Sociedad degradada
“La dictadura se presenta acorazada porque ha de vencer. La democracia se presenta desnuda porque ha de convencer” (Antoni Gala)
Si a uno de nuestros máximos jueces se le prueba que es propietario de lugares donde se ejerce la prostitución, y no renuncia; si la única arma de la que parece disponer la oposición para intentar evitar la catástrofe electoral es un parricida estafador; si el organismo ícono de los derechos humanos se transforma en una empresa constructora al servicio del Gobierno; si una obra es anunciada seis veces y su inexistencia se cobra la vida de muchos argentinos, y si una de las principales vedettes es un hombre que también es madre, debemos confesar que hemos dejado de ser “un país en serio”.
Es curioso lo que está sucediendo, por ejemplo, en relación al sentimiento generalizado hacia el extranjero. Por una parte, parece que nos estamos convirtiendo en una sociedad xenófoba –basta con estudiar el proyecto de ley de tierras, que priva a los no argentinos del derecho constitucional a poseer superficies importantes- y, por el otro lado, todos los días abrimos con mayor generosidad y con mayor irresponsabilidad nuestras fronteras a los inmigrantes de todo tipo.
El proyecto mencionado es, a todas luces, una estúpida maniobra populista y, a la vez, la semilla de la transferencia de grandes propiedades rurales a los amigos del Gobierno; como es obvio, cuando la cantidad de clientes posibles disminuyen, los precios de los bienes bajan. Los pseudo nacionalistas locales, tan funcionales al oficialismo en tantos y variados temas, parecen creer que los extranjeros –que, además, sólo poseen hoy el 3% de la superficie- darían a la tierra un uso distinto a los nacionales o, forzando la hipótesis, que podrían enrollarla cual alfombra y llevársela.
Recuerdo que, hace relativamente poco, una imbécil cadena de mails llamaba a oponerse a una supuesta operación que, a través del llenado de las bodegas de los buques que volvían en lastre a Europa con agua potable del Paraná, en realidad estaba saqueando ese recurso natural que, según se dice, pronto faltará en el mundo. Si el autor original de ese dislate se hubiera sentado a pensar, habría descubierto que todas las bodegas que se encuentran por año en esa situación equivalen al caudal que ese río lleva al mar en menos de una hora.
Porque, en el fondo, la tierra y el agua son nada más que dos armas más que los argentinos suponemos en manos de los poderes universales que quieren perjudicarnos, sin percibir que tal conspiración en nuestra contra no es necesaria, que para destruir a la Argentina nos bastamos y sobramos los ciudadanos de este martirizado país.
Desde el otro ángulo, como dije, nos hemos convertido, por obra y gracia del “kirchner-cristinismo” –que busca y obtiene miles de votos con esa política- en el país que, en todo sentido, tiene más inexistentes fronteras.
No sólo por la porosidad de las mismas al tráfico de todo tipo de drogas y dineros non sanctos sino por la demencial manera en que los argentinos actuales conducimos lo que debiera ser una política migratoria. Desafío al lector a encontrar una sola nación en el mundo, con excepción de la Argentina, que no imponga requisito alguno al ingreso y permanencia de extranjeros en su territorio.
Es claro que esa falta de exigencias ha hecho que hoy nuestro país se vea inundado de inmigrantes sin formación de ningún tipo, pobres marginados en sus propias tierras, que nada pueden aportar a nuestro país y que, por el contrario, demandan de él la atención de sus necesidades básicas insatisfechas en materia de salud, educación, transporte y vivienda.
También debe reconocerse que esa negligencia migratoria es funcional a la política, que rápidamente transforma a los recién llegados en clientes del poder de turno, los documenta y exprime de ellos los votos necesarios para perpetuarse, mientras la bonanza económica siga vigente.
Ayer, los periódicos publicaron una noticia sorprendente, que refleja con exactitud el problema al que me refiero. Sonia Quisberth Castro, boliviana y con un hijo discapacitado, demandó a la Ciudad de Buenos Aires para que ésta fuera obligada a entregarle una vivienda. La señora Castro, además, recibe cuatro beneficios mensuales: uno porteño, de $ 1.700, para pagar su pensión; una pensión nacional, de $ 833, por la discapacidad de su hijo; otro, también porteño, de $ 270, como ciudadana de la ciudad; y, finalmente, otro más, de $ 200, de un programa especial. En resumen, la dama en cuestión percibe, mensualmente, la suma de $ 3.003 y, además, ¡cree que la ciudad debe darle una vivienda!
Los hospitales de Buenos Aires están totalmente colapsados pues, prácticamente con la misma infraestructura, deben atender no solamente a sus habitantes sino a los hombres, mujeres y niños que llegan desde los países limítrofes en pos de una medicina pública de la carecen allí sino, además, gratuita, o sea, solventada con los impuestos que tributan los porteños.
Los colegios públicos, primarios y secundarios, y las universidades nacionales tienen, exactamente, el mismo problema, ya que están superpoblados y, conseguir una matrícula en ellos, se ha transformado en un calvario del cual pueden dar fe innumerables madres de la ciudad y el Conurbano.
Por lo demás, esos desarraigados que llegan en tropel a nuestra Argentina, en general, terminan engrosando la población de las villas de emergencia, que crecen desmesuradamente en superficie y en altura, o durmiendo a la intemperie, en calles y plazas. En muchas de esos asentamientos, como ya lo denunciara el Padre Pepe, la droga y la delincuencia han sentado sus reales y, desde allí, se trafica, se secuestra, se roba, se mata y se muere. El tristemente llamado “caso Candela” parece ser una muestra de esa situación.
Los jueces han dejado de aplicar las leyes vigentes, que no precisan de modificación alguna para corregir estos males, y los policías de todo pelaje y color se muestran aterrados ante la posibilidad de reprimir el delito, y verse acusados ante los Tribunales por hacerlo con eficiencia.
La impunidad con que la historia ha premiado los escandalosos latrocinios cometidos por personajes públicos, con la consecuente disparidad ante la ley que ello implica, es un factor más de disgregación social, entronizando el principio del “sálvese quien pueda”. ¿Cómo se puede exigir buena conducta a una sociedad que habilita a personajes como Carlos Menem, Ricardo Jaime, Felisa Miceli, Sergio Schoklender, Hebe Bonafini, a continuar en libertad después de robar como lo han hecho? ¿O permite que Ricardo Lorenzetti, Eugenio Zaffaroni u Norberto Oyarbide continúen haciendo como que imparten justicia? ¿O tolera que terroristas y asesinos confesos como Horacio Verbitsky, Carlos Kunkel y Eduardo Luis Duhalde ejerzan cargos públicos?
Para brindar seguridad, uno de los principales reclamos ciudadanos, la Ministro del ramo no ha tenido mejor idea que retirar gendarmes y prefectos de nuestras fronteras para cubrir las zonas más calientes del Gran Buenos Aires. Con ello, obviamente, las ha desguarnecido más aún y, si hasta ahora se podía pasar a través de ellas con automóviles con droga, ahora se podrá hacerlo en camiones con acoplado y embarcaciones de todo tipo.
Del transporte aéreo de estupefacientes, ni hablar. Porque el inefable don Anímal Fernández, el payaso autor de tantas nuevas zonceras argentinas, nos ha enseñado que instalar radares para detectar la presencia de aeronaves contrabandistas no es la solución -¿cuál será, entonces?- y la eventual sanción de una ley que autorice a derribarlas no solamente no ha sido impulsada sino que, si lo fuera, no habría aviones para hacerla cumplir.
Nuestra terrible anomía, esa que denota la ausencia de normas sociales de comportamiento, de convivencia y de solidaridad se constata día a día, en un ejemplo simplísimo, con sólo observar cómo tratamos los argentinos al espacio público o, mucho peor, cómo nos llevamos de la economía argentina tres mil millones de dólares por mes actualmente.
Nuestra falta de respeto a los demás, que nos permite estacionar en cualquier parte y a cualquier hora, aunque entorpezcamos el tránsito o impidamos el uso de las rampas para discapacitados, transformar la calle en un basural, bloquear sendas peatonales o de bicicletas, estropear sin remedio parques y plazas, destruir o robar monumentos y placas de todo tipo, fabricar productos malos y caros porque el Estado nos protege, y miles de etcéteras que todos conocemos, no puede ser más que un claro reflejo de nuestra peculiar forma de ver y entender la cosa pública.
Trasladada esa anomía a la política, se puede comprender mejor el marcado desinterés que ésta genera en la gran mayoría de los ciudadanos. Es cierto que la corrupción imperante ha hecho que se perciba como ladrón a todo aquel que incursiona en ella, pero habla muy mal de nosotros que permitamos, día tras día y década tras década, que nuestros bienes más preciados –el país, la ciudad, el barrio, nuestra casa, nuestra educación, nuestra salud, nuestra seguridad, nuestra propia vida- sean administrados por cafres, por los peores elementos de nosotros mismos, que lucran desembozadamente y que sacrifican inexorablemente el futuro.
Sólo un compromiso personal, activo, militante y corajudo de todos los argentinos podrá impedir que la curva que marca el camino de nuestra degradación como sociedad continúe descendiendo hacia el infierno.
Brasil y Colombia pudieron hacerlo, cuando fueron atacados por los mismos virus que hoy conviven entre nosotros; México paga hoy, con sus cincuenta mil muertos, el haber ignorado el problema hasta que fue muy tarde para resolverlo. ¿Cuál será, entonces, el futuro de la Argentina?
Lo malo es el lugar desde el que ahora partimos para esa batalla que deberemos dar. Nuestro país es casi el único Estado –acompañado por Venezuela y algunas naciones africanas- que se ha derrumbado tan catastróficamente, cualquiera sea el cristal con que se lo mire.
Porque, si bien es cierto que estamos mucho mejor, en materia económica, que en la crisis de 2001, la película de los últimos setenta años de historia nacional debería ingresar en el género terror.